Páginas

miércoles, 24 de agosto de 2011

PEDAGOGÍA MODERNA




El humor del genial Quino nos muestra la nueva pedagogía, muy acorde ésta -por cierto- con los valores de la Revolución mundial.

 








(TOMADO DE http://catolicidad-catolicidad.blogspot.com/2011/08/pedagogia-moderna.html )

sábado, 13 de agosto de 2011

SOBRE LA DEMOCRACIA

LA DEMOCRACIA COMO RELIGIÓN
 La frontera del mal

Fue Aldous Huxley, en su fábula futurista “Un mundo feliz”, quien sugirió que lo que llamamos un axioma —es decir, una proposición que nos parece evidente por sí misma y que por tal la aceptamos— se puede crear para un individuo y para un ambiente determinados mediante la repetición, millones de veces, de una misma afirmación. Para este efecto —la génesis artificial de axiomas y de dogmas— proponía la utilización, durante el sueño, de un mecanismo repetitivo que hablase sin interrupción a nuestro subconsciente, capaz, durante horas, de recibir y asimilar cualquier mensaje.
Este designio está, hoy, al cabo de medio siglo, muy cerca de la realidad, aunque sea a través de técnicas no exactamente iguales, como lo ha subrayado el propio Huxley en su “Retorno al mundo feliz”.
La realización más importante en este sentido a través de métodos de saturación mental por los mass-media ha sido, en nuestra época, el establecimiento a escala universal del dogma-axioma de la democracia. De esta noción —en su sentido individualista y mayoritario— se ha logrado hacer la piedra angular de la mentalidad contemporánea. Es decir, de lo que Kendall y Wilhelsenn han llamado la «ortodoxia pública» de nuestro tiempo. Esta expresión significaba para estos autores, el conjunto de bases conceptuales o de fe en que se asienta toda sociedad histórica, elementos que son, a la vez, ideas-fuerza para sus miembros y puntos de referencia para entenderse en un mismo lenguaje y convenir, en último extremo, en unos cuantos axiomas y dogmas que sólo los marginados o extravagantes exigirían fundamentar.
La consolidación del dogma de la democracia y de su axiomática ha sido, por supuesto, obra de muchos años, pero es ahora cuando conoce su vigencia universal. Ya, a fines de los años veinte, se daba por supuesto, en el lenguaje político español, que, a través de la dictadura del General Primo de Rivera, era obligado «volver a la normalidad constitucional (o democrática»). Hoy se supone para el mundo todo, desde la Europa más culta hasta la selva africana, que sólo unas elecciones «libres» (de sufragio universal) pueden justificar un gobierno ortodoxo. Cualquier otro gobierno recibirá el calificativo de «dictadura» y se llamará a cruzadas contra él, previa su denuncia universal, como violador de los «derechos humanos», que constituyen la apelación última que en otro tiempo se situaba en el juicio de Dios Uno y Trino. (Existen, por supuesto, determinadas tolerancias o concesiones en gracia a la perfección universal del cuadro: el mundo soviético o sovietizado y múltiples sultanatos árabes prescinden de toda consulta a la «opinión pública» y les basta con auto-titularse «populares» o «democráticos» para gozar de una suficiente inmunidad.)
No es preciso recordar que la constelación de principios que forman la ortodoxia democrática está muy lejos de la evidencia de los axiomas. Más aún, pienso que llegará un tiempo en el que los hombres se asombrarán de que la gobernación de los pueblos —y la educación en su seno de los hombres— haya estado confiada al sistema de opinión y mayoría. Algunos de estos principios son del calibre epistemológico que puede verse en las siguientes enunciaciones:

•  El poder nace de la Voluntad General y no reconoce otro origen o título.
•  La Voluntad General se identifica con la opinión pública en un momento dado.
•  El voto de todos los ciudadanos tiene el mismo valor.
•  El contenido de esa opinión se expresa en los nombres de los candidatos y de los partidos y en los slogans electorales.
•  Los partidos y sus mass-media son los artífices de esa opinión.

De donde, como corolario obligado: las técnicas de publicidad y de influencia subliminal (el condicionamiento de reflejos, en suma) será lo que gobierne a los pueblos.
Sin embargo, esta serie de enormidades que constituyen la «ortodoxia pública» de la democracia ha sido admitida incluso por la Iglesia oficial de nuestros días. Así, cuando en España —o en cualquier otra democracia— sucede que troupes teatrales representan espectáculos sacrílegos o blasfematorios con subvención oficial, los prelados, en su mayoría, nada dicen, porque su intervención podría interpretarse «como una coacción a la libertad de expresión ciudadana». Y los que protestan no lo hacen en el nombre y por el honor de Dios, sino porque «tales espectáculos ofenden a una mayoría católica del pueblo español».  Es decir, en nombre de la Democracia y para su defensa.
Así, también, cuando las organizaciones tituladas católicas protestan contra la laicización de la enseñanza oficial y contra las leyes confiscatorias (o disuasorias) de la enseñanza privada religiosa, no lo hacen ya en razón de que la educación en país católico debe ser católica para todos (con las excepciones debidas a los declaradamente arreligiosos o de otras religiones). Se limitan a defender unos escaños confesionales dentro de la gran democracia que formamos («nuestra democracia» les oímos decir); esto es, defender el derecho de los grupos católicos que lo deseen a poseer escuelas confesionales.
Hasta tal punto ha penetrado el espíritu de la democracia liberal en la mentalidad de hoy y en su «ortodoxia pública» que el declararse no-demócrata o contrario a la democracia resuena en los oídos como en otro tiempo la apostasía expresa o la blasfemia. Muchos católicos que rehusarían el calificativo de socialista, o de divorcista, o de abortista —que, incluso, luchan contra estas ideas— no ven inconveniente alguno en declararse demócratas o liberales, y militar en partidos bajo estas denominaciones.
Sin embargo, una vez admitida la Voluntad General como fuente única de la ley y del poder —y negada toda otra instancia inmutable de religión con el más allá—, ¿qué lógica podrá oponerse a la socialización de los bienes o de la enseñanza, a la ruptura del vínculo matrimonial, a las prácticas abortistas o la eutanasia, si tales designios o supuestos derechos figuran en el programa del partido mayoritario? La democracia moderna, con su aspecto equívoco y aceptable es, en realidad, la llave y la puerta para todas esas aberraciones y las que les seguirán.
Y es que, en el campo de los males, como en el de los bienes o valores, existe una jerarquización que podemos establecer sin más que recurrir, por vía de negación, a las Tablas de la Ley. Así, podemos ver que la socialización de los bienes o de la enseñanza se opone al séptimo mandamiento (no hurtar) y ataca directamente a la familia, institución de origen divino; el divorcio se opone a esa misma institución y, generalmente, al noveno mandamiento (no desear la mujer del prójimo); el aborto y la eutanasia atentan contra el quinto mandamiento (no matar)...
Pero la raíz misma de la democracia moderna se opone al primero y principal de esos mandamientos, aquel al que se reducen los demás: «amarás al Señor, tu Dios, por encima de todas las cosas». Propugnar la laicización de la sociedad (negarle un fundamento religioso) y derivar la ley de la sola convención humana equivale a cortar los lazos de la convivencia humana respecto de Dios, a negar la religión (o re­ligación del hombre con su Creador). Las transgresiones de aquellos otros mandamientos pueden, en casos, ser pecados de debilidad: sólo la trasgresión de éste es pecado de apostasía.
De aquí el martirio aceptado sin vacilación por los primeros cristianos en la Roma imperial. Ellos disfrutaban en su tiempo de una situación de «libertad religiosa»; es decir, no eran condenados por practicar su culto. Un status parecido al que otorga la democracia moderna a las confesiones religiosas, aunque con distinto fundamento. Los romanos admitían en su politeísmo a todos los cultos y divinidades. No hubieran tenido inconveniente en admitir al Dios cristiano entre las divinidades del Capitolio y autorizar libremente el culto cristiano. Pero con la condición para los cristianos de reconocer, al menos tácitamente, el politeísmo y de adorar al Emperador como símbolo y garante de la religiosidad oficial. Y aquellos cristianos que se mostraban en lo demás como buenos ciudadanos, preferían el suplicio y las fieras del circo antes de renegar de la unicidad topoderosa del verdadero Dios.
Situación semejante es la de los católicos dentro de un país de Cristiandad ante la aceptación voluntaria de la democracia moderna. Con el agravante de que aquí el status de libertad no se apoya en una distinta concepción de la religión, sino en una negación de ésta, de toda religión, que pasa a considerarse como asunto privado u opinión. No es ya una religión falsa, sino un antropocentrismo o culto al Hombre. Hoy no hay que reconocer como dios al emperador sino a la Constitución. Ciertamente que en la democracia no se exige de modo tan rotundo ese reconocimiento bajo forma de adoración, y el caso se presta a interpretaciones o «arreglos de conciencia». Pero para quien esa aceptación no sea obligada ni formularia, sino acto voluntario a través de la adhesión al sistema o a un partido, el caso es objetivamente más grave que para los cristianos de Roma.
Tales reconocimientos se oponen también a las dos primeras peticiones que formulamos en el Padrenuestro, la oración que el propio Cristo nos enseñó: «santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu Reino». El demócrata liberal las sustituye implícita (o explícitamente) por «eliminado sea tu Nombre; venga a nosotros la secularización, el reino del Hombre». Y se oponen, en fin, a las dos últimas enseñanzas que Jesucristo Nuestro Señor nos dejó en su vida mortal antes de ser conducido al suplicio: cuando ante la autoridad civil (Pilato) y ante la religiosa (Caifás) afirma la Verdad y la autoridad de origen divino.
La democracia liberal se presenta así, bajo su verdadera luz, como la frontera del mal; aquella línea de demarcación que, traspasada, nos sitúa fuera de «los que pertenecen a la Verdad»; es decir, en el reino de los que, por aclamación popular, obtuvieron la muerte de Cristo. El reino en que no se habla ya de verdad ni de autoridad, sino de opinión y de pueblo. En el que los creyentes en El sólo pedirán unos escaños en el seno del pluralismo laicista para vivir tranquilamente su fe sobre una apostasía inmanente.
Pero acontece que la negación de Dios acarrea como corolario inevitable la negación del hombre: ¿Qué podrá construirse en la ciudad humana sobre la arena movediza de la opinión y del sufragio? ¿Qué dejará tras de sí la sociedad democrática en la que el hombre sólo se sirve a sí mismo? Eliminado de raíz el Fin Supremo y la re-ligación con Él, ¿cuánto durarán los fines subordinados y una vida que no conduzca al marasmo del hastío y de los vicios acumulados? Es ya la sociedad que tenemos ante nosotros, eminentemente en los países más desarrollados económicamente: la sociedad en la que sobran los medios de vida, pero falta una razón para vivir.
«Los pueblos, las civilizaciones —se ha dicho—- son como unos extraños navíos que hunden sus anclas en el Cielo, en la Eternidad». La democracia liberal está consumando la ruina de nuestra civilización y, por contagio, de toda otra civilización. Porque la civilización cristiana (o clásico-cristiana) no ha sido sustituida por otra, sino por una anti­civilización o una disociación que, si pervive, es a costa de los restos difusos de aquella cultura originaria, de aquel —hoy combatidísimo— orden de las almas.
Se evidencia así que ninguna concepción del orden político puede resultar más letal o aniquiladora para la comunidad humana que la democracia moderna o «sociedad abierta» (open society). Postular una sociedad sin fe y sin principios, sin normas estables, neutra, carente de puntos de referencia, dependiente sólo de la opinión pública y de la utilidad del mayor número, es como abrogar la disciplina de un navío, olvidar su nimbo y el orden de las estrellas, abandonarla a la deriva. ¿A dónde se dirigirá tal navío? ¿En qué lenguaje se entenderá su tripulación? ¿Cómo capeará las tempestades? ¿Qué justificará su misma unidad y su existencia?
Cuando, por ejemplo, el Presidente de la República francesa —o de cualquier otra democracia moderna— apela al heroísmo de la Legión para resolver un conflicto armado grave, ¿en nombre de qué lo hace? ¿Con qué derecho? Si nada existe fuera del interés de los ciudadanos y de la opinión mayoritaria, ¿cómo exigir a hombres jóvenes que entreguen todo lo que poseen, su vida? Sólo por un recurso inmoral a normas, creencias y valores permanente, que la propia democracia niega, podrá recurrir a tales medios de coerción y de supervivencia.
Cabría una objeción en nombre de la universalidad de la razón. Si toda sociedad histórica, para su simple existencia y perduración, precisa tener su asiento en una fe y en un fervor colectivos, en unas nociones de lo que es sagrado y es recto, de lo que es el deber y el sentido del sacrificio, ¿supondrá esto que cada civilización es impenetrable intelectual y emocionalmente para quienes no forman parte de su tradición o de su herencia? ¿Habrá de asentirse al dictado de Spengler, de Toynbee y de determinados estructuralistas para quienes las culturas son sistemas cerrados, cuyo sentido es inmanente a un sistema intransferible de puntos de referencia?
Nada autoriza tal conclusión. La razón es una instancia capaz de penetrar todo lo que es puramente humano e, incluso, dentro de ciertos límites, el orden mismo del ser. La civilización occidental de origen cristiano —nuestra civilización histórica— ha sido la encargada de demostrar en la práctica esta capacidad de la razón. Su fe —nuestra fe— se ha predicado ya en todos los ámbitos de la tierra y ha arraigado, en mayor o menor grado, en las civilizaciones más dispares. Su ciencia, su técnica, sus categorías mentales y sus imágenes de comportamiento —básicamente racionales, antimíticas— se han extendido a todo el mundo, penetrándolo en buena parte. Sea como cultura superpuesta, sea como injerto cultural, puede hoy decirse que una sola cultura —la occidental— es la cultura común del planeta.
Sin embargo, y paradójicamente, esta planetarización de una cultura racional sólo pudo realizarse a través de una civilización determinada —la occidental—, civilización que, como todas, nació de una fe —de un anclaje en la eternidad—, y se edificó sobre unas normas y unos valores morales. Y ello porque, en sentencia filosófica, operari sequitur esse, el obrar sigue al ser: no se expande una civilización sin antes ser, existir. Y si sólo en este caso ha sido posible el efecto de una difusión en cierto modo universal fue, precisamente, porque tal civilización se apoyó, originariamente en la Religión Verdadera.
En la renuncia a esos orígenes se encuentra la raíz última de la crisis en que se debate la sociedad occidental. Crisis no circunstancial sino degenerativa, extendida en forma de rebelión generalizada, y, por vía de contagio, a otras civilizaciones, incluso a la propia naturaleza invadida y contaminada. La expresión de esa renuncia a todo anclaje sobrenatural es la democracia liberal; más aún, que renuncia, negación de toda trascendencia, erección de la sociedad del Hombre y para el Hombre.
Porque esa llamada «sociedad abierta» —la de los “Derechos humanos”— ignora el primero y principal de los derechos del hombre, que es el de buscar la verdad y servirla, el de fundamentar en ella su vida y el perdurable rumbo de su periplo terrenal.

Rafael Gambra, Revista Roma Nº 89, Agosto 1985

miércoles, 10 de agosto de 2011

FÍSICA CUÁNTICA E IDEALISMO








Hemos visto el documental “What the bleep do we know?, y nos han surgido las siguientes reflexiones.
El documental es una muestra bastante clara de “idealismo científico”. En medio de un despliegue de creatividad sorprendente por parte de los creadores del documental se intentan transmitir básicamente las siguientes ideas:
*      La realidad no existe. La creamos.
*      El cerebro es el órgano que “crea” la realidad
*      Esta “creación” está mediada por la química cerebral asociada a las emociones
*      Esta química cerebral se hace hábito y consolida “modos” de creación de realidad
*      Estos “modos” pueden ser cambiados a voluntad
No vamos a entrar en detalles acerca de la teoría cuántica en sí. Baste decir que, al igual que todos los postulados de la ciencia actual, tiene sólo rango de hipótesis falsable.
Lo que sí queremos hacer es un par de aclaraciones de orden “filosófico” pues lo que se pretende en el documental es la defensa de una verdadera filosofía adornada con vocabulario “científico”. Y son las siguientes:
1.       Los autores del documental se enredan en varias confusiones:
-          Confunden la “causa materialis” con la “causa formalis”
-          Reducen la “causa Materialis” a la mera “causa instrumentalis”.
-          Confunden en el orden epistemológico lo “id quod” con lo “id quo”
2.       De las anteriores confusiones concluyen en un idealismo mucho más radical que el cartesiano o el kantiano y anulan la posibilidad de la ciencia misma.
Inician con un sofisma. Ante el hecho de que las mismas regiones corticales se “activen” ante lo visto y ante lo sólo imaginado concluyen: ¿qué sabemos en realidad? lo cual los lleva a la inevitable consecuencia de que en el fondo es el cerebro quien crea sus realidades. Lo anterior apoyado por el hecho de que la mecánica cuántica establece la imposibilidad de aprehender con certeza la localización de las partículas elementales, principio conocido como de “incertidumbre” de Heisenberg.
¿Por qué calificamos lo anterior como un sofisma? Por partir de un presupuesto falso, aquél según el cual es el cerebro quién conoce. (Confusión “causa materialis”, “causa formalis”). Si el cerebro “conoce”, ¿conoce sus propios estados o modificaciones químicas? En ese caso toda posibilidad de contacto con algo distinto a nosotros mismos es imposible y sería el imperio del solipsismo más absoluto. El reinado de la individualidad radical y la anulación de toda posible comunicación entre personas, pues cada una sería como una isla, absolutamente clausurada sobre sí misma.
Y lo más sorprendente es que ellos mismos reconocen la inevitable presencia de un misterioso “observador” quien finalmente es el que decide. Y entonces ¿cuál es el papel del cerebro ante este observador? ¿No tiene este “observador” la facultad de distinguir entre lo visto y lo sólo imaginado? Si la tiene entonces cae por su base toda la argumentación del documental en favor del idealismo, pero ¿si no la tiene?, pues volvemos a lo mismo, reinado del solipsismo, incomunicabilidad, aislamiento de individualidades absolutas.
¿Y respecto de la ciencia? Peor aún. ¡No existe¡  ¿qué tipo de ciencia sería si tan sólo tuviera validez individual? Porque si eso que llamamos “realidad” es tan sólo creación de cada individuo aislado, entonces cada individuo aislado tendría “su” ciencia, pero jamás “la” ciencia, con aspiraciones de validez universal, y siendo esto así ¿no es acaso paradójico, contradictorio, incoherente y deshonesto que los señores del documental quieran transmitirnos “su” ciencia de la realidad, como si fuera “la” ciencia? ¿No tendríamos derecho también nosotros, sujetos autónomos, a “crear” “nuestra” ciencia? Obviamente sí.
Es el problema que subyace a todo idealismo. Siempre la contradicción lo acecha a la vuelta del camino, y la escapatoria es imposible. Incluso los idealismos con ropaje “cuántico”, “neurocientífico”, etc.
Los historiadores de la ciencia de la escuela francesa reconocieron ya desde el siglo pasado la absoluta necesidad de partir de una concepción realista del mundo para poder construir conocimiento. Un seguro instinto les decía que era esa la única manera de edificar sus disciplinas sobre bases epistemológicas sólidas, y no se equivocaron. Los descalabros y las puerilidades a que se ven abocados los científicos que deciden transitar el camino del idealismo son enormemente instructivos al respecto.
Kant fue mucho más honesto. Para él los “noumenos” nos eran desconocidos, sólo contábamos con el mundo fenoménico. Pero concluía que al no poder decidir sobre la existencia del noumeno tampoco podíamos decidir sobre su inexistencia. Sus epígonos modernos quisieran ir más allá, y afirman que puesto que no los conocemos, ¡no existen!. De una limitación humana deducen una inexistencia en el orden del ser.
¿Qué diríamos si alguien nos dijera que Paris no existe puesto que jamás la ha visitado?

Leonardo R.

sábado, 6 de agosto de 2011

LA NEUROTEOLOGÍA

LA NEUROTEOLOGÍA

Por estos días he estado leyendo un “curioso”  libro titulado “La Conexión Divina”. Lo escribió un  renombrado catedrático de la universidad complutense de Madrid especialista en fisiología del sistema nervioso, el doctor Francisco Rubia.
El libro trae como subtítulo, “la experiencia mística y la neurobiología” y según afirma en las primeras páginas, el texto  busca dar respuesta a interrogantes como los siguientes: “¿Cuál es la base neurobiológica de la experiencia  mística?, ¿existen en el cerebro estructuras que producen la experiencia de trascendencia?, ¿existen en la psique, o en, como diríamos hoy, en el sistema límbico, estructuras cuya activación nos pone en contacto con lo que muchos denominan «divinidad»?, ¿es posible activar, si es que existen, esas estructuras de forma natural y no mediante drogas?, ¿tiene sentido, como se está haciendo últimamente en Estados Unidos, hablar de «neuroteología»?” suficiente para atraer la atención del curioso.
Pero vamos al principio, ¿de dónde viene eso de la neuroteología?, la palabra la tomaron de una novela del escritor inglés Aldous Huxley llamada “La Isla”. Que narra la existencia de una pequeña isla llamada “Pala” donde, entre otras cosas, sus habitantes buscan la “iluminación” por medio del consumo de una sustancia psicodélica llamada “moksha”.
Eso en cuanto a la palabra, ¿y la  “cosa”? la “cosa” debemos ubicarla dentro del gran espectro de desarrollo de las llamadas neurociencias; grupo de disciplinas cuyo propósito es estudiar el sistema nervioso  en  su relación con la conducta humana.  Como es sabido, en los últimos años se ha dado un inmenso desarrollo en los estudios acerca del sistema nervioso debido en parte al avance en el perfeccionamiento de las tecnologías que sirven para “observar” la actividad cerebral, tales como los Rayos X , la TAC (Tomografía Axial Computarizada) y la IRM (Imagen por Resonancia Magnética).
Un verdadero fervor entusiasta cuasi religioso se ha apoderado de los científicos quienes ven ya cercano el momento en el que por fin serán develados todos los misterios ocultos de la naturaleza y particularmente del hombre. Y este entusiasmo los ha lanzado ya sin prevención de ningún tipo hacia la conquista de dominios que hasta la fecha parecían muy por “encima” de sus posibilidades. Es así como desde hace ya varios años se han dado a la tarea de investigar los mecanismos cerebrales que están “detrás” de las experiencias “místicas”, en un esfuerzo por “explicar” el fenómeno religioso, tan antiguo como la misma humanidad, y de este esfuerzo ha salido la neuroteología. (¿Qué hubiera opinado santo Tomás?)
Lo que pretendemos en este escrito no es presentar objeciones “neurocientíficas”. No tenemos la competencia para tal cosa. Nuestro propósito es más humilde; medianamente conocedores del catecismo, queremos tan sólo expresar algunas reflexiones que nos fueron surgiendo a lo largo de la lectura del libro arriba mencionado.
Dicen que en un estudio publicado en 2006 por la revista Neuroscience Letters, se registró la actividad cerebral de 15 monjas carmelitas, a quienes previamente se les solicitó “recordar” sus experiencias místicas. La idea era descubrir qué regiones del cerebro se “activaban” durante su actividad “rememorativa”, con el fin de concluir qué regiones ayudaban a “producir” la experiencia religiosa.
Pues bien, respecto de esto debemos hacer una aclaración y es la siguiente: el místico tiende a ocultarse.  Es una constante en la historia del misticismo católico. Una anécdota servirá para ilustrar lo que quiero decir, creo que es de san Camilo de Lelis. Se cuenta que por aquellos tiempos causaba gran admiración una monja que según la gente del pueblo era una santa y tenía “experiencias” místicas. Le pidieron a Camilo que fuera a verificar si efectivamente se trataba de una gran santa o de una gran farsa. El santo se puso en camino y al llegar a las puertas del convento tocó y a la hermana que abrió le dijo: “buenos días, vengo a visitar a la santa”. De inmediato la hermana contestó: “sí, claro, soy yo”. Dice la historia que san Camilo no necesitó más pruebas para comprobar que se trataba de una farsa, e ipso facto abandonó el convento.
El punto que deseo aclarar es que la santidad verdadera, el misticismo verdadero, no se expone como fenómeno de circo, la profunda humildad de estos seres privilegiados los lleva a ocultar ante los demás los dones con que Dios se digna regalarlos. Razón por la cual es sumamente extraño el intento de “invitar” 15 monjas carmelitas para estudiar su “misticismo”.
Pero supongamos en gracia de la discusión que el “místico” accede a ser estudiado en su “misticismo”. Se le pide que recuerde su última experiencia mística y entre tanto le son ubicados algunos electrodos en la cabeza para registrar la actividad cerebral y así “sorprender” a su cerebro “creando” la mística.
¿Es esto posible? ¿Qué será lo que acudirá a la memoria del “sujeto”? ¿Aparecerá la experiencia mística en su misticismo? ¿O más bien habría que decir que lo que viene a la mente del sujeto son los concomitantes sensibles y emocionales de la misma? Creemos que esta última opción es la correcta. El mismo doctor Rubia reconoce en su escrito que una de las características comúnmente asignadas a las experiencias místicas es su “inefabilidad”, es decir, la imposibilidad de traducirlas a un discurso lógico, la imposibilidad de “decirlas”. El místico se ve inhibido de explicar con palabras su vivencia, razón por la cual la mayoría de ellos recurre a la poesía como medio de expresión, y tratan de explicar con analogías y metáforas.
Entonces sucede que si a un místico se le pidiera recordar una experiencia pasada a lo más que podría llegar sería al recuerdo de los sentimientos, emociones, imágenes, sensaciones físicas, etc. que acompañaron a la experiencia mística propiamente dicha.  Por la sencilla razón de que en una experiencia mística el protagonista principal es Dios, y no hay que creer que Dios también haya sido invitado a participar en el estudio. En otras palabras, el místico solo no puede nada.
Y resulta que los sentimientos, emociones, imágenes, sensaciones físicas, etc. que acompañan a manera de concomitantes a la experiencia religiosa efectivamente están mediadas por procesos cerebrales. Y el truco consiste en decir que esos procesos son “causa” de la experiencia religiosa, cuando lo correcto sería afirmar que esos procesos cerebrales funcionan como mediadores de ciertas concomitantes biológicas que acompañan la experiencia mística pero que de ninguna manera pueden ser llamados “causa” de ésta, porque la “causa” será siempre Dios.
Fijémonos en el asunto de la inefabilidad. Decíamos que se trata de la imposibilidad de explicar con palabras, en un discurso lógico, lo propio de la experiencia mística. Esto ha sido reconocido por toda la  mística tradicional. Y se explica por el hecho de que al ser la experiencia mística, una experiencia de lo absoluto, no es posible conceptualizarla en un sistema lógico finito como el humano, a no ser indirectamente por medio de la poesía o de metáforas y analogías finamente construidas para tal propósito.
El doctor Rubia tiende a explicar la inefabilidad de la siguiente forma: dado que se ha visto que las regiones cerebrales relacionadas con las “experiencias” místicas son distintas de aquellas comúnmente asociadas con el habla, es explicable que esas experiencias sean de difícil verbalización.
Un sacerdote amigo me hizo caer en la cuenta de que aquí el error está en no distinguir entre verbalización y conceptualización. La inefabilidad de las experiencias místicas es inefabilidad por conceptualización y no por verbalización. Lo cual significa que la experiencia mística no es conceptualizable, susceptible de ser expresada en conceptos humanos, pues su “esencia” permanece de suyo en el nivel de lo absoluto. De forma tal que, siguiendo el equivocado razonamiento del doctor Rubia, aun suponiendo que la misma región del cerebro encargada del habla, fuera la encargada de las “experiencias” místicas, seguiría siendo imposible verbalizarla, pues las palabras que decimos o escribimos significan conceptos, y en ausencia de conceptos no significan nada.
Finalmente quisiéramos agregar que no es nuestro propósito restarle valor a los esfuerzos de los científicos. Sólo queremos dejar claro el equívoco que se oculta detrás de expresiones como “biología de la fe”, “conexión divina”, etc. o algunas que nos vienen del mundo angloparlante como “spiritual neuroscience”[ , (esta última si bien se mira oculta un sofisma gigante), o el título de un trabajo de  David Biello titulado  “Searching  for God in the Brain”. Estos científicos seguramente algo encontrarán, pero honestamente alguien debiera decirles que nunca será lo que están buscando.
Algunos científicos quisieran ver a Dios con su microscopio, no tanto para “verlo”, sino para probar finalmente que no es espiritual y trascendente al mundo.

martes, 2 de agosto de 2011

EL ESTUDIO "CIENTÍFICO" DE LA INTELIGENCIA

Quisiera hacer una reflexión general sobre el intento de estudiar “científicamente” la inteligencia humana.
Desde que la psicología decidió a finales del siglo XIX y comienzos del XX asumir el método positivo-experimental como camino de construcción de conocimiento, han sido casi innumerables los intentos  realizados por develar el misterio de la inteligencia humana. Desde los más radicalmente positivistas, pasando por una época “media” de ampliación de las variables que se tomaban en cuenta y de perfeccionamiento de la metodología estadística, hasta el momento presente en que predominan teorías de “compromiso” que apelan a la existencia de “múltiples” “inteligencias”, así como también propuestas originadas en el campo de la neurociencia que apelan al estudio de los procesos cerebrales para comprender procesos intelectuales.
Para el que estudia con algún detenimiento la historia de estos esfuerzos el panorama aparece siempre, por lo menos, como pintoresco. Más de un siglo de esfuerzo sostenido; mucho dinero invertido en “investigación”; vidas enteras dedicadas a la búsqueda; cientos y quizá miles de libros escritos al respecto, ¿para qué? Para que finalmente, eso sí con cierta loable honestidad, tengan que reconocer que no sabemos, (o mejor dicho no saben) qué es la inteligencia.
¿Cómo es posible que tanto esfuerzo haya sido casi en vano? La respuesta es que el camino escogido desde el comienzo, por allá en los albores del XX, fue un camino equivocado. Queriendo los psicólogos de aquella época hacer patente su desvinculación de la filosofía, (creían que sólo esto graduaría a la psicología como “ciencia”), decidieron ignorar y olvidar todo el inmenso caudal de sabiduría que esta había acumulado a lo largo de siglos de paciente reflexión humana y quisieron, como Descartes, empezar desde cero, pues consideraron prejuiciosamente que todo lo edificado en el pasado carecía de valor y que eran ellos los llamados por la historia a finalmente descubrir la verdadera faz de la inteligencia humana.
Y ¿qué fue eso que los modernos innovadores decidieron preterir y cuyo olvido nubló inevitablemente toda posibilidad de comprensión del fenómeno estudiado? Sencillamente olvidaron que la inteligencia no es una realidad material; olvidaron que la inteligencia humana es una facultad inorgánica; olvidaron que los procesos propiamente intelectuales no son susceptibles de estudio “positivo”; confundieron la operatividad “inteligente” con la inteligencia misma; confundieron algunas manifestaciones observables con la profunda raíz de que son fruto; confundieron todo y actualmente no han comprendido nada.
Entonces ¿no es posible estudiar la inteligencia? Claro que sí es posible, siempre y cuando se entienda que lo que el método positivo puede captar no será nunca la inteligencia como facultad humana en su raíz íntima sino en todo caso algunas de sus manifestaciones o consecuencias observables. Si lo que desean es acercarse a la inteligencia deberán abandonar sus prejuicios cientificistas, y humildemente dirigir sus pasos hacia el hogar de la metafísica, de cuyos umbrales los apartó el orgullo positivista y un inexcusable sentimiento de inferioridad producido por los “éxitos” con que la física y otras ciencias deslumbraban al mundo por aquellos años.
Lo que ha pasado con el estudio de la inteligencia es muestra de cuánto daño puede causar un prejuicio a la ciencia. La psicología decidió hacerse “positiva” y con esta decisión se auto condenó a no comprender nada sobre un inmenso número de fenómenos cuya naturaleza impide su captación “experimental”.
Si lo desean sigan tratando de comprender en que consistió la inspiración y el talento de Shakespeare estudiando bajo el microscopio la composición química de la tinta utilizada por él en sus escritos. El único problema de este camino es que el microscopio nunca pondrá ante sus ojos otra cosa que “tinta”, y así, estarán siempre condenados al silencio.