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martes, 31 de mayo de 2011

DE LA CRISTIANDAD A LA INCREENCIA - CAPÍTULO 3



Capítulo 3: LA REFORMA PROTESTANTE.

 Cristo sí. Iglesia no.

Lutero y todos sus seguidores, vieron los errores en los que había caído una parte de la jerarquía eclesiástica durante el Renacimiento, pero, en lugar de tratar de resolverlos y sanarlos, como lo hicieran San Francisco de Asís y Sta. Catalina de Siena en su momento, lo único que hicieron fue criticar, protestar, rebelarse y ocasionar un cisma, un resquebrajamiento, una separación dolorosísima dentro de la Iglesia de Cristo.
Al decir “Creo en Jesucristo, pero no creo en la Iglesia”, hacen una separación ridícula… quieren creer en un Cristo sin Iglesia, sin tomar en cuenta que la Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo. Iglesia y Cristo son inseparables y ellos… los separaron.
Al separarse de la Iglesia, se separaron también de los sacramentos, que son los medios por los que nos llega la Gracia Santificante, la presencia de Dios en el alma. De esta manera, al querer tener a un Cristo sin Iglesia, se quedaron con una iglesia sin Cristo; sí, con la doctrina de Cristo, pero sin su presencia real.
Por otra parte, sin un Magisterio que guardara la doctrina, abrieron la moda del “Libre examen” en el que el criterio personal es la norma suprema. La opinión personal está por encima de la Verdad.
De aquí que hayan surgido, a lo largo de la historia, tantas ramas del protestantismo. Sin una cabeza para guiarlos y dado que cada cabeza es un mundo, cada cabeza creó su propia iglesia, de acuerdo con su libre interpretación, generalmente guiada por intereses personales, como fue el caso, más adelante, de Enrique VIII y la iglesia anglicana.

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