miércoles, 31 de marzo de 2021

Amor de Jesús al padecer por nosotros (san Alfonso María de Ligorio)

 

El tiempo que sigue a la venida de Jesucristo no es un tiempo de temor, sino de amor, como predijo el profeta Ezequiel: Tu tiempo es tiempos de amantes; porque se ha visto a un Dios morir por nosotros. Cristo nos ha amado y se ha entregado a sí mismo por nosotros, dijo también San Pablo. En la antigua ley, antes que el Verbo hubiese tomado humana carne, podía el hombre en cierto modo dudar si Dios le amaba con un amor tierno y compasivo; pero después de haberle visto morir por nosotros, cubierto de oprobios y desangrado sobre un infame madero, no podemos ya dudar de que nos ama verdaderamente con ternura. ¿Y quién puede comprender el exceso de amor del Hijo de Dios al querer pagar él mismo la pena de nuestros pecados? Sin embargo, esto es de fe: "Verdaderamente, dice Isaías, Él tomó sobre sí nuestras dolencias, y cargó con nuestras penalidades: ha sido herido por nuestras iniquidades". Todo ha sido obra del gran amor que nos tiene, pues para lavar las inmundicias se dejó Él desangrar y con su sangre nos preparó un baño de salvación.


¡Oh misericordia infinita! ¡Oh amor infinito de un Dios! ¡Oh Redentor mío! Demasiado me habéis obligado a que os ame, y demasiado ingrato sería yo, si no os amase con todo mi corazón. ¡Oh Jesús mío! Os he despreciado porque he vivido hasta ahora olvidado de vuestro amor; pero Vos no os habéis olvidado de mí, me habéis seguido y buscado. Os he ofendido y Vos tantas veces me habéis perdonado. He vuelto a ofenderos, y Vos a perdonarme. Señor, por aquel entrañable afecto con que me amasteis sobre la cruz, atadme ahora estrechamente con las dulces cadenas de vuestro amor, y unidme tanto a Vos que no pueda volver a separarme. Os amo ¡oh sumo Bien! y quiero siempre amaros.


Lo que más nos debe inflamar en el amor de Jesús no es tanto la muerte, dolores e ignominias sufridas por nosotros, cuanto el fin por el cual ha querido padecer tantas y tan graves penas, que fue para manifestarnos su amor y cautivar nuestros corazones. No era absolutamente necesario para salvarnos que Jesús padeciese tanto y muriese por nosotros; bastaba sin duda alguna que derramase una sola gota de sangre, bastaba una sola lágrima suya para nuestra salvación, porque esa gota de sangre, y esa lágrima, siendo de un Hombre-Dios era bastante para salvar no uno solo sino mil mundos si los hubiese: mas Él ha querido derramar toda su sangre, ha querido perder toda su vida en un piélago de dolores y de desprecios, para revelarnos el grande amor que nos tiene y para obligarnos a amarle. El amor de Cristo, dice San Pablo (nótese que no dice la pasión, ni la muerte, sino el amor de Jesús), nos obliga a amarle.


¡Oh Señor! ¿Y qué somos nosotros para que hayáis querido comprar nuestro amor a un precio tan exorbitante? ¡Oh Jesús mío! Vos habéis muerto por nosotros, para que todos viviésemos únicamente por Vos y por vuestro amor. Mas, Señor, si Vos sois tan amable; si habéis padecido tanto para que os amen los hombres, ¿cómo tan pocos son los que os corresponden con amor? Veo que casi todos se ocupan, unos en amar las riquezas, otros los honores, otros los placeres, otros a los parientes y amigos, y otros a cualquiera otra cosa terrenal. Pero los que os aman de veras, a Vos, que sois el solo digno de amor, ¡qué pocos son, Dios mío, qué pocos! Sin embargo uno de éstos quiero ser yo, que hasta ahora os he ofendido amando como otros el lodo de la tierra, pues no son otra cosa las criaturas. Sí, os amo, Jesús mío, sobre todos los bienes: es verdad que me obligan a amaros las penas que habéis sufrido por mí: mas lo que mayormente a Vos me rinde es el amor que me habéis manifestado padeciendo tanto para que os ame. Sí, Señor mío amabilísimo; si Vos por amor os habéis dado todo a mí, yo por amor me doy todo a Vos; si Vos habéis muerto por mi amor, yo por vuestro amor desde ahora acepto la muerte que me tenéis destinada. Recibidme en el número de vuestros amantes, y ayudadme con vuestra gracia a que os ame dignamente.


No hay medio más capaz de encender en nosotros la llama del divino amor que la consideración de la Pasión de Jesucristo. San Buenaventura dice que las llagas de Jesús, por ser llagas de amor, son flechas que hieren los corazones más duros e insensibles, y llamas que inflaman las almas más heladas. Un alma que crea y piensa en la Pasión del Señor, es imposible que le ofenda y que no lo ame, o más bien que no llegue a volverse santamente loca de amor, viendo a un Dios, que es la misma sabiduría, como fuera de sí por nuestro amor. Así es que los gentiles, como lo refiere el Apóstol, al oír predicar la Pasión de Jesús crucificado, la tenían por locura. Pues ¿cómo es posible, decían ellos, que un Dios omnipotente y felicísimo en sí, haya querido morir por estas criaturas?


¡Oh Dios con tanto exceso amante de los hombres! ¿Cómo es posible, os diremos también nosotros que creemos firmemente este misterio, cómo es posible que una bondad tan grande y un amor tan excesivo sean tan mal correspondidos? Se dice comúnmente que amor se paga con amor: mas el vuestro, Dios mío, ¿con qué amor podría pagarse? Necesario sería que otro Dios muriese por Vos, para compensar el amor que nos habéis manifestado muriendo por nosotros. ¡Oh Cruz! ¡Oh llagas! ¡Oh muerte de mi Jesús! ¡Poderosas sois para obligarme a amarle! ¡Oh Dios eterno e infinitamente amable! Os amo y quiero vivir solamente por Vos y para daros gusto; decidme, Señor, lo que queréis de mí, pues todo lo quiero hacer con vuestra gracia. María, esperanza mía, rogad al Señor por mí.


(Tomado de "Verdades eternas")

martes, 30 de marzo de 2021

Sobre la eternidad de las penas del infierno (san Alfonso María de Ligorio)

 

Sobre la eternidad de las penas

 

Considera cómo el infierno no tiene fin, se padecen todas las penas, y todas son eternas. De modo que pasarán cien años de aquellas penas, pasarán mil, y el infierno estará como si entonces empezara; pasarán cien mil, y cien, millones de años y de siglos, y el infierno seguirá lo mismo que el primer día. Si un ángel ahora llevara a uno de aquellos condenados la noticia de que Dios quería sacarle del infierno, después de tantos millones de siglos cuantas son las gotas de agua, las hojas de los árboles y los granitos de arena del mar y de la tierra, tú, al oírlo, te espantarías, mas es indudable que aquél haría por tal anuncio más fiesta que tú al saber que habías sido hecho Monarca de un gran reino. Sí: porque, "es ver dad, diría el condenado, que han de pasar tantos siglos, mas ha de concluir". Pero pasarán todos estos siglos, y el infierno será como si principiara de nuevo, se multiplicarán tantas veces cuantas son las arenas, las gotas y las hojas, y el infierno estará en su principio. Cualquier condenado se contentaría de que Dios le alargase la pena todo el tiempo que quisiera, con tal que por último tuviera término; mas este término no lo tendrá nunca. Pudiera al menos engañarse el infeliz condenado, y lisonjearse con decir: "Quizá Dios algún día tendrá piedad de mí y me sacará del infierno"; pero no, porque él tiene siempre delante de sus ojos escrita la sentencia de su condenación eterna, y dirá: "Todas estas penas que sufro ahora, este fuego y esta amargura, estos aullidos, no se han de acabar para mí jamás, y durarán siempre". ¡Oh siempre! ¡Oh jamás! ¡Oh eternidad! ¡Oh infierno! ¿Cómo es posible que los hombres te crean, y pequen, y vivan en pecado?

 

Hermano mío, ten cuidado, piensa que está abierto para ti el infierno si pecas; ya está encendida debajo de tus pies aquella horrenda hoguera y ahora mismo que esto lees ¡ay, cuántas almas están cayendo en ella! Considera que si una vez llegas allí no saldrás más: y si alguna vez has merecido el infierno, da a Dios las gracias porque no te ha dejado caer en él, y luego remedia el mal que has hecho en cuanto te sea posible; llora tus pecados, toma los medios oportunos para salvarte, confiésate con frecuencia, lee éste u otro libro espiritual todos los días, acredita tu devoción a María Santísima con el rosario diario, con el ayuno los sábados: resiste a las tentaciones llamando repetidas veces a Jesús y María: huye de las ocasiones pecaminosas; y si además Dios te llamare a dejar el mundo hazlo pronto. Todo lo que se haga para evitar una eternidad de penas, como para asegurar una eternidad de gozos, es poco, es nada. ¿No ves cuántos solitarios, para librarse del infierno, han ido a encerrarse en profundas cuevas y desiertos? Y tú, ¿qué haces, después de haber tantas y tantas veces merecido el infierno? ¿Qué dices? ¿No ves que es inminente tu condenación?

Conviértete a Dios y dile: "Señor, heme aquí dispuesto a hacer todo lo quisiereis de mí". María Madre mía, ayudadme.



(Tomado de "Verdades eternas")

lunes, 29 de marzo de 2021

Meditación sobre el infierno (san Alfonso María de Ligorio)

 

Considera cómo el infierno es una infelicísima prisión llena de fuego. En aquel fuego están sumergidos los condenados, teniendo un abismo de fuego, por encima, alrededor y por debajo. Fuego en los ojos, fuego en la boca, fuego por todo el cuerpo. Todos los sentidos, tienen su propia pena: los ojos atormentados por el humo, por las tinieblas y por la vista de los otros condenados y de los demonios. Los oídos escuchan de noche y día continuos alaridos, llantos y blasfemias. El olfato está atormentado por el hedor de aquellos innumerables cuerpos putrefactos. El gusto por ardentísima sed y hambre canina, sin poder alcanzar nunca una gota de agua, o una migaja de pan. Por lo cual aquellos infelices encarcelados, abrasados por la sed, devorados por el fuego, afligidos por los tormentos, lloran, se desesperan, más no hay ni habrá quien los alivie y consuele. ¡Oh infierno, infierno! no te quieren creer algunos hasta que caen dentro. ¿Qué dices tú que lees esto? Si ahora te llegara la muerte, ¿a dónde irías? Tú que no puedes sufrir la impresión de una chispa sobre la mano, ¿podrás estar en un lago de fuego que te abrasase por toda la eternidad?

 

Considera después la pena que tendrán las potencias del alma. La memoria será atormentada por el remordimiento de la conciencia; este remordimiento es como un gusano que sin cesar roerá al condenado, pensando que está perdido por su propia elección y por unos placeres envenenados. ¡Ay! ¿Qué le parecerán entonces aquellos momentos de gusto, después de mil millones de años en el infierno? Este gusano le recordará el tiempo que Dios le dio para enmendarse, los medios que le proporcionó para salvarse, los buenos ejemplos de los compañeros, los propósitos hechos y no cumplidos. Entonces verá que ya no le queda remedio para evitar su ruina eterna. ¡Oh Dios! ¡Qué doble infierno será éste! La voluntad, siempre contrariada, jamás alcanzará nada de lo que desea, y siempre tendrá lo que aborrece, es decir los tormentos. El entendimiento conocerá el gran bien que ha perdido, que es Dios y el cielo. ¡Oh Dios mío! ¡Oh Padre Eterno! Perdonadme por amor de Jesucristo.

 

Pecador, tú que ahora desprecias la pérdida de la gloria y de Dios, conocerás tu ceguedad cuando veas a los bienaventurados triunfar y gozar en el reino de los cielos, y que tú, como perro hediondo, serás excluido de aquella patria bienaventurada y de la presencia de Dios, de la compañía de María Santísima, de los Ángeles y de los Santos. Entonces, desesperado, dirás: ¡Oh Paraíso de eternos contentos! ¡Oh Dios, oh bien infinito, no eres, ni jamás serás mío! Haz penitencia, antes que a ti también te falte el tiempo, conságrate a Dios, empieza a amarle de veras: ruega a Jesucristo, ruega a María Santísima que tenga piedad de ti.


(Tomado de "Verdades eternas")

domingo, 28 de marzo de 2021

El juicio del alma ante Dios (san Alfonso María de Ligorio)

 

Considera cómo luego que el alma haya salido del cuerpo será presentada al divino tribunal. El Juez es un Dios Todopoderoso ultrajado por ti y sumamente airado: los acusadores son los demonios, tus enemigos; el proceso, tus propios pecados; la sentencia, inapelable; la pena, el infierno. Ya no hay compañero, ni parientes ni amigos; entre Dios y tú ha de discutirse la causa, entonces descubrirás la fealdad de tus pecados, y no podrás disculparte, como lo haces ahora. Serás examinado sobre tus culpas de pensamiento, palabra, complacencia, obra, omisión y escándalo: todo se ha de pesar en la balanza de la justicia, y en cualquier cosa que te hallares falto, estarás perdido. Jesús mío y Juez mío, perdonadme antes de que lleguéis a juzgarme.

 

Considera cómo la Divina Justicia juzgará a todas las gentes en el valle de Josafat, cuando, acabado el mundo, resuciten los cuerpos para recibir con las almas el premio o la pena según sus obras. Considera que, si te condenas, volverás a tomar este mismo cuerpo que ha de servir de eterna prisión a tu desdichada alma. En aquel encuentro se maldecirán mutuamente el alma y el cuerpo, de modo que así como ahora se ponen de acuerdo para buscar placeres vedados, se juntarán entonces para ser verdugos el uno del otro. Por el contrario, si te salvas, tu cuerpo resucitará hermoso, impasible y resplandeciente, y en el alma y cuerpo serás hecho digno de la vida bienaventurada. Así pasa la escena de este mundo, desaparecerán entonces las grandezas, los placeres, las pompas de esta tierra, y solo quedarán las dos eternidades, una de gloria, otra de pena; una dichosa, otra infeliz; una de goces, otra de tormentos. Desdichado entonces el que haya amado al mundo y por los miserables gustos de esta vida lo haya perdido todo: alma, cuerpo, bienaventuranza y Dios.

 

Considera la sentencia eterna: Cristo juez se volverá contra los réprobos y les dirá: "Ingratos, todo se acabó para vosotros; ya ha llegado mi hora, hora de verdad y de justicia, hora de ira y de venganza; habéis amado la maldición, venga ésta sobre vosotros, y seáis malditos en el tiempo y en la eternidad. Apartaos de mi presencia; id, privados de todo bien, cargados de toda pena, al fuego eterno". Después Jesús se volverá a los escogidos, y dirá: "Venid, vosotros, a poseer el reino de los cielos que os está preparado; venid, no a llevar la cruz en pos de mí, sino a participar de mi corona; venid a heredar mis riquezas compañeros de mi gloria; venid a alabar para siempre mis misericordias; venid del destierro a la patria, de las miserias al gozo, de las lágrimas al consuelo, de las penas al eterno descanso".

 

¡Oh Jesús mío, espero ser también yo uno de estos afortunados, bendecidme ahora y bendecidme Vos también, oh dulce Madre mía María!



(Tomado de "Verdades eternas")

 

sábado, 27 de marzo de 2021

Meditación sobre la muerte (san Alfonso María de Ligorio)

 

Considera que ha de acabarse esta vida: la sentencia es irrevocable: has de morir. Cierta es la muerte; pero no se sabe cuándo llegará. ¿Qué se necesita para morir? Un ataque apoplético, una vena que se rompa en el pecho, una sofocación de catarro, un vómito de sangre, un animalillo venenoso que te pique, un dolor de costado, una llaga, una inundación, un terremoto, un rayo, bastan para quitarte la vida. Vendrá la muerte a acometerte cuando menos pensares en morir. ¡Cuántos se acostaron sanos y amanecieron difuntos! ¡Y qué! ¿No podrá sucederte a ti lo mismo? ¡Tantos que no pensaban en morir han muerto repentinamente! Y si se hallaban en pecado, ¿dónde estarán por toda la eternidad? Mas sea lo que quiera, es cierto que llegará un tiempo en que para ti ha de anochecer y no amanecer, o amanecer y no anochecer. - "Vendré a escondidas, como el ladrón", dice Jesucristo. Te lo avisa con tiempo este Señor, porque desea tu salvación. Corresponde pues, a tu Dios; aprovéchate del aviso, disponte a bien morir antes que llegue la muerte, porque aquél no es tiempo de preparación. Es cierto que has de morir; ha de concluirse para ti la escena de este mundo, y no sabes cuándo. ¿Quién sabe si será dentro de este año o dentro de un mes, o si mañana estarás vivo? Perdóname ¡oh Jesús mío!

 

Considera cómo tú, en la hora de la muerte te hallarás tendido sobre una cama asistido por un sacerdote, rodeado de parientes que llorarán, con el Crucifijo cerca de ti, con la candela bendita en la mano, ya próximo a pasar a la eternidad. Tendrás la cabeza dolorida, los ojos oscurecidos, árida la lengua, cerradas las fauces, el pecho oprimido, la sangre helada, el corazón afligido. Dejarás al morir todos tus haberes, y pobre y desnudo te echarán a podrir en la sepultura; allí los gusanos roerán tus carnes, y no quedará de ti más que los huesos descarnados, y un poco de polvo hediondo y asqueroso. Abre una sepultura y mira a qué se ha reducido aquel rico, aquel avariento, aquella mujer vana. Así se acaba la vida. En la hora de la muerte te verás rodeado de demonios que te mostrarán todos los pecados cometidos desde la niñez. Ahora el demonio para inducirte a pecar, te encubre o disminuye la culpa, haciéndote creer que no es un gran mal aquella vanidad, aquel placer, aquella relación, aquel odio, y que no hay mal fin en aquella conversación; pero la muerte descubrirá la gravedad de tu pecado, y a la luz de la eternidad conocerás cuan grave mal ha sido el haber ofendido a un Dios infinito. Remédialo, pues, ahora que puedes hacerlo, porque entonces no habrá tiempo oportuno. Dios mío, iluminadme.

 

Considera cómo la muerte es un momento del que pende la eternidad: el hombre que se acerca al término de su mortal carrera está asimismo cerca de una de las dos eternidades y su suerte se decide al exhalar su último suspiro, pues inmediatamente después de ella se halla el alma, o salva o condenada para siempre. ¡Oh momento! ¡Oh eternidad! Una eternidad, de gloria o de penas; una eternidad siempre feliz o siempre desdichada; de todo bien o de todo mal; de la bienaventuranza o del infierno. Es decir, que si en aquel momento te salvas, no tendrás más desdicha y si te condenas, estarás para siempre afligido y desesperado. En la muerte conocerás lo que quiere decir gloria, infierno, pecado mortal; Dios ofendido, ley de Dios despreciada, culpas calladas en la confesión, restitución omitida. ¡Ay de mí! dirá el moribundo; de aquí a pocos momentos me he de presentar a mi Dios, ¿y quién sabe la sentencia que me ha de tocar? ¿A dónde iré? ¿Al cielo, o al infierno? ¿A gozar con los ángeles, o a arder con los condenados? ¿Seré hijo de Dios o esclavo de los demonios? ¡Ay de mí! Dentro de poco lo sabré. ¡Quiera Dios que el saberlo no me cause un eterno duelo! ¡Ay! Dentro de pocas horas, de pocos momentos, ¿qué será de mí? ¿Qué será de mí si no llego a reparar aquel escándalo, a restituir aquellos intereses o aquella fama, a perdonar de corazón a mi enemigo, a confesarme bien? Entonces detestarás mil veces el día en que pecaste, la venganza que tomaste, el deleite de que disfrutaste, pero demasiado tarde y sin fruto, porque lo harás más bien por temor del castigo que por amor de Dios.

 

¡Ah Señor, he aquí que desde este momento me convierto a Vos! no quiero esperar a que llegue la muerte; desde ahora os amo y os abrazo, y quiero morir abrazado con Vos. Madre mía María, concededme morir bajo vuestro amparo y ayudadme en aquel momento.


(Tomado de "Verdades eternas")

viernes, 26 de marzo de 2021

El pecado mortal (san Alfonso María de Ligorio)

Considera como tú, siendo creado para amar a Dios, con infernal ingratitud te has rebelado contra Él, le has tratado como a enemigo, y has despreciado su gracia y su amistad. Sabías que le dabas un gran disgusto con aquel pecado, y sin embargo lo has cometido. El que peca, ¿qué hace? Vuelve a Dios las espaldas, le pierde el respeto, levanta la mano para ultrajarle, y aflige su divino corazón. El que peca con las obras dice a Dios: "Aléjate de mí, no quiero obedecerte, no quiero servirte, no quiero reconocerte por mi Señor, ni tenerte por mi Dios; mi Dios es aquel placer, aquel interés, aquella venganza." De este modo has hablado en tu corazón cuando has preferido la criatura al Creador. Santa María Magdalena de Pazzis no llegaba a comprender cómo un cristiano pueda advertidamente cometer un pecado mortal. Y tú que esto lees, ¿qué dices? ¿Cuántos pecados has cometido? ¡Ah, Dios mío! perdonadme y tened piedad de mí. Yo os he ofendido a Vos, bondad infinita, mas ahora aborrezco los pecados, os amo y me arrepiento de haberos ofendido, siendo como sois digno de un amor infinito.

 

Considera cómo Dios te decía cuando tú pecabas: "Hijo, yo, que soy tu Dios, que te crié de la nada, y te compré con mi sangre, te prohibo este pecado, so pena de incurrir en mi desgracia". Mas tú, pecando, le dijiste: "Señor, yo quiero hacer mi gusto, y no me importa desagradaros y perder vuestra gracia". ¡Ah Dios mío! - Y esto ¡cuántas veces lo he dicho yo! ¿Cómo me habéis sufrido? ¡Ojalá me hubiese muerto antes de ofenderos! Ya no quiero disgustaros más, ya quiero amaros. ¡Oh bondad infinita! Dadme la perseverancia, dadme vuestro santo amor.

 

Considera cómo Dios, según sus inescrutables decretos, no tolera en todos igual número de pecados, sino en unos más, en otros menos, y una vez llena la medida, echa mano de terribles castigos en verdad. ¡Y cuántas veces sucede que llega la muerte tan de improviso, que no le queda al pecador tiempo de prepararse para aquel trance! ¡Cuántas veces llega la muerte en el acto mismo del pecado! ¡Cuántos de los que por la noche se fueron a acostar sanos y robustos, se hallaron por la mañana fríos cadáveres!

 

¡Cuántos, a fuerza de repetir pecados, se han endurecido y cegado de tal modo que, teniendo todos los medios para disponerse a una muerte evidente, no los aprovechan y mueren impenitentes! Mientras vive el pecador, puede convertirse, si quiere, con el auxilio de Dios; mas ordinariamente los pecados le dejan tan obstinado que no se resuelve a hacerlo, ni aún en la hora de la muerte: de este modo muchos se han condenado. Teme que lo mismo te suceda a ti. No merece misericordia el que abusa de la bondad de Dios para ofenderle. Después de tantos y tan graves pecados como Dios te ha perdonado, sobrado motivo tienes para temer que a otro pecado mortal que cometieres no te perdone ya. Dale gracias por haberte esperado hasta ahora y toma en este momento una firme resolución de sufrir la muerte antes que volver a cometer otro pecado.

 

Señor, basta lo que os he ofendido; la vida que me queda no la quiero emplear ya en ofenderos, pues no es esto lo que Vos merecéis; quiero emplearla solamente en amaros y en llorar las ofensas que os he hecho; me arrepiento, Jesús mío, de todo mi corazón. María, Madre mía, ayudadme.


(Tomado de "Verdades eternas")


jueves, 25 de marzo de 2021

Importancia de buscar la salvación (san Alfonso María de Ligorio)

Considera, hombre, lo que te importa el conseguir tu gran fin: te importa más que todo, pues, si lo consigues, te salvarás y serás para siempre dichoso, mas si lo malogras, perderás alma y cuerpo, bienaventuranza y Dios, y serás para siempre condenado. Luego, este es el negocio de todos los negocios, el solo importante, el solo necesario, servir a Dios y salvar el alma. Por lo tanto, cristiano, no has de decir ya: quiero divertirme y satisfacer mis gustos, después me consagraré a Dios y espero salvarme. Esta esperanza falaz ha enviado al infierno a muchos que decían lo mismo, y ahora están condenados sin remedio. ¿Quién de los condenados ha querido en vida condenarse? Ninguno: es que Dios maldice al que peca con la esperanza del perdón: Maldito el hombre que peca con la esperanza. Dices: "Quiero cometer este pecado y en seguida me confesaré de él". Pero ¿quién te asegura que tendrás tiempo después? ¿Quién te ha dicho que no morirás repentinamente después del pecado? Es lo cierto que pecando te privas de la divina gracia, pero ¿estás seguro de que volverás a recuperarla?

 

Dios usa de su misericordia con los que le temen, y no con los que le desprecian. Ni has de decir que lo mismo es confesar dos que tres pecados, no; porque pudiera ser que Dios te quisiera perdonar dos y no tres. Dios sufre, pero no sufre siempre. Cuidado, hermano, con lo que ahora lees; deja la mala vida y conságrate al servicio de Dios; teme que sea éste el último aviso que Dios te envía: basta lo que le has ofendido: basta lo que te ha sufrido: teme que otro nuevo pecado mortal no te sea perdonado. Mira que se trata del alma, que se trata de la eternidad. Este mismo pensamiento ha hecho resolver a muchos a encerrarse en los claustros y a vivir en los desiertos y en las cuevas. ¡Ay de mí, que me hallo por tantos pecados con el corazón afligido, con el alma oprimida, habiendo perdido a Dios y mereciendo el infierno!

 

Considera cómo este negocio es por desgracia, el más descuidado: en todo se piensa menos en salvarse. Para todo hay tiempo menos para Dios. Si se dice a un hombre mundano que frecuente los Sacramentos, que haga siquiera media hora de oración mental cada día, contesta: "Tengo hijos, tengo familia, tengo intereses, tengo otros quehaceres." ¡Oh loco! Y qué, ¿no tienes alma? ¿Y crees que tus hijos y tus parientes te podrán ayudar en la hora de tu muerte, y sacarte del infierno, si te condenas? Deja de lisonjearte pensando poder conciliar cosas tan opuestas, Dios y el mundo, salvación y pecados. El salvarse no es un negocio que se ha de tratar a la ligera y superficialmente; es preciso esforzarse, es preciso trabajar, es preciso violentarse si se quiere ganar la corona inmortal. ¡Cuántos cristianos se prometían, poder más tarde servir a Dios y de este modo salvarse y sin embargo ahora están en el infierno! ¡Qué locura pensar siempre en lo que ha de acabar pronto, y muy raras veces en lo que no tendrá término! ¡Ah, cristiano! Mira por ti mismo, piensa que dentro de poco has de dejar esta tierra y entrar en la eternidad. ¡Desdichado de ti si te condenas, pues no podrás jamás remediar tu desdicha!

 

Considera, cristiano, y di a ti mismo tengo un alma sola, y si ésta la pierdo, todo está perdido: tengo una sola alma, y si con perjuicio de ella gano todo el mundo, ¿de qué me sirve? Aunque llegue a conseguir gran reputación, si pierdo el alma ¿de qué me aprovecha? Aunque llegue a reunir muchas riquezas, aunque engrandezca la familia, si pierdo el alma, ¿esto qué vale? ¿De qué aprovecharon las riquezas, los placeres, las vanidades a tantos que vivieron en el mundo, y ahora son polvo y ceniza en una sepultura, y sus almas están condenadas en el infierno? Pues si el alma es mía, si es una sola y si perdiéndola una vez la pierdo para siempre ¿no he de pensar seriamente en salvarme? Este es un asunto que importa mucho: se trata de ser siempre feliz, o siempre desdichado. Dios mío, confieso mi vanidad y me confundo en considerar que hasta aquí he vivido como ciego, me he alejado tanto de Vos, y no he pensado en salvar esta mi única alma. Salvadme ¡oh Padre Eterno! por amor de Jesucristo: María, esperanza mía, salvadme con vuestra intercesión.


(Tomado de "Verdades eternas")

miércoles, 24 de marzo de 2021

El fin del hombre (san Alfonso María de Ligorio)

Fuimos creados para amar a Dios. Considera, alma mía, cómo el ser que tienes te lo ha dado Dios, creándote a su imagen y semejanza, sin ningún mérito tuyo. Después te ha adoptado por hijo suyo en el Santo Bautismo, y te ha amado más que como padre; y todo lo ha hecho con el fin de que tú le ames y sirvas en esta vida, para después gozarle en la gloria. De modo que no has nacido, ni has de vivir para gozar aquí, ni para hacerte rico y poderoso, ni para comer, beber y dormir, como los brutos animales, sino solamente para amar a Dios y conseguir de este modo tu salvación. Las cosas creadas te las ha dado el Señor, para que te ayuden a conseguir este tu gran fin. ¡Ah, desdichado de mí, que en todo he pensado hasta ahora, menos en mi fin! Padre mío, por amor de Jesús, haced que yo empiece una vida nueva, arreglada y santa, y en todo conforme a vuestra divina voluntad.

 

Considera cómo en la hora de la muerte experimentarás grandes remordimientos si no te hubieres empleado en servir a Dios. ¡Qué tormento, si al fin de tus días llegares a conocer que de todas las grandezas, glorias y placeres; no te queda más que un puñado de moscas! ¡Te desesperarás al ver que por la vanidad, y por cosas tan viles, has perdido la gracia de Dios y el alma, sin poder deshacer el mal que está hecho, y sin tener tiempo para ponerte en buen camino! ¡Oh desesperación! ¡Oh tormento! Comprenderás entonces, cuánto vale el tiempo perdido, lo querrás comprar a cualquier precio; pero no podrás. ¡Oh día amargo, para quien no haya sabido servir y amar a Dios!

 

Considera cuánto se descuida generalmente este fin tan importante: se piensa en comer, en divertirse, en pasar alegremente los días, y no se sirve a Dios, ni se busca la salvación del alma, y el fin eterno se mira como cosa de poca o ninguna importancia. Y así la mayor parte de los cristianos, divirtiéndose, cantando y festejando, se van al infierno. ¡Oh, si ellos supieran lo que quiere decir infierno! ¡Oh hombre, haces tanto para condenarte, y nada para salvarte! Estando a la muerte uno que había sido secretario del rey de Inglaterra, exclamaba, llorando: "¡Oh miserable de mí, que he gastado tanto papel en escribir las cartas de mi príncipe y no he empleado siquiera un pliego para anotar mis pecados y hacer una buena confesión!" Felipe III, rey de España, decía al morir: "Ojalá nunca hubiera sido Rey". Mas ¿de qué sirven entonces estos suspiros y estos desengaños? Sirven para mayor desesperación. Aprende, pues, a vivir solícito de tu salvación, si no quieres caer en la desesperación. Lo que haces, dices y piensas fuera de Dios, todo es perdido. ¡Qué! ¿Quieres esperar el día de la muerte, para desengañarte cuando estés a las puertas de la eternidad y sobre el borde del infierno, y cuando no haya lugar para la enmienda?

 

Dios mío, perdonadme; yo os amo sobre todas las cosas, me pesa de haberos ofendido, me pesa de todo corazón. María, Madre mía, interceded por mí.


(Tomado de "Verdades eternas")

miércoles, 17 de marzo de 2021

La endeble “libertad” de la modernidad…y de la posmodernidad.

La época que siguió a la Edad Media, el llamado Renacimiento, fue un tiempo henchido de optimismo por el futuro. Los “intelectuales” del momento le decían a todos que gracias a la “liberación” de las cadenas de la supersticiosa y “oscura” Edad Media, venían para la humanidad, sin lugar a dudas, tiempos más libres y, por ende, más felices. Comenzaba su andadura la “libertad”, como nuevo paradigma en torno al cual debía organizarse todo, construirse todo. A tal punto que no podía quedar nada en la sociedad que no tuviera en su base, a manera de fundamento, una irrestricta veneración  por la libertad, concebida ahora como una especie de criterio absoluto, tribunal inapelable.

 

Lutero significó la “liberación” de una supuesta opresión de la iglesia romana; Descartes supuso lo propio en el terreno de la filosofía, inaugurando una nueva manera de hacer filosofía en la cual ya no gravitaba el sujeto alrededor de la realidad buscando conocerla, sino que la realidad permanecía como entre paréntesis, mientras el sujeto buscaba la manera de salir del calabozo de su conciencia cognoscitiva, única realidad a su alcance inmediato y de la cual no cabía duda alguna (la historia de la filosofía da cuenta de cuan infructuosos fueron los esfuerzos de quienes vinieron después de él, asumieron sus presupuestos e intentaron tender un puente entre la realidad y las ideas). Rousseau después, y junto con él todo el mal llamado “Siglo de las Luces”, representó el intento por reiniciar el entero orden socio-político, buscando, de nuevo, liberar a la sociedad de las cadenas de la opresión, esta vez de la opresión política, social. El liberalismo del XVIII, con su gran triunfo en la Revolución Francesa, puso todo ello en práctica y, decapitando la monarquía (literalmente) buscó, cómo no, liberar definitivamente a la sociedad de las cadenas de un sistema que veían como intrínsecamente perverso. Siempre al compás de las notas de una misma melodía, la “sacrosanta” libertad, a quien se le unieron ahora la igualdad y la fraternidad; tríada “santa” que en adelante sería la encargada de traer al mundo, por fin completamente liberado, una época dorada de felicidad, progreso, bienestar y un amplio etcétera.

 

La historia que siguió es de todos conocida. Vino la revolución industrial, con su estela inseparable de adelantos técnicos y atrasos morales, el marxismo, las dos guerras y por ningún lado aparecía en el horizonte esa época dorada de la cual tanto se había hablado desde el Renacimiento. Sin embargo algo estaba claro, esa época estaba por llegar (siempre está por llegar, siempre la pintan a la vuelta de la esquina, siempre es promesa) y solo llegaría en la medida en que la sociedad profundizara aún más, siempre más, en el “sagrado” fundamento: la libertad. ¿Qué vino? Mayo del 68, liberación sexual, “derechos” sexuales y reproductivos, aborto, y aquí también, un largo etcétera.

 

En una visión tan resumida de los acontecimientos se quedan por fuera innumerables consideraciones y se cae en esquematismos injustos, sin duda. Pero creemos que el núcleo de lo que queremos decir se sostiene: desde el Renacimiento, y pasando a través de las sucesivas “revoluciones”, el mundo ha buscado constituirse sobre el imperativo de la libertad, entendida como absoluta autonomía, en ausencia de todo criterio objetivo. De una u otra forma los grandes movimientos de pensamiento y las grandes transformaciones acaecidas desde entonces, se pueden interpretar como escalones en esa dirección.

 

¿Y qué tenemos en la posmodernidad (suponiendo que esa categoría sea válida)? Pues tenemos, entre otras cosas, la ideología de género, que es en pocas palabras el absurdo e inútil intento por liberar radicalmente a la persona de toda atadura, ya no solo de la religión, o de la teología, o de los regímenes monárquicos, o del capitalismo, o de la moral, sino liberarla incluso de sí misma, convertir a la persona humana en una masa informe, obediente solo al capricho…de la libertad creadora humana.

 

Pues bien, resulta que el año 2020 nos mostró con crudeza lo endeble que es esa libertad que tanto se ha buscado, esa libertad en cuyo altar se ha sacrificado tanto, a cuyo impulso se han derribado tronos, desechado creencias y combatido incluso la propia identidad.

 

Porque ante la amenaza, estadísticamente ínfima, de que un pequeño virus le enfermara y le causara la muerte, el hombre moderno entregó gustoso el que parecía ser su más precioso bien: su libertad. La entregó en manos de los gobiernos de turno, quienes no tuvieron inconveniente alguno en establecer y hacer obedecer las medidas más draconianas que se pudieran imaginar. No es necesario hacer aquí una enumeración de esas medidas puesto que son de todos conocidas y por todos han sido sufridas de una u otra forma.

 

El punto es el siguiente: se construyó la modernidad en torno a la búsqueda de la libertad como panacea…y ante la perspectiva de enfermar o morir se la entregó sin pestañear. Al parecer el hombre moderno, “liberado” por ese gigantesco proceso que resumimos arriba, no valoraba como se creía el “tesoro” de su “libertad”; o dicho tesoro en realidad no fue más que un ídolo con pies de barro, un espejismo sin substancia que sirvió solo de slogan propagandístico para justificar el derribo de tradiciones venerables. Porque uno se pregunta, ¿qué viene a ser en realidad esa libertad que con tanta facilidad se entrega? ¿Se puede decir que el moderno era verdaderamente libre? ¿Qué era en el fondo esa libertad a cuya consecución se consagró la humanidad por siglos, derribando todo a su paso? Preguntas que ameritan una sincera reflexión.



Leonardo Rodríguez Velasco

 

¡Salve Regina!

 


jueves, 11 de marzo de 2021

Vida espiritual (mons. Luís María Martínez)

PARADOJAS DIVINAS

 

Hay en la vida espiritual divinas paradojas que desconciertan no solamente a los mundanos, sino hasta a las almas piadosas cuando no están bien instruidas, sobre todo con esa instrucción del Espíritu Santo que nunca falta a las almas de buena voluntad, y de la que dice la Escritura: «Bienaventurado aquel a quien tú mismo instruyes y enseñas acerca de tu ley»

De una de esas paradojas, importantísima y fundamental por cierto, voy a hablar en este capítulo.

Que la vida espiritual sea una ascensión constante, es indudable, porque la perfección consiste en la unión con Dios, y Dios está por encima de todo lo creado. Para llegar a Dios, hay que subir; pero la paradoja que señalo consiste en que el secreto para subir es bajar.

San Agustín, con su estilo peculiar, expone así esta paradoja:

"Considerad, hermanos, este grande prodigio. Excelso es Dios: te elevas, y huye de ti; te humillas, y desciende a ti".

Lo mismo enseña San Juan de la Cruz, de manera pintoresca, en la portada de su libro Subida del monte Carmelo, de la que únicamente copio estos versillos:

Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada.

Y ¿cuál es el fundamento del prodigioso caminito enseñado a las almas en los tiempos modernos por Santa Teresa del Niño Jesús, sino una manera sencilla, dulce y profunda de bajar, para que el alma sea levantada por el divino elevador de los brazos mismos de Jesús?

Todo esto y mucho más que pudiera citarse no es sino el comentario de aquellas palabras de Jesús: "Todo el que se exalta será humillado, y el que se humilla será exaltado" 3 Lc 14, 11.

Clara y conocidísima es esta doctrina, pero constantemente olvidada en la práctica, no tan sólo por los obstáculos que ponen siempre las pasiones cuando se trata de vivir conforme a las santas doctrinas, sino porque las almas se desconciertan por esta divina paradoja aun en sus mismos juicios.

Hay, en efecto, la tendencia natural a juzgar las cosas divinas con el criterio humano; a eso atribuye Santo Tomás de Aquino nuestras desviaciones del bien, porque dice: el hombre «quiere medir las cosas divinas según las razones de las cosas sensibles».

Y esto explica la razón de estas paradojas y el frecuente desconcierto de las almas, aun conociendo la doctrina.

Este bajar para subir, que es el fondo de la humildad, parece natural y humano en sus primeras etapas, y así pudo decir Jules Lemaitre que: «La humildad no es solamente la más religiosa, sino también la más filosófica de las virtudes. Resignarse a no ser sino lo poco que se es y temer pasar los límites de ese poco, ¿no es el coronamiento de la sabiduría?»

Pero la humildad cristiana, sobre todo en su perfección, sobrepasa la humildad filosófica, como el Cielo a la tierra, y si en los principios el descenso de la humildad cabe en los estrechos moldes de la razón humana, poco a poco se desborda de tan mezquino cauce y desconcierta al espíritu humano.

En la vida espiritual, las almas bajan con mayor o menor trabajo, pero convencidas de que deben bajar; mas al llegar a cierto límite se desconciertan y se cansan de bajar; les parece que andan engañadas y que ya debía llegar el tiempo de subir, porque ignoran que en este camino espiritual se sube siempre bajando, y que para llegar a la cumbre el alma no debe cansarse nunca de bajar. Entiéndase bien, NUNCA, porque de la misma manera que en los principios de la vía purgativa, en las cumbres de la unitiva el secreto único para subir es bajar.

  Con la luz de Dios, el alma va contemplando más y más su miseria y hundiéndose en ella, y en cada nueva iluminación le parece que ya llegaron sus ojos al fondo de su nada.

¡Ah!, nuestra miseria no tiene fondo, y solamente la mirada de Dios puede sondear las íntimas profundidades de ese abismo; a nosotros nos quedan siempre nuevas revelaciones de nuestra nada, aunque vivamos mucho tiempo y recibamos a raudales la luz de Dios.

Siempre podemos bajar más, siempre podemos hundimos más hondamente en nuestra miseria; y en la medida en que bajamos subimos, porque nos acercamos a Dios, porque desde abajo se mira mejor a Dios y se disfruta más dulcemente de sus caricias y se siente más íntimamente el encanto de su divina presencia.

Pero queda siempre en el fondo de nuestro espíritu la tendencia a medir las cosas divinas con nuestro criterio humano, y nos desconcertamos en cada nueva revelación de nuestra miseria, y quisiéramos cerrar nuestros ojos para no verla; como esos enfermos que no quieren conocer su mal, como si no conocerlo fuera no tenerlo, como si el conocimiento de la enfermedad no fuera el principio de una seria curación.

Por eso las almas se desconciertan con las tentaciones, con las desolaciones y arideces, con las faltas y con todo aquello que les produce la impresión de que bajan. ¡Ah!, ellas quisieran subir, porque quieren llegar a la cumbre, porque quieren unirse a Dios, y al sentir que bajan por el impulso de las tentaciones, por el peso de sus faltas, por el vacío de sus desolaciones, se desconciertan y angustian, porque olvidan las divinas paradojas de la vida espiritual.

Afortunadamente, Dios no hace caso de nuestras protestas y nuestros gritos de angustia, y vierte sobre nosotros esas gracias siempre preciosas y a la vez terribles que llevan consigo las tentaciones, las desolaciones y aun las faltas; como una madre, a pesar del llanto y de los esfuerzos de su niño, le aplica resueltamente la penosa medicina que le dará la salud.

Alguna vez llegaremos a comprender que una de las gracias más grandes que Dios nos ha hecho en nuestra vida son precisamente esas desconcertantes que nos hacen pensar en que Dios nos abandona cuando, por el contrario, nos atrae, que nos hacen juzgar que nos alejamos de nuestro ideal cuando, por el contrario, nos acercamos a la meta dulcísima de nuestras esperanzas.

¡Almas ávidas de perfección, no os canséis de bajar, no temáis lo que os hunde en el fondo de vuestra miseria! De Dios no nos alejamos bajando, sino subiendo:

No lo olvidéis: si nos levantamos, Dios huye de nosotros, si bajamos, desciende hacia nosotros.

Me parece que Dios siente a su manera el vértigo del abismo; nuestra miseria, conocida y aceptada por nosotros, le atrae irresistiblemente. ¿Qué cosa puede atraer a la misericordia sino la miseria? ¿Qué puede llamar a la plenitud, sino el vacío? ¿Adónde habrá de precipitarse el océano infinito de la bondad, sino en el cauce inmenso de nuestra nada?

Génesis 18, 27. «Hablaré al Señor, mi Dios, siendo polvo y ceniza.» Esas palabras de Abraham; suenan en mis oídos como la causa y fundamento de la audacia del patriarca: hablaré al Señor mi Dios, porque soy polvo y ceniza. He aquí la única razón, poderosa e inmensa por cierto, que podemos alegar ante Dios para hablarle, para pedirle, para instarle a que colme nuestros más audaces deseos.

Y esa base tiene algo de infinito, puesto que en ella cabe todo hasta el infinito. Soy polvo y ceniza, por eso no pongo límite al pedir a la misericordia; por eso confío, por eso espero, por eso me atrevo a pedir al Señor hasta el beso de su boca, como Esposa de los Cantares.

¿Cuándo nos convenceremos de que nuestra miseria nos hace fuertes contra Dios? Génesis 32, 2. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que hundirnos en nuestra nada es el medio infalible de atraer a Dios?

Cuando sedientos de Dios anhelamos poseerle, no le presentemos para obligarle a venir a nuestro corazón ni nuestra pureza ni nuestras virtudes ni nuestros méritos o no tenemos esas cosas o las recibimos de Él mostrémosle lo nuestro, la increíble miseria de nuestro ser; hundámonos más en el abismo de nuestra nada, y el Señor sentirá el vértigo del abismo, y se precipitará en el inmenso cauce con la fuerza impetuosa de su misericordia y de su bondad.

Ni se crea que este secreto para atraer a Dios sea únicamente propio de los principios de la vida espiritual; no, es de toda ella. Gracias a Dios, nuestra miseria no se acaba nunca ni se agota jamás la infinita misericordia.

En las cumbres de una perfección única estaba la Inmaculada Virgen María, y en su cántico inspirado atribuye las maravillas que en ella realizó el Omnipotente a una mirada que el Señor dirigió ¿sabemos a qué? a su pequeñez: "Porque miró la humildad de su esclava." Lucas 1,48. El misterio de la unión de Dios con el alma se realiza en el fondo del abismo, en el mutuo anonadamiento de Dios y de la criatura.

El amor debe ser siempre humilde, dice Luisa Margarita Claret de la Touche. Tiene razón; el amor es por su naturaleza humilde; la humildad es uno de sus elementos íntimos; porque el amor es olvido de sí mismo, es empequeñecimiento ante el amado, y tratándose del amor divino, que se realiza entre el todo y la nada, el amor es anonadamiento, es adoración.

Dios mismo, para amarnos, se anonadó, «se anonadó a Si mismo» Filipenses 2,7 dice San Pablo.

Y el alma que siente en lo íntimo de sus entrañas la herida profunda y dulcísima del amor se anonada también, y en el abismo de ese mutuo anonadamiento se realiza el amoroso misterio de la unión.

Ciertamente, la humildad de la unión es una humildad nueva, enteramente celestial; es algo profundo, dulcísimo, delicioso, que solamente puede conocer quien la ha sentido.

Ante la luz espléndida con que la baña el Dios que se le acerca, el alma comprende su miseria de una manera nueva, como se vería convertida en oscuridad la exigua llama de una lamparita si la envolviera el sol; el alma, viéndose así iluminada, querría esconderse querría borrarse; pero esconderse con su amado, pero borrarse para que él solo brillara, y es tal el ansia que experimenta de anonadarse y tan intensa la delicia de su pequeñez, que si fuera algo, como si fuera mucho, quemaría lo que era en holocausto de amor a su Dios y se hundiría en el amoroso anonadamiento de su adoración...

Y cada nueva unión es un nuevo y más profundo anonadamiento, y el alma se complace de ver ante sus ojos una inmensa profundidad para bajar, porque sabe por una dulce experiencia que cada grado de anonadamiento es un abrazo más íntimo con el amado, y cuando herida de amor ansía «el beso de su boca», ya no lo pide con palabras que no aciertan a expresar el ardor de su deseo, sino que se hunde en el abismo para obligar al amado que vaya a buscarla a las profundidades y a regalarla con la dulzura de sus inefables caricias.

Pero la humildad no llega a su perfección sino cuando el alma se transforma en Jesús; entonces, la humildad no es aquella tímida que luchaba penosamente con las miserias humanas en las primeras etapas de la vida espiritual, ni siquiera es aquel celestial anonadamiento de la unión.

La humildad de las almas transformadas es la humildad de Jesús que en ellas se refleja, es aquella sed divina de anonadarse que quemaba las divinas entrañas de Jesús y que quema las del alma por participación de amor; es aquella divina carrera que emprendió el Verbo de Dios cuando como un gigante comenzó jubiloso a correr el camino del amor y vino a la tierra saltando entre los montes, y en esa carrera arrastra consigo a las almas que corren también tras El, atraídas por la suavidad de sus perfumes.

¿Qué fue esa amorosa carrera, sino un descenso estupendo y rápido hacia el abismo del anonadamiento? ¿Queréis saber, hermanos carísimos - dice San Gregorio el Grande, los saltos que Él dio? Del Cielo vino al seno de la Virgen; de ese seno inmaculado vino al pesebre; del pesebre a la cruz; de la cruz, al sepulcro...

Faltó al santo doctor el último salto que perpetúa a todos y en cierto sentido los supera a todos, el de la Eucaristía; y digo que los supera, porque canta Santo Tomás de Aquino.

"En la cruz estaba oculta la deidad, pero aquí (en la Eucaristía) también está oculta la humanidad."

Pues si Jesús baja siempre, ¿quién querrá subir? El alma transformada en Él quiere correr su suerte, ir a donde Él va y hundirse en donde Él se hundió, y tocada por la divina locura de Jesús, tiene sed inextinguible de anonadamiento. Se empequeñece con Jesús en el pesebre, y se ofrece como víctima en el Calvario, y quiere como Jesús ser hostia viviente y desaparecer y guardar bajo los velos de su miseria a su Dios escondido.

Pero en el fondo de ese místico anonadamiento que es la vida espiritual , en las distintas etapas de esa gloriosa bajada, el alma sube siempre, porque se acerca, primero a su Dios, y se une en seguida a Él y se transforma en Él para siempre; y Dios es la suprema altura, la cumbre excelsa y el único Altísimo.

El secreto de la perfección está, pues, en esa divina paradoja de subir bajando, y el alma que lo comprende y no se cansa nunca de bajar, halla el descanso y la dicha en el seno de Dios, realizando el profundo pensamiento de San Juan de la Cruz:

Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada.


(Tomado de "Vida espiritual")


miércoles, 10 de marzo de 2021

Psicología del pecado (p. Antonio Royo Marín)

Todo pecado, efectivamente, supone un gran error en el entendimiento, sin el cual sería psicológicamente imposible. Como ya dijimos al hablar del último fin del hombre y de los actos humanos, el objeto propio de la voluntad es el bien, como el de los ojos el color y el de los oídos el sonido. Es psicológicamente imposible que la voluntad se lance a la posesión de un objeto si el entendimiento no se lo presenta como un bien. Si se lo presentara como un mal, la voluntad lo rechazaría en el acto y sin vacilación alguna. Pero ocurre que el entendimiento, al contemplar un objeto creado, puede confundirse fácilmente en la recta apreciación de su valor al descubrir en él ciertos aspectos halagadores para alguna de las partes del compuesto humano (v.gr., para el cuerpo), a pesar de que, por otro lado, ve que presenta también aspectos rechazables desde otro punto de vista (v.gr., el de la moralidad).

 

El entendimiento vacila entre ambos extremos y no sabe a qué carta quedarse. Si acierta a prescindir del griterío de las pasiones, que quieren a todo trance inclinar la balanza a su favor, el entendimiento juzgará rectamente que es mil veces preferible el orden moral que el halago y satisfacción de las pasiones, y presentará el objeto a la voluntad como algo malo o inconveniente, y la voluntad lo rechazará con energía y prontitud. Pero si, ofuscado y entenebrecido por el ímpetu de las pasiones, el entendimiento deja de fijarse en aquellas razones de inconveniencia y se fija cada vez con más ahínco en los aspectos halagadores para la pasión, llegará un momento en que prevalecerá en él la apreciación errónea y equivocada de que, después de todo, es preferible en las actuales circunstancias aceptar aquel objeto que se presenta tan seductor, y, cerrando los ojos al aspecto moral, presentará a la voluntad aquél objeto pecaminoso como un verdadero bien, es decir, como algo digno de ser apetecido; y la voluntad se lanzará ciegamente a él dando su consentimiento, que consumará definitivamente el pecado. El entendimiento, ofuscado por las pasiones, ha incurrido en el fatal error de confundir un bien aparente con un bien real, y la voluntad lo ha elegido libremente en virtud de aquella gran equivocación.

 

Precisamente esta psicología del pecado, a base de la defectibilidad del entendimiento humano ante los bienes creados, es la razón profunda de la impecabilidad intrínseca de los bienaventurados en el cielo. Al contemplar cara a cara la divina esencia como Verdad infinita y al poseerla plenamente como supremo e infinito Bien, el entendimiento quedará plenamente anegado en el océano de la Verdad y no le quedará ningún resquicio por donde pueda infiltrarse el más pequeño error. Y la voluntad, a su vez, quedará totalmente sumergida en el goce beatífico del supremo Bien y le será psicológicamente imposible desear algún otro bien complementario. En estas condiciones, el pecado será psicológica y metafísicamente imposible, como lo sería también en este mundo si pudiéramos ver con toda claridad y serenidad de juicio la infinita distancia que hay entre el Bien absoluto y los bienes relativos. El pecado supone siempre una gran ignorancia y un gran error inicial, ya que es el colmo de la ignorancia y del error conmutar el Bien infinito por el goce fugaz y transitorio de un bien perecedero y caduco como el que ofrece el pecado.


Tomado de "Teología moral para seglares"