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sábado, 30 de marzo de 2013

El liberalismo, por Jean Madiran


Los dos significados de la palabra “liberal”

Liberal, de la palabra latina liberalis, se dice de aquel que es generoso (capaz de “liberalidades”) y, más generalmente, de todo lo que es digno de una persona de condición libre, en oposición a la condición de esclavo. Liberales artes o doctrinae, las “artes liberales”, es la erudición. Este primer significado sobrevive más o menos en la expresión: las “profesiones liberales” (abogado, médico, arquitecto, escribano, etc.), es decir las que se ejercen más libremente que las profesiones asalariadas. La liberalidad es ya sea tener la disposición a dar generosamente, ya sea el don mismo hecho con generosidad. Ser liberal, en el sentido que emplean esta palabra Bossuet, Moliere y La Fontaine, es lo contrario de ser mezquino o avaro.

Este primer significado no hace ninguna referencia a una doctrina política o moral particular.

El segundo significado es ideológico. El liberal es entonces un partidario del liberalismo, doctrina a la vez económica, moral, política, religiosa, que hace de la libertad el principio director (supremo o inclusive único) de la vida individual o colectiva.

Ideología a la vez filosófica y religiosa, política y moral, económica y social, el liberalismo encuentra resumida su expresión más definitiva en el himno que una jerarquía masónica hacía cantar en 1984 a las organizaciones católicas en el momento de las manifestaciones por la libertad escolar: “Libertad, creo que tú eres la única verdad.”

El primer error del liberalismo

Haciendo de la libertad el principio supremo o único de la organización política y social, el liberalismo comete el error de no reconocer su justo lugar a otros principios, iguales o superiores: entre otros el principio nacional, enaltecido por el nacionalismo, ya que ubica el bien común nacional por encima de los intereses particulares.

El segundo error del liberalismo

Pero, además, la libertad de la cual el liberalismo hace su principio supremo no es cualquier libertad abstracta o concreta. Es una cierta libertad: la entendida en un sentido muy determinado, aquel de la “declaración de los derechos del hombre” de 1789.

Los derechos del hombre

Los sostenedores del liberalismo unánimes reconocen que “los derechos del hombre son el problema fundamental del mundo de hoy”. Ellos dejan 1793 para la “izquierda marxista” y reclaman la de 1789 como si fuera “la propiedad de los liberales” y su “herencia”.

No digo que apruebe que los liberales invoquen continuamente los “derechos del hombre” en general, más que hablar a unos y a otros de sus deberes recíprocos, pero puedo comprenderlo de parte de los parlamentarios que imaginan dirigirse a sus futuros electores.

Sin embargo, existen otras “declaraciones de derechos” que aquélla de 1789. Existe la “declaración universal de los derechos del hombre” hecha por la ONU en 1948. Por su origen y por su destino es mucho más “universal” precisamente y, en cierta manera, más oficial que la de 1789. Por otra parte y algo diferente mencionamos los derechos de la familia, que con frecuencia los católicos invocan cuando desean mostrar que también ellos pueden hablar de los “derechos del hombre”, señalando, en la necesidad, que es menos criticable. Y primeramente estaba la declaración americana de 1776, que en varios de sus artículos no era mucho mejor que la francesa de 1789, pero tenía al menos sobre ella la ventaja de invocar a Dios y de fundar los derechos del hombre sobre la voluntad divina mas bien que sobre el arbitrio humano.

Teóricamente existe pues un cierto margen de elección. Entre estas diversas declaraciones de los derechos los liberales tienen la costumbre de apoyarse en la que es más discutible y, en todo caso ciertamente, la más masónica: la de 1789.

El plan masónico

La “declaración de los derechos del hombre” y la “del ciudadano” del 26 de agosto de 1789 figura en el preámbulo de la primera constitución francesa, que fue la del 3 de setiembre de 1791.

La constitución de 1791 no es, en resumen, más que la primera constitución política de Francia. Otra constitución la precedió, consecuencia aún más directa, más próxima, a la declaración de los derechos de 1789, fue una constitución religiosa: la “constitución civil del clero” del 12 de julio de 1790.

Pues si la masónica declaración de los derechos de 1789 era dirigida contra el “Antiguo Régimen” en general, estaba más dirigida contra el Antiguo Régimen religioso que contra el Antiguo Régimen politico; más contra la Iglesia que contra la monarquía, y es por eso que la constitución política de 1791 define entonces a Francia como un “reino”, declara que el “gobierno es monárquico” y que es ejercido por “el rey”; y que el “trono se delega hereditariamente al linaje reinante de varón a varón, por orden de primogenitura”. Pero más de un año antes, la constitución religiosa de 1790 había jurídicamente desintegrado la Iglesia católica de Francia.

Este plan masónico contra la Iglesia fue de tal manera prioritario que fue puesto en práctica por la Asamblea constituyente desde el 20 de agosto de 1789, es decir antes mismo que fuera terminada la declaración de los derechos del hombre. Era la primera urgencia. Así, la cronologia muestra ya que el “liberalismo” de 1789, del cual hacen referencia nuestros liberales, era esencialmente anticatólico.

La declaración de los derechos de 1789 contenía sin duda la condenación de un cierto número de abusos efectivamente condenables y unánimemente reprobados. Pero contiene también la formación doctrinal del plan anticatólico de la francmasonería, por una nueva definición de lo que debe ser la libertad y de lo que es necesario rechazar como arbitrario; en adelante toda autoridad que no proceda expresamente de la voluntad general manifestada por el sufragio universal debe ser considerada como una autoridad arbitraría, siendo un intolerable ataque a la libertad. Es lo resultante de los artículos 3 y 6 y que, por otra parte, confirmaría la declaración universal de la ONU de 1948.

Proclamando que las únicas autoridades legítimas son aquellas que emanan expresamente de la voluntad general, los redactores de la declaración de 1789 pueden no haberse dado cuenta de que abolían así la autoridad del hombre sobre la mujer en el matrimonio, la de los padres sobre los hijos, la del maestro sobre los alumnos y así sucesivamente. Esto vendrá; la lógica del demonio seguirá su curso anárquico en el siglo XIX y sobre todo en el siglo XX. Pero la francmasonería, inspiradora y promotora de la declaración, sabía bien que así ponía fuera de la ley, como contrarios a los derechos del hombre, toda idea de una ley divina superior a la conciencia humana y toda autoridad espirítua1 de la Iglesia Católica. En consecuencia, desde 1790 fue decretado que los obispos, en adelante, serían elegidos por el colegio deparmental de los electores ordinarios, incluidos los electores no católicos o incrédulos.

La declaración masónica de 1789 estaba, pues, dirigida contra la religión católica. Michelet tuvo toda la razón al designar1a como “el credo de la nueva edad”: es decir, destinada a tomar el lugar de Yo creo en Dios. La libertad de 1789 es la de “ni Dios, ni señor”. En adelante, la única moral, la única religión eventualmente admisible es aquella de la cual cada conciencia, en su creatividad soberana, se forja una idea subjetiva, válida solamente para ella misma. Se le designa también a esto “antidogmatismo”.

Un ideal característico

La pregunta que se plantea a propósito de los liberales no es la de su dependencia, de alguna manera administrativa, a una obediencia masónica. No es que esta pregunta no tenga importancia, mas, ¿cómo saberlo? La dependencia puede ser secreta y públicamente negada. Es la diferencia con una dependencia religiosa. Un católico no está de ningún modo obligado por su religión a manifestar que es miembro del Touring Club de Francia o de la Asociación Guillaume Budé, que aprueba a los amigos de Robert Brasillach, o al Socorro de Francia: pero jamás tiene el derecho, aunque debiese dar su vida, de disimular que es católico. Al contrario, parece que la ética masónica reconoce el derecho, eventualmente el deber de los francmasones, de disimular que lo son. Por otra parte, hay personas que se vuelven francmasones para tener mayor éxito en su carrera financiera, administrativa o política, sin comprometer sus convicciones. Sin duda ellos subestiman el hecho de que la solidaridad masónica pueda llevarlos mucho más lejos de lo que piensan.

Que tal o cual liberal sea miembro de una logia y que lo sea con una intención más que con otra no lo sé y no tengo ningún modo de saberlo con certeza. Pero los liberales son los predicadores y los apóstoles del liberalismo masónico de 1789, cuyo segundo centenario se aprestan fervorosamente a celebrar. Por su ideal de referencia y por su doctrina así invocada son francmasones.

Una reivindicación limitada

¿Se necesita precisarlo? Analizando la naturaleza masónica del liberalismo francés no persigo de ninguna manera el plan inquisitorial, y que sería utópico en la V República tal como está constituida, de prohibir a los francmasones participar en la vida pública. Mi plan es mucho más modesto; mucho más limitado; pero es “democráticamente” legítimo: es que pudiéramos ser representados, nosotros que no tenemos relación con la francmasonería, por personas que no sean francmasones de hecho o de corazón. Los liberales no son forzosamente francmasones de hecho; son francmasones de corazón y por eso su corazón nos es exactamente revelado por los discursos sobre la declaración de los derechos de 1789. A medida que se aprende a conocer un poco mejor lo medular de los partidos políticos, de la representación parlamentaria, de la prensa, se advierte que los francmasones han sabido perfectamente establecerse en las formaciones y en los diarios con vocación de servirles. Pero también en los otros. En todos los otros o en casi todos.

Mi plan, a este respecto, modesto y limitado, siempre fue crear, favorecer, ampliar un espacio de libertad social y política donde los franceses de tradición nacional y católica pudiesen reconocerse, informarse, instruirse, concertarse, sin ser acompañados e influenciados por aquellos, concientes o no, más o menos afiliados secretamente a la francmasonería o intelectualmente anexados a su ideal antidogmático.

JEAN MADIRAN


jueves, 28 de marzo de 2013

La democracia como religión



La frontera del mal

Fue Aldous Huxley, en su fábula futurista “Un mundo feliz”, quien sugirió que lo que llamamos un axioma —es decir, una proposición que nos parece evidente por sí misma y que por tal la aceptamos— se pue­de crear para un individuo y para un ambiente determinados median­te la repetición, millones de veces, de una misma afirmación. Para este efecto —la génesis artificial de axiomas y de dogmas— proponía la utilización, durante el sueño, de un mecanismo repetitivo que hablase sin interrupción a nuestro subconsciente, capaz, durante horas, de re­cibir y asimilar cualquier mensaje.

Este designio está, hoy, al cabo de medio siglo, muy cerca de la realidad, aunque sea a través de técnicas no exactamente iguales, co­mo lo ha subrayado el propio Huxley en su “Retorno al mundo feliz”.

La realización más importante en este sentido a través de métodos de saturación mental por los mass-media ha sido, en nuestra época, el establecimiento a escala universal del dogma-axioma de la democra­cia. De esta noción —en su sentido individualista y mayoritario— se ha logrado hacer la piedra angular de la mentalidad contemporánea. Es decir, de lo que Kendall y Wilhelsenn han llamado la «ortodoxia pú­blica» de nuestro tiempo. Esta expresión significaba para estos auto­res, el conjunto de bases conceptuales o de fe en que se asienta toda sociedad histórica, elementos que son, a la vez, ideas-fuerza para sus miembros y puntos de referencia para entenderse en un mismo len­guaje y convenir, en último extremo, en unos cuantos axiomas y dog­mas que sólo los marginados o extravagantes exigirían fundamentar.

La consolidación del dogma de la democracia y de su axiomática ha sido, por supuesto, obra de muchos años, pero es ahora cuando co­noce su vigencia universal. Ya, a fines de los años veinte, se daba por supuesto, en el lenguaje político español, que, a través de la dictadura del General Primo de Rivera, era obligado «volver a la normalidad cons­titucional (o democrática»). Hoy se supone para el mundo todo, desde la Europa más culta hasta la selva africana, que sólo unas elecciones «libres» (de sufragio universal) pueden justificar un gobierno ortodo­xo. Cualquier otro gobierno recibirá el calificativo de «dictadura» y se llamará a cruzadas contra él, previa su denuncia universal, como violador de los «derechos humanos», que constituyen la apelación últi­ma que en otro tiempo se situaba en el juicio de Dios Uno y Trino. (Existen, por supuesto, determinadas tolerancias o concesiones en gra­cia a la perfección universal del cuadro: el mundo soviético o sovietizado y múltiples sultanatos árabes prescinden de toda consulta a la «opinión pública» y les basta con auto-titularse «populares» o «democráticos» para gozar de una suficiente inmunidad.)

No es preciso recordar que la constelación de principios que for­man la ortodoxia democrática está muy lejos de la evidencia de los axiomas. Más aún, pienso que llegará un tiempo en el que los hom­bres se asombrarán de que la gobernación de los pueblos —y la edu­cación en su seno de los hombres— haya estado confiada al sistema de opinión y mayoría. Algunos de estos principios son del calibre epis­temológico que puede verse en las siguientes enunciaciones:

•  El poder nace de la Voluntad General y no reconoce otro origen o título.
•  La Voluntad General se identifica con la opinión pública en un momento dado.
•  El voto de todos los ciudadanos tiene el mismo valor.
•  El contenido de esa opinión se expresa en los nombres de los candidatos y de los partidos y en los slogans electorales.
•  Los partidos y sus mass-media son los artífices de esa opinión.

De donde, como corolario obligado: las técnicas de publicidad y de influencia subliminal (el condicionamiento de reflejos, en suma) será lo que gobierne a los pueblos.

Sin embargo, esta serie de enormidades que constituyen la «orto­doxia pública» de la democracia ha sido admitida incluso por la Iglesia oficial de nuestros días. Así, cuando en España —o en cualquier otra democracia— sucede que troupes teatrales representan espectáculos sacrílegos o blasfematorios con subvención oficial, los prelados, en su mayoría, nada dicen, porque su intervención podría interpretarse «co­mo una coacción a la libertad de expresión ciudadana». Y los que protestan no lo hacen en el nombre y por el honor de Dios, sino por­que «tales espectáculos ofenden a una mayoría católica del pueblo es­pañol».  Es decir, en nombre de la Democracia y para su defensa.

Así, también, cuando las organizaciones tituladas católicas protes­tan contra la laicización de la enseñanza oficial y contra las leyes confiscatorias (o disuasorias) de la enseñanza privada religiosa, no lo ha­cen ya en razón de que la educación en país católico debe ser católica para todos (con las excepciones debidas a los declaradamente arreligiosos o de otras religiones). Se limitan a defender unos escaños con­fesionales dentro de la gran democracia que formamos («nuestra de­mocracia» les oímos decir); esto es, defender el derecho de los grupos católicos que lo deseen a poseer escuelas confesionales.
Hasta tal punto ha penetrado el espíritu de la democracia liberal en la mentalidad de hoy y en su «ortodoxia pública» que el declararse no-demócrata o contrario a la democracia resuena en los oídos como en otro tiempo la apostasía expresa o la blasfemia. Muchos católicos que rehusarían el calificativo de socialista, o de divorcista, o de abor­tista —que, incluso, luchan contra estas ideas— no ven inconveniente alguno en declararse demócratas o liberales, y militar en partidos bajo estas denominaciones.

Sin embargo, una vez admitida la Voluntad General como fuente única de la ley y del poder —y negada toda otra instancia inmutable de religión con el más allá—, ¿qué lógica podrá oponerse a la socialización de los bienes o de la enseñanza, a la ruptura del vínculo matri­monial, a las prácticas abortistas o la eutanasia, si tales designios o supuestos derechos figuran en el programa del partido mayoritario? La democracia moderna, con su aspecto equívoco y aceptable es, en rea­lidad, la llave y la puerta para todas esas aberraciones y las que les seguirán.

Y es que, en el campo de los males, como en el de los bienes o va­lores, existe una jerarquización que podemos establecer sin más que recurrir, por vía de negación, a las Tablas de la Ley. Así, podemos ver que la socialización de los bienes o de la enseñanza se opone al séptimo mandamiento (no hurtar) y ataca directamente a la familia, institu­ción de origen divino; el divorcio se opone a esa misma institución y, generalmente, al noveno mandamiento (no desear la mujer del próji­mo); el aborto y la eutanasia atentan contra el quinto mandamiento (no matar)...

Pero la raíz misma de la democracia moderna se opone al primero y principal de esos mandamientos, aquel al que se reducen los demás: «amarás al Señor, tu Dios, por encima de todas las cosas». Propugnar la laicización de la sociedad (negarle un fundamento religioso) y de­rivar la ley de la sola convención humana equivale a cortar los lazos de la convivencia humana respecto de Dios, a negar la religión (o re­ligación del hombre con su Creador). Las transgresiones de aquellos otros mandamientos pueden, en casos, ser pecados de debilidad: sólo la trasgresión de éste es pecado de apostasía.

De aquí el martirio aceptado sin vacilación por los primeros cris­tianos en la Roma imperial. Ellos disfrutaban en su tiempo de una situación de «libertad religiosa»; es decir, no eran condenados por prac­ticar su culto. Un status parecido al que otorga la democracia moder­na a las confesiones religiosas, aunque con distinto fundamento. Los romanos admitían en su politeísmo a todos los cultos y divinidades. No hubieran tenido inconveniente en admitir al Dios cristiano entre las divinidades del Capitolio y autorizar libremente el culto cristiano. Pero con la condición para los cristianos de reconocer, al menos táci­tamente, el politeísmo y de adorar al Emperador como símbolo y ga­rante de la religiosidad oficial. Y aquellos cristianos que se mostraban en lo demás como buenos ciudadanos, preferían el suplicio y las fieras del circo antes de renegar de la unicidad topoderosa del verdadero Dios.

Situación semejante es la de los católicos dentro de un país de Cristiandad ante la aceptación voluntaria de la democracia moderna. Con el agravante de que aquí el status de libertad no se apoya en una distinta concepción de la religión, sino en una negación de ésta, de toda religión, que pasa a considerarse como asunto privado u opinión. No es ya una religión falsa, sino un antropocentrismo o culto al Hom­bre. Hoy no hay que reconocer como dios al emperador sino a la Cons­titución. Ciertamente que en la democracia no se exige de modo tan rotundo ese reconocimiento bajo forma de adoración, y el caso se presta a interpretaciones o «arreglos de conciencia». Pero para quien esa aceptación no sea obligada ni formularia, sino acto voluntario a través de la adhesión al sistema o a un partido, el caso es objetiva­mente más grave que para los cristianos de Roma.

Tales reconocimientos se oponen también a las dos primeras pe­ticiones que formulamos en el Padrenuestro, la oración que el propio Cristo nos enseñó: «santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu Reino». El demócrata liberal las sustituye implícita (o explícitamen­te) por «eliminado sea tu Nombre; venga a nosotros la secularización, el reino del Hombre». Y se oponen, en fin, a las dos últimas enseñan­zas que Jesucristo Nuestro Señor nos dejó en su vida mortal antes de ser conducido al suplicio: cuando ante la autoridad civil (Pilato) y ante la religiosa (Caifás) afirma la Verdad y la autoridad de origen divino.

La democracia liberal se presenta así, bajo su verdadera luz, co­mo la frontera del mal; aquella línea de demarcación que, traspasa­da, nos sitúa fuera de «los que pertenecen a la Verdad»; es decir, en el reino de los que, por aclamación popular, obtuvieron la muerte de Cristo. El reino en que no se habla ya de verdad ni de autoridad, sino de opinión y de pueblo. En el que los creyentes en El sólo pedirán unos escaños en el seno del pluralismo laicista para vivir tranquilamente su fe sobre una apostasía inmanente.

Pero acontece que la negación de Dios acarrea como corolario ine­vitable la negación del hombre: ¿Qué podrá construirse en la ciudad humana sobre la arena movediza de la opinión y del sufragio? ¿Qué dejará tras de sí la sociedad democrática en la que el hombre sólo se sirve a sí mismo? Eliminado de raíz el Fin Supremo y la re-ligación con El, ¿cuánto durarán los fines subordinados y una vida que no con­duzca al marasmo del hastío y de los vicios acumulados? Es ya la so­ciedad que tenemos ante nosotros, eminentemente en los países más desarrollados económicamente: la sociedad en la que sobran los medios de vida, pero falta una razón para vivir.

«Los pueblos, las civilizaciones —se ha dicho—- son como unos ex­traños navíos que hunden sus anclas en el Cielo, en la Eternidad». La democracia liberal está consumando la ruina de nuestra civilización y, por contagio, de toda otra civilización. Porque la civilización cristiana (o clásico-cristiana) no ha sido sustituida por otra, sino por una anti­civilización o una disociación que, si pervive, es a costa de los restos difusos de aquella cultura originaria, de aquel —hoy combatidísimo— orden de las almas.

Se evidencia así que ninguna concepción del orden político puede resultar más letal o aniquiladora para la comunidad humana que la democracia moderna o «sociedad abierta» (open society). Postular una sociedad sin fe y sin principios, sin normas estables, neutra, carente de puntos de referencia, dependiente sólo de la opinión pública y de la utilidad del mayor número, es como abrogar la disciplina de un navío, olvidar su nimbo y el orden de las estrellas, abandonarla a la deriva. ¿A dónde se dirigirá tal navío? ¿En qué lenguaje se entende­rá su tripulación? ¿Cómo capeará las tempestades? ¿Qué justificará su misma unidad y su existencia?

Cuando, por ejemplo, el Presidente de la República francesa —o de cualquier otra democracia moderna— apela al heroísmo de la Legión para resolver un conflicto armado grave, ¿en nombre de qué lo hace? ¿Con qué derecho? Si nada existe fuera del interés de los ciuda­danos y de la opinión mayoritaria, ¿cómo exigir a hombres jóvenes que entreguen todo lo que poseen, su vida? Sólo por un recurso inmoral a normas, creencias y valores permanente, que la propia democracia niega, podrá recurrir a tales medios de coerción y de supervivencia.

Cabría una objeción en nombre de la universalidad de la razón. Si toda sociedad histórica, para su simple existencia y perduración, precisa tener su asiento en una fe y en un fervor colectivos, en unas no­ciones de lo que es sagrado y es recto, de lo que es el deber y el sentido del sacrificio, ¿supondrá esto que cada civilización es impenetrable in­telectual y emocionalmente para quienes no forman parte de su tradi­ción o de su herencia? ¿Habrá de asentirse al dictado de Spengler, de Toynbee y de determinados estructuralistas para quienes las culturas son sistemas cerrados, cuyo sentido es inmanente a un sistema intrans­ferible de puntos de referencia?

Nada autoriza tal conclusión. La razón es una instancia capaz de penetrar todo lo que es puramente humano e, incluso, dentro de cier­tos límites, el orden mismo del ser. La civilización occidental de origen cristiano —nuestra civilización histórica— ha sido la encargada de de­mostrar en la práctica esta capacidad de la razón. Su fe —nuestra fe— se ha predicado ya en todos los ámbitos de la tierra y ha arrai­gado, en mayor o menor grado, en las civilizaciones más dispares. Su ciencia, su técnica, sus categorías mentales y sus imágenes de compor­tamiento —básicamente racionales, anti-míticas— se han extendido a todo el mundo, penetrándolo en buena parte. Sea como cultura super­puesta, sea como injerto cultural, puede hoy decirse que una sola cul­tura —la occidental— es la cultura común del planeta.

Sin embargo, y paradójicamente, esta planetarización de una cul­tura racional sólo pudo realizarse a través de una civilización determi­nada —la occidental—, civilización que, como todas, nació de una fe —de un anclaje en la eternidad—, y se edificó sobre unas normas y unos valores morales. Y ello porque, en sentencia filosófica, operari sequitur esse, el obrar sigue al ser: no se expande una civilización sin antes ser, existir. Y si sólo en este caso ha sido posible el efecto de una difusión en cierto modo universal fue, precisamente, porque tal civilización se apoyó, originariamente en la Religión Verdadera.

En la renuncia a esos orígenes se encuentra la raíz última de la crisis en que se debate la sociedad occidental. Crisis no circunstancial sino degenerativa, extendida en forma de rebelión generalizada, y, por vía de contagio, a otras civilizaciones, incluso a la propia naturaleza invadida y contaminada. La expresión de esa renuncia a todo anclaje sobrenatural es la democracia liberal; más aún, que renuncia, nega­ción de toda trascendencia, erección de la sociedad del Hombre y para el Hombre.

Porque esa llamada «sociedad abierta» —la de los “Derechos hu­manos”— ignora el primero y principal de los derechos del hombre, que es el de buscar la verdad y servirla, el de fundamentar en ella su vida y el perdurable rumbo de su periplo terrenal.

Rafael Gambra, Revista Roma Nº 89, Agosto 1985.

(visto en http://statveritasblog.blogspot.com/2010/11/la-democracia-como-religion_04.html )

domingo, 24 de marzo de 2013

Sobre el estudio de Santo Tomás de Aquino




Doctoris Angelici

(Motu Proprio)

San Pío X

SOBRE EL ESTUDIO DE LA DOCTRINA DE
SANTO TOMÁS DE AQUINO

La filosofía escolástica, base de los estudios sagrados

   Ningún católico sincero puede poner en duda la siguiente afirmación del Doctor Angélico: Reglamentar el estudio compete, de modo particular, a la autoridad de la Sede Apostólica que gobierna a la Iglesia universal, y a ello provee por medio de un  plan general de estudios[i]. En varias ocasiones hemos cumplido con este magno deber de Nuestro oficio, principalmente cuando en nuestra carta Sacrorum antistitum, del 1 de septiembre de 1910, nos dirigíamos a todos los Obispos y a los Superiores de las Ordenes Religiosas, que tienen el deber de atender a la educación de los seminaristas, y les advertíamos: «Por lo que se refiere a los estudios, queremos y mandamos taxativamente que como fundamento de los estudios sagrados se ponga la filosofía escolástica... Es importante notar que, al prescribir que se siga la filosofía escolástica, Nos referimos principalmente a la que enseñó Santo Tomás de Aquino: todo lo que Nuestro Predecesor decretó acerca de la misma, queremos que siga en vigor y, por si fuera necesario, lo repetimos y lo confirmamos, y mandamos que se observe estrictamente por todos. Los Obispos deberán, en el caso de que esto se hubiese descuidado en los Seminarios, urgir y exigir que de ahora en adelante se observe. Igual mandamos a los Superiores de las Ordenes Religiosas».

Nos referimos a los principios de Santo Tomás

   Como habíamos dicho que había que seguir principalmente la filosofía de Santo Tomás, y no dijimos únicamente, algunos creyeron cumplir con Nuestro deseo, o al menos creyeron no ir contra este deseo Nuestro, enseñando la filosofía de cualquiera de los Doctores escolásticos, aunque fuera opuesta a los principios de Santo Tomás. Pero se equivocan plenamente. Está claro que, al establecer como principal guía de la filosofía escolástica a Santo Tomás, nos referimos de modo especial a sus principios, en los que esa filosofía se apoya. No se puede admitir la opinión de algunos ya antiguos, según la cual es indiferente, para la verdad de la Fe, lo que cada cual piense sobre las cosas creadas, con tal que la idea que tenga de Dios sea correcta, ya que un conocimiento erróneo acerca de la naturaleza de las cosas lleva aun falso conocimiento de Dios; por eso se deben conservar santa e invioladamente los principios filosóficos establecidos por Santo Tomás, a partir de los cuales se aprende la ciencia de las cosas creadas de manera congruente con la Fe[ii], se refutan los errores de cualquier época, se puede distinguir con certeza lo que sólo a Dios pertenece y no se puede atribuir a nadie más[iii], se ilustra con toda claridad tanto la diversidad como la analogía que existen entre Dios y sus obras. El Concilio Lateranense IV expresaba así esta diversidad y esta analogía: «mientras más semejanza se afirme entre el Creador y la criatura, más se ha de afirmar la desemejanza»[iv].

Estos principios son como el fundamento de toda ciencia

   Por lo demás, hablando en general, estos principios de Santo Tomás no encierran otra cosa más que lo que ya habían descubierto los más importantes filósofos y Doctores de la Iglesia, meditando y argumentando sobre el conocimiento humano, sobre la naturaleza de Dios y de las cosas, sobre el orden moral y la consecución del fin último. Con un ingenio casi angélico, desarrolló y acrecentó toda esta cantidad de sabiduría recibida de los que le habían precedido, la empleó para presentar la doctrina sagrada a la mente humana, para ilustrarla y para darle firmeza[v]; por eso, la sana razón no puede dejar de tenerla en cuenta, y la Religión no puede consentir que se la menosprecie. Tanto más cuanto que si la verdad católica se ve privada de la valiosa ayuda que le prestan estos principios, no podrá ser defendido buscando, en vano, elementos en esa otra filosofía que comparte, o al menos no rechaza los principios en que se apoyan el Materialismo, el Monismo, elPanteismo, el Socialismo y las diversas clases de Modernismo. Los puntos más importantes de la filosofía de Santo Tomás, no deben ser considerados como algo opinable, que se pueda discutir, sino que son como los fundamentos en los que se asienta toda la ciencia de lo natural y de lo divino. Si se rechazan estos fundamentos o se los pervierte, se seguirá necesariamente que quienes estudian las ciencias sagradas ni siquiera podrán captar el significado de las palabras con las que el magisterio de la Iglesia expone los dogmas revelados por Dios.

   Por esto quisimos advertir a quienes se dedican a enseñar la filosofía y la sagrada teología, que si se apartan de las huellas de Santo Tomás, principalmente en cuestiones de metafísica, no será sin graves daños.

Este es Nuestro pensamiento:

   Pero ahora decimos, además, que no sólo no siguen a Santo Tomás, sino que se apartan totalmente de este Santo Doctor quienes interpretan torcidamente o contradicen los más importantes principios y afirmaciones de su filosofía. Si alguna vez Nos o Nuestros antecesores hemos aprobado con particulares alabanzas la doctrina de un autor o de un Santo, si además hemos aconsejado que se divulgue y se defienda esta doctrina, es porque se ha comprobado que está de acuerdo con los principios de Santo Tomás o que no los contradice en absoluto.

   Hemos creído Nuestro deber Apostólico consignar y mandar todo esto, para que en asunto de tanta importancia, todas las personas que pertenecen tanto al Clero regular como secular consideren seriamente cuál es Nuestro pensamiento y para que lo lleven a la práctica con decisión y diligencia. Pondrán en esto un particular empeño los profesores de filosofía cristiana y de sagrada teología, que deben tener siempre presente que no se les ha dado la facultad de enseñar para que expongan a sus alumnos las opiniones personales que tengan acerca de su asignatura, sino para que expongan las doctrinas plenamente aprobadas por la Iglesia. 

   Concretamente, en lo que se refiere a la sagrada teología, es Nuestro deseo que su estudio se lleve a cabo siempre a la luz de la filosofía que hemos citado; en los Seminarios, con profesores competentes, se podrán utilizar libros de autores que expongan de manera resumida las doctrinas tomadas de Santo Tomás; estos libros, cuando están bien hechos, resultan muy útiles.

Utilizar el texto de la «Summa Theologica»

   Pero cuando se trate de estudiar más profundamente esta disciplina, como se debe hacer en las Universidades, en los Ateneos y en todos los Seminarios e Institutos que tienen la facultad de conferir grados académicos, es absolutamente necesario -según se ha hecho siempre y nunca se ha debido dejar de hacer- que las clases se expliquen con la propia Summa Theologica: los comentarios a este libro harán que se comprendan con mayor facilidad y que reciban mejor luz los decretos y los documentos que la Iglesia docente publica. Ningún Concilio celebrado posteriormente a la santa muerte de este Doctor, ha dejado de utilizar su doctrina. La experiencia de tantos siglos pone de manifiesto la verdad de lo que afirmaba Nuestro Predecesor Juan XXII: «(Santo Tomás) dio más luz a la Iglesia que todos los demás Doctores: con sus libros un hombre aprovecha más en un año, que con la doctrina de otros en toda su vida»[vi]. San Pío V volvió a afirmar esto mismo al declarar Doctor de la Iglesia universal a Santo Tomás en el día de su fiesta: «La providencia de Dios omnipotente ha querido que, desde que el Doctor Angélico fue incluido en el elenco de los Santos, por medio de la seguridad y la verdad de su doctrina se hicieran desaparecer desarticuladas y confundidas muchas de las herejías que surgieron, como se ha podido comprobar ya de antiguo y, recientemente, en el Concilio de Trento; por eso establecemos que su recuerdo sea venerado con mayor agradecimiento y piedad que hasta ahora, pues por sus méritos la tierra entera se ve continuamente libre de errores deletéreos»[vii].Y, por hacer referencia a otras alabanzas, entre otras muchas, que le han dedicado Nuestros Predecesores, traemos a colación gustosamente las de Benedicto XIV, llenas de encomio para todos los escritos de Santo Tomás, particularmente para la Summa Theologica: «Muchos Romanos Pontífices, predecesores Nuestros, honraron su doctrina (la de Santo Tomás), como hemos hecho Nos mismo en los diferentes libros que hemos escrito, después de estudiar y asimilar con ahínco la doctrina del Doctor Angélico, y siempre Nos hemos adherido gustosamente a ella, confesando con toda sencillez que si hay algo bueno en esos libros, no se debe de ningún modo a Nos, sino que se ha de atribuir al Maestro»[viii].
   
Así, pues «para que la genuina e íntegra doctrina de Santo Tomás florezca en la enseñanza, en lo cual tenemos gran empeño» y para que desparezca «la manera de enseñar que tiene como punto de apoyo la autoridad y el capricho de cada maestro» y que, por eso mismo, «tiene un fundamento inestable, que da origen a opiniones diversas y contradictorias... no sin grave daño para la ciencia cristiana»[ix], queremos, mandamos y preceptuamos que quienes acceden a la enseñanza de la sagrada teología en las Universidades, Liceos, Colegios, Seminarios, Institutos, que por indulto apostólico tengan la facultad de conferir grados académicos, utilicen como texto para sus lecciones la Summa Theologica de Santo Tomás, y que expongan las lecciones en lengua latina; y deberán llevar acabo esta tarea poniendo interés en que los oyentes se aficionen a este estudio.

   Esto ya se hace en muchos Institutos, y es de alabar; también fue deseo de los Fundadores de las Ordenes Religiosas que en sus casas de formación así se hiciera, con la decidida aprobación de Nuestros Predecesores; y los hombres santos posteriores a Santo Tomás de Aquino no tuvieron otro supremo maestro en la doctrina sino a Tomás. De esta forma, y no de otra, no sólo se conseguirá restituir a la teología su primigenia categoría, sino que también a las demás disciplinas sagradas se les otorgará la importancia que cada una tiene y todas ellas reverdecerán.

Medidas disciplinares

   Por todo ello, en lo sucesivo, no se concederá a ningún Instituto la facultad de conferir grados académicos en sagrada teología, si no se cumple fielmente lo que en esta carta hemos prescrito. Los Institutos o Facultades, las Ordenes y Congregaciones Religiosas, que ya tienen legítimamente esta facultad de otorgar grados académicos u otros títulos en teología, aunque sólo sea dentro de la propia institución, serán privados de esa facultad o la perderán si, en el plazo de tres años, no se acomodasen escrupulosamente a estas prescripciones Nuestras, aun cuando no puedan cumplir con ello sin ninguna culpa por su parte.

   Establecemos todo esto, sin que nada obste en contrario.

   Dado en Roma, cerca de San Pedro, el día 29 de junio de 1914, año undécimo de Nuestro Pontificado
PIO PAPA X


martes, 19 de marzo de 2013

Poema: Elogio de la vida sencilla.




                        

                     ELOGIO DE LA VIDA SENCILLA








Vida inquieta, frenesí
de la ambición desmedida...
¡Qué mal comprende la vida
el que la comprende así!

la vida es soplo de hielo
que va marchitando flores;
no la riegues con sudores
ni la labres con desvelo;

la vida no lo merece:
que esa ambición desmedida
es planta que no florece
en los huertos de la vida.

Necio es quien lucha y se afana
de su porvenir en pos:
gana hoy pan y deja a Dios
el cuidado de mañana.

Vida serena y sencilla,
yo quiero abrazarme a ti,
que eres la sola semilla
que nos da flores aquí.


Conciencia tranquila y sana
es el tesoro que quiero;
nada pido y nada espero
para el día de mañana.

Y así, si me da ese día
algo, aunque poco quizás,
siempre me parece más
de lo que yo le pedía.

Ni voy de la gloria en pos,
ni torpe ambición me afana,
y al nacer cada mañana
tan sólo le pido a Dios

casa limpia en que albergar,
pan tierno para comer,
un libro para leer
y un Cristo para rezar;

que el que se esfuerza y se agita
nada encuentra que le llene,
y el que menos necesita
tiene más que el que más tiene.

Quiero gozar cuanto pueda,
y, con acierto y medida,
gastar moneda a moneda
el tesoro de mi vida;

mas no quiero ser jamás
como el que amontona el oro
y no goza del tesoro
por acrecentarlo más.

Quiero gozar sin pasión,
esperar sin ansiedad,
sufrir con resignación,
morir con tranquilidad;

que, al llegar mi postrer día,
quiero pensar y decir:
"Viví como viviría
si ahora volviera a vivir.

Viví como un peregrino,
que, olvidando los dolores,
pasó cogiendo las flores
de los lados del camino;

cantando he dejado atrás
la vida que recorrí;
pedí poco y tuve más
de lo poco que pedí;

que si nadie me envidió
en el mundo necio y loco,
en ese mundo tampoco
he envidiado a nadie yo".

Tras los honores no voy;
la vida es una tirana,
que llena de honores hoy
al que deshonra mañana.

No quiero honores de nombres;
vivo sin ambicionar,
que ese es honor que los hombres
no me lo pueden quitar.

He resuelto despreciar
toda ambición desmedida
y no pedirle a la vida
lo que no me puede dar.

He resuelto no correr
tras un bien que no me calma;
llevo un tesoro en el alma
que no lo quiero perder,

y lo guardo porque espero
que he de morir confiado
en que se lo llevo entero
al Señor, que me lo ha dado.


José María Pemán

sábado, 16 de marzo de 2013

¡ Nuestra Señora !

¡Oh Virgen santísima! Oíd nuestras súplicas: distribuidnos los dones de vuestras riquezas: hacednos participantes de la abundancia de gracias de que estáis llena. El Arcángel os saluda, y os llama  llena de gracia; todas las naciones os aclaman bienaventurada; todas las celestiales jerarquías os bendicen. Y nosotros desterrados en este valle de lágrimas, también acudimos a Vos, exclamando: Salve, llena de gracia, el Señor está con Vos; rogad por nosotros, Madre de Dios, Reina piadosa y augusta Soberana nuestra. Amén.


jueves, 14 de marzo de 2013

¡ Oremus !


Oremus pro pontifice nostro Francisco
Dominus conservet eum,
et vivificet eum,
et beatum faciat eum in terra,
et non tradat eum
in animam inimicorum eius.

martes, 12 de marzo de 2013

¡ Una gran alegría !



Es una verdadera alegría que el blog San Miguel Arcangel esté de nuevo en estas trincheras, nuestro amigo Javier Acosta retoma labores en su valioso blog; recomiendo a los lectores de este blog visitarlo y aprovechar los tesoros que en él puedan encontrar.

viernes, 8 de marzo de 2013

Profesión de fe

 
La siguiente es la profesión de fe realizada por el Santo Padre en la segunda sesión del Concilio Vaticano I, el 6 de enero de 1870, debiera convertirse en texto de meditación y oración de todo fiel católico:
 
 
Yo, Pío (pon tu nombre amable lector) , obispo (hijo) de la Iglesia Católica, con fe firme creo y profeso cada uno de los artículos contenidos en la profesión de fe que la Santa Iglesia Romana utiliza, a saber: Creo en un Dios Padre todopoderoso, creador de cielo y tierra, de todo lo visible y lo invisible. Y en un Señor Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios. Nacido del Padre antes de todas las edades. Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero. Engendrado no creado, consubstancial al Padre: por quien todas las cosas fueron hechas. Quien por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió del cielo. Se encarnó por el Espíritu Santo en la Virgen María: y se hizo hombre. Fue crucificado también por nosotros, padeció bajo Poncio Pilato y fue sepultado. Al tercer día resucitó de acuerdo a las Escrituras. Ascendió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre. Él vendrá de nuevo con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin. Y en el Espíritu Santo, señor y dador de vida, quien procede del Padre y del Hijo. Quien junto con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado: quien habló por los profetas. Y en una Santa, Católica y Apostólica Iglesia. Confieso un bautismo para la remisión delos pecados. Y espero la resurrección de los muertos. Y la vida del mundo futuro. Amén.
 
Acepto y abrazo firmemente las tradiciones apostólicas y eclesiales, así como todas las demás observancias y constituciones de la misma Iglesia.
 
Del mismo modo acepto la Sagrada Escritura de acuerdo con aquel sentido que la Santa Madre Iglesia sostuvo y sostiene, ya que es su derecho el juzgar sobre el verdadero sentido e interpretación de las Sagradas Escrituras; no las recibiré e interpretaré sino de acuerdo con el consentimiento unánime de los padres.
 
Profeso también que hay siete sacramentos de la nueva ley, verdadera y adecuadamente conocidos, instituidos por nuestro Señor Jesucristo y necesarios para la salvación, aunque cada persona no necesita recibirlos todos.
 
Ellos son: bautismo, confirmación, la Eucaristía, penitencia, última unción, orden y matrimonio; y ellos confieren gracia. De estos, bautismo, confirmación y orden no pueden ser repetidos sin cometer sacrilegio.
 
Asimismo recibo y acepto los ritos de la Iglesia Católica que han sido recibidos y aprobados en la solemne administración de todos los sacramentos mencionados.
 
Abrazo y acepto todo y cada una de las partes de lo que fue definido y declarado por el santo Concilio de Trento acerca del pecado original y la justificación.
 
Asimismo profeso que en la misa es ofrecido a Dios un verdadero, apropiado y propiciatorio sacrificio por los vivos y muertos; y que en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre, junto con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo; y que allí tiene lugar la conversión de toda la substancia del pan en su cuerpo, y de toda la substancia del vino en su sangre, y esta conversión la Iglesia Católica llama transubstanciación.
 
Confieso que bajo ambas especies solas, Cristo todo y completo y el verdadero sacramento son recibidos.
 
Sostengo firmemente que existe el purgatorio, y que las almas detenidas allí son ayudadas por los sufragios de los fieles.
 
Asimismo, que los santos reinantes con Cristo deben recibir honor y plegarias, y que ellos ofrecen plegarias a Dios en nuestro beneficio, y que sus reliquias deben ser veneradas.
 
Resueltamente afirmo que las imágenes de Cristo y la siempre Virgen Madre de Dios, y asimismo aquellas de otros santos, deben ser cuidadas y conservadas, y que se les debe mostrar el honor y la reverencia debidas.
 
Afirmo que el poder de las indulgencias fue dejado por Cristo en la Iglesia, y que su uso es eminentemente beneficioso para el pueblo cristiano.
 
Reconozco a la Santa, Católica, Apostólica y Romana Iglesia, madre y maestra de todas las Iglesias.
 
Asimismo acepto indudablemente y profeso todas aquellas otras cosas que han sido transmitidas, definidas y declaradas por los sagrados cánones y concilios ecuménicos, especialmente el sagrado Trento; de la misma manera también condeno, rechazo y anatematizo cualquier cosa contraria, y cualquier herejía que ha sido condenada, rechazada y anatematizada por la Iglesia.
 
Esta verdadera fe católica, fuera de la cual nadie puede salvarse, que ahora libremente profeso y sinceramente sostengo, es la que resueltamente he de mantener y confesar, con la ayuda de Dios, en toda su integridad y pureza hasta mi último aliento, y haré todo lo que pueda para asegurar que los demás hagan lo mismo. Esto es lo que yo, el mismo Pío (pon tu nombre amable lector), prometo, voto y juro. De esta manera me ayuden Dios y sus santos evangelios.