El mínimo número de aminoácidos en un compuesto es de 51 en la insulina y de 50.000 o más en la hemoglobina. La probabilidad de que cada vez que echemos una moneda al aire se eslabone sólo el aminoácido del grupo L en 51 tiros de la moneda es del ½51; lo cual significa 4,4x10-16 que es un número tan pequeño que es inverosímil.
Si el número medio de aminoácidos en una proteína es de 400, como efectivamente lo es, el azar de este eslabonamiento quedaría reducido a ½380, que es 10-114, que es prácticamente CERO. Es decir, si la probabilidad de que en una moneda tirada al aire nos salga 380 veces cara es cero, ¡imagínese lo que sería 10 a la 114 series de 380 tiradas cada una! Para abundar, una sola comparación nos basta: el diámetro de nuestra galaxia, que 220es de 100.000 años luz, es 1022; si la multiplicamos por mil millones, llegaríamos a 1053.
Si el número medio de aminoácidos en una proteína es de 400, como efectivamente lo es, el azar de este eslabonamiento quedaría reducido a ½380, que es 10-114, que es prácticamente CERO. Es decir, si la probabilidad de que en una moneda tirada al aire nos salga 380 veces cara es cero, ¡imagínese lo que sería 10 a la 114 series de 380 tiradas cada una! Para abundar, una sola comparación nos basta: el diámetro de nuestra galaxia, que 220es de 100.000 años luz, es 1022; si la multiplicamos por mil millones, llegaríamos a 1053.
¿Cuánto más hay que multiplicar para llegar a la 114? Este sólo argumento sería suficiente para descartar el especioso argumento que hace Tomás Alfaro, de la universidad Francisco de Vitoria, sobre “cómo ha jugado Dios a los dados desde el Big-Bang hasta la aparición del hombre”.
Los anteriores números nos dan una idea de las dificultades a las que se enfrenta la posibilidad de crear la más simple proteína al azar. Un virus, que es el más simple organismo conocido, tiene 124 proteínas, que son 73 más que la insulina. ¡La probabilidad de obtener una secuencia de 124 proteínas al azar es de 10-14.184! ¿Cuál será la probabilidad de obtener una amiba al azar? ¿Y un mono? ¿Y un ser humano? Como quiera que el ADN es el compuesto universal y primitivo de la vida, los evolucionistas han dicho que el ADN se sintetizó primitivamente en aquella “sopa química”, encontrándose azúcares, bases y fosfatos al azar que formaron hélices simples las que, a su vez, se asociaron con proteínas y luego se encerraron en una membrana que posteriormente evolucionó hacia una célula viviente. Esta es la síntesis simplista del fundamento evolucionista.
Pero tiene varios otros problemas. Uno de ellos son los azúcares que, como los aminoácidos, también existen en dos formas estereoisómeras, D y L. Ya vimos las dificultades de ensartar una secuencia que esto supone. La otra es que los azúcares y aminoácidos no pueden andar sueltos en la misma solución porque los aminoácidos destruyen los azúcares. Entonces, para formar proteínas, son necesarios los aminoácidos; pero para reproducirlas, es necesario el ADN a través de sus dos ARN, mensajero y de transferencia, que contienen azúcares en sus moléculas los que, a su vez, son atacados por los aminoácidos. El tercer problema, que ya examinamos arriba, es el de la condensación que, por contener agua, tiende a disociar y no a sintetizar el compuesto. En la sopa química inerte todo esto tiende a impedir que se sintetice el ADN, fundamento esencial de la vida.
Empero, otro agudísimo problema es que el ADN es un lenguaje cifrado, un có-digo, una especie de lengua que informa y para cuya formación se requiere de inteligencia. Para los evolucionistas, sin embargo, las diferentes radiaciones a las que estuvo expuesta la sopa química alteraron la secuencia del ADN y de allí surgieron especies distintas con el paso del tiempo. Este razonamiento se encuentra con un problema de orden práctico, no se diga ya de orden químico, y es la posibilidad de si, teniendo una sopa de letras, se puede revolver tal sopa por millones de años hasta que se forme un lenguaje capaz de producir frases gramaticales que sean inteligibles y que contengan información.
La vida está, análogamente, compuesta de estas frases gramaticales que la con-forman y que no son otra cosa que el código genético a partir de las combinaciones múltiples de ese extraño alfabeto. El siguiente problema es cómo vino a suceder lo que Phillip Hanawelt y R. H. Haines descubrieron en 1967, a saber, las cuatro enzimas que desempeñan la función extraordinaria de corregir, como si fuera un “corrector de prueba”, los defectos “gramaticales” y “ortográficos” que se pueden presentar en cualquier secuencia de bases del ADN. En una palabra, estos correctores impiden las mutaciones, que son los cambios que permiten las variaciones entre los individuos de una población dada. ¿Quién puso allí ese “corrector de prueba”? ¿Por qué insondable misterio se formó para garantizar la corrección del lenguaje reproducido? Pues resulta que este correc-tor de prueba es lo que produce la estabilidad genética de la que hablan los biólogos.
Entonces, la evolución produjo un “corrector” que detiene la evolución... ¿Y cómo es eso, si la evolución, por definición, no se detiene?
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