La voluntad humana iluminada por la inteligencia. Su amplitud ilimitada
Pocos han meditado profundamente sobre la superioridad de la inteligencia respecto a la imaginación y en la de la idea respecto a la imagen que la acompaña.
La inteligencia difiere de los sentidos externos e internos, sin excluir los más elevados, en que tiene por primer objeto no los fenómenos sensibles, no el color y el sonido, o la extensión sensible al tacto, o el hecho interno de conciencia, sino el ser, o lo real inteligible, y el ser en su universalidad. La inteligencia conoce, por tanto, las razones de ser de las cosas, las causas de los acontecimientos y el fin a que miran; se eleva hasta el conocimiento de la causa suprema, de Dios, Ser infinito y Bien infinito. (*)
Así concebimos lo que por su naturaleza es capaz de perfeccionarnos, no sólo en nuestras facultades inferiores, sino incluso en las más nobles y elevadas. Por consiguiente, la inteligencia concibe lo que en todo lugar y siempre debe ser el bien para de este modo perfeccionarnos; y cómo concibe el ser universal, que no se realiza concretamente sin límites más que en el Ser supremo, concibe también el bien universal, el cual no se realiza concretamente sin límites más que en él Bien soberano, el cual es la bondad misma.
Mas si esto es así, ¿cuál no ha de ser la profundidad de nuestra voluntad espiritual, iluminada directamente, no ya por los sentidos, sino por la inteligencia? Mientras que la imaginación del herbívoro le mueve a desear la hierba necesaria para su subsistencia, y la imaginación del carnívoro le hace desear la carne, su alimento natural, el entendimiento del hombre le mueve a desear el bien en su universalidad: el bien, por tanto, sin límites, realizado concretamente sólo en Dios, ya que sólo Dios es el bien mismo por esencia. Y si la sensibilidad del herbívoro y la del carnívoro los lleva a desear siempre su propio bien limitado, la voluntad del hombre le conduce a anhelar un bien sin medida. ¡Cuál habrá, pues, de ser su profundidad!
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* (Cualquier concepción supone, de hecho, en nosotros, la noción más universal de ser. Digamos: “Pedro corre”; esto quiere decir que “Pedro es uno que corre”. Cada razonamiento demostrativo expresa la razón de ser de lo que se demuestra –si es una prueba a priori-, o la razón de ser de la afirmación de la existencia de una realidad –si la prueba es a posteriori-.
Porque la inteligencia tiene por objeto el ser, busca la razón de ser de los hechos y de las cosas. Por eso el niño no cesa de multiplicar sus porqués. ¿Por qué vuela el pájaro? Porque busca su alimento, este es el fin: tiene alas, y ésta es la causa por que puede volar. ¿Y por qué tiene alas? Porque es de su naturaleza tenerlas. ¿Y por qué muere? Porque es un ser material, y todo ser material está sujeto a la corrupción.
Estas múltiples razones de ser (final, eficiente, formal y material), no son, como tales, accesibles más que a la razón, no a los sentidos, no a la imaginación. Sólo la inteligencia, que tiene por objeto el ser inteligible, puede conocer el fin, que es la razón de ser de los medios. Jamás podrá la imaginación aprehender la finalidad de las cosas como tal; aprehende sensiblemente la cosa, que es el fin, pero no la finalidad: las razones de ser de las cosas le son inaccesibles.
Esto manifiesta la inmensa distancia que media entre la imagen y la idea, por confusa que ésta pueda ser. La imagen no contiene más que fenómenos sensibles yuxtapuestos: por ejemplo, la imagen del reloj sólo representa lo que el animal puede ver: color, sonido, resistencia. Al contrario que la imagen, la idea contiene la razón de ser que hace inteligibles estos fenómenos. El reloj es una máquina que se mueve con movimiento uniforme para indicar la hora solar. Tal razón de ser jamás la podrá captar el animal: el niño, en cambio, lo logrará fácilmente.
Mientras los sentidos y la imaginación no alcanzan más que seres sensibles, en cuanto sensibles y por consiguiente singulares, y en determinada porción de espacio y tiempo, la inteligencia aprehende estos mismos seres sensibles y los estudia y comprende como seres porque capta en ellos cuanto hay de inteligible y, por lo mismo, de universal y, por lo tanto, realizable en cualquier porción de espacio y de tiempo. La inteligencia alcanza, al concebir el reloj, lo que él tiene necesariamente que ser, en todas partes y siempre, para cumplir su cometido de indicador de la hora solar.
Del mismo modo alcanza no solamente tal ser sensible, sino el ser inteligible en su universalidad. Y de aquí se sigue que la inteligencia conoce no solamente un tal bien sensible y agradable, accesible a los sentidos, sino el bien inteligible, lo que constituye el bien.)
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