El género como ideología
Mucho de ideología y poco de ciencia es lo que tienen los movimientos que hacen del género humano un arma de combate social. No de otra manera podría denominarse lo que no es producto de la ciencia sino de la especulación política. Nada quedó más claro después de la IV Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre la mujer, reunida en Pekín en 1995, donde se le disputó a la Naturaleza la diferenciación entre hombres y mujeres. Es posible que la disputa se haya fundamentado en un conocido texto de Judith Butler, ampliamente utilizado en diversas universidades norteamericanas:
“El género es una construcción cultural; por consiguiente, no es ni resultado causal de sexo ni tan aparentemente fijo como el sexo. Al teorizar que el género es una construcción radicalmente independiente del sexo, el género mismo viene a ser un artificio libre de ataduras; en consecuencia, hombre y masculino podrían significar tanto un cuerpo femenino como uno masculino; mujer y femenino, tanto un cuerpo masculino como uno femenino”.
La alteración del significado de la palabra “género” es evidente, pues ha querido éste significar siempre cosas iguales entre sí por ciertos caracteres, cierta clase o tipo de cosa, o cierta manera de ser de algo, como cuando se dice “este género literario me agrada”, “este género de embarcaciones son muy marineras”, o como cuando en biología se describe algún grupo formado por especies que representan similares características.
Sobra decir que dentro del mismo género, ya considerado más ampliamente, se presentan variaciones o diferencias que, no obstante, no son óbice para agrupar en la misma clasificación: un barco, una canoa y una balsa, pertenecen al género “embarcaciones”, independientemente de sus particularidades. Así, “el hombre” es un género que incluye a la mujer, pues se puede hablar del “hombre sobre la tierra” y mientras así se habló, ninguna mujer se consideró menospreciada o excluida. Tampoco los hombres se sintieron jamás excluidos por que se denominara “persona”, en femenino, a su ser constitucional.
Sólo el feminismo más exacerbado pudo formar un combate donde ni siquiera podía hacerse una escaramuza. Claro que más amplio género puede descomponerse en dos piezas, por lo que también podría hablarse también del género masculino y del femenino, de la misma manera que el género embarcaciones se puede descomponer en barcos y botes o en canoas y balsas. Se entiende, sin embargo, que ambos géneros, el masculino y el femenino, pertenecen a uno mayor, el “humano”, mucho mayor aún que “el hombre”, que contiene los anteriores.
Ahora bien, ¿dónde entra el sexo? Cuando genéricamente se habla de “hombre” o de “lo humano”, los dos sexos están incluidos. Esto no es un misterio para nadie. Hasta un niño en uso de razón lo puede entender, como cuando se le dice, “sal a la calle y dile a los niños que se entren”. El chico jamás habrá de entender que es sólo a los varones, excluidas las mujeres, a quienes hay que decirles que se entren. Obrando con sentido común, dado también por la Naturaleza, el niño habrá de comunicar el mensaje a todos, niños y niñas.
Claramente ha de distinguir el género sin que ninguna feminista tenga que darle instrucciones al respecto, o asistir a un curso acelerado en no-discriminación dictado por una agencia de las Naciones Unidas. Tampoco un adulto sentirá ofensa alguna porque se diga “la persona humana” y difícilmente reclamará para sí el derecho a que se diga “la persona y el persona humana y humano”. Esto sería tanto como suponer que se debe objetar que el órgano viril deba denominarse exclusivamente en masculino, cuando todos sabemos que existen denominaciones femeninas que lo describen.
Lo que salta a la vista es que de lo que realmente se trata es de declarar una guerra, de crear un conflicto de competencias lingüísticas, sociales, antropológicas y aun burocráticas, porque muchas feministas, tras estos términos, esconden las aspiraciones a una especie de ginecocracia que les otorgue la mitad del poder en las administraciones públicas. Inclusive, de eliminar el sentido común, de desnudar al hombre de todo aquello que, en sola apariencia, pudiera sospecharse discriminatorio hasta alcanzar, como alguien dijera, una “paridad obstétrica”.184 Esto es particularmente cierto en las lenguas que tienen el femenino y el masculino en sus vocablos, como en el caso del español.
Más difícil lo tienen las feministas en el caso del inglés, o del alemán, idiomas que generalmente no distinguen entre lo uno y lo otro. Porque, ¿cómo se diría en femenino la palabra “children”, o “this child” para referirse a un niño o una niña? ¿O cómo se haría para persuadir a los ingleses que al referirse al barco (she, the boat) no lo interpreten como un femenino, sino como un masculino, como es el caso en español? Para esto se hace necesario inducir a creer que el sexo está radicalmente separado del género y que todas estas ridiculeces y fealdades idiomáticas son, en realidad, formas más humanísticas de incluir lo que desde el amanecer de los tiempos la discriminación sexual excluyó; si esto se logra, entonces ya queda mucho más fácil inducir a que se crea que el pene masculino o la vagina femenina son meros accidentes genéticos que nada tienen que ver con la diferenciación de la especie humana en hombres y mujeres. Por eso se dice que el ser humano “nace sexualmente neutral” y que sólo a la sociedad se debe que arbitrariamente haya asignado el género masculino al macho y el femenino a la hembra.
El paso siguiente se deduce del anterior: el matrimonio homosexual es perfectamente normal, porque normales son los sodomitas y las lesbianas.185 El próximo es aseverar que no existe un hombre natural o una mujer natural, porque “no hay conjunción de características de una conducta exclusiva de un solo sexo, ni siquiera en la vida psíquica”.
¿Seremos tan brutos y brutas, estúpidos y estúpidas, para definitivamente ceder a tan extravagantes pretensiones? Parece que sí, según se oyen los discursos de los políticos y las políticas. De allí, que en la referida conferencia, la ex congresista norteamericana Bella Abzug haya dicho:
“El sentido del término género ha evolucionado diferenciándose de la palabra sexo para expresar la realidad de que la situación y los roles de la mujer y del hombre son construcciones sociales sujetas a cambio”.
Y en este mismo informe de la Conferencia del Mar del Plata, se dijo:
“La inexistencia de una esencia femenina o masculina nos permite rechazar la supuesta superioridad de uno u otro sexo y cuestionar en lo posible si existe una forma natural de sexualidad humana”.
La supuesta superioridad del hombre sobre la mujer se puede rechazar con diferentes argumentos, menos con la negación de la diferenciación con la que la Naturaleza nos ha dotado. Es más, podría inclusive alegarse que el hombre es superior a la mujer en unas cosas y la mujer superior al hombre en otras. En cambio, lo que pretende este combate es llegar a demostrar, por la fuerza de las presiones políticas y del cabildeo de poderosas organizaciones feministas y no por la demostración científica, que el hombre y la mujer son iguales, y que lo son en toda circunstancia genética, social y psicológica. Y esto es un disparate.
Para ellos, el sexo no es, pues, dado por la naturaleza sino por la sociedad que se ha empeñado en una discriminación de género; y lo dice un tribunal constitucional, con toda la fuerza de su autoridad:
“...entre las múltiples manifestaciones de la diversidad amparadas constitucionalmente, se encuentran, entre otras, la diversidad religiosa y la diversidad sexual. En efecto, la Carta, al elevar a la condición de derecho fundamental la libertad en materia de opciones vitales, permite que la homosexualidad —como alternativa o como inclinación sexual diversa—, se encuentre protegida y no constituya en sí misma un factor de discriminación...”
“Los prejuicios fóbicos o no y las falsas creencias que han servido históricamente para anatematizar a los homosexuales, no otorgan validez a las leyes que los convierte en objeto de escarnio público”.
Más claro no es posible. El Parlamento, sede de la soberanía popular, no otorga validez a una ley que discrimine a los homosexuales. La contradicción al fundamento democrático es, por demás, bastante obvio. Tenemos, entonces, que, por un lado, los parlamentos y sus mayorías legislativas tienen poderes absolutos para legislar, inclusive sobre la vida y la muerte de los fetos o, lo que es lo mismo, sobre las personas inocentes, pero no tienen similares poderes para legislar sobre nada que pueda interpretarse discriminatorio contra los homosexuales. No cabe duda de que existe otra soberanía en colisión con la parlamentaria, la de los tribunales, que pueden interpretar cuándo una ley es válida, referida no a una prueba estricta de constitucionalidad, sino a una prueba de ideología que parte de la base de que la actitud social fóbica no es natural sino que se origina en falsas creencias. Esto también supone, primero, que las falsas creencias no son las del tribunal y segundo, que por un mecanismo desconocido éste tiene y tutela las creencias correctas. La puerta ha quedado semiabierta a la futura despenalización de la pederastia, de la corrupción de menores, y aun a la reducción a niveles ridículos de la “edad de consentimiento”.
Debilitada como ya quedó dicho la fibra cristiana de la sociedad, por la suplantación de la acción legislativa por la vía de las sentencias es como también se pretenden destruir los fundamentos de la familia heterosexual, el matrimonio y, por ende, el sexo mismo. De allí que ahora se pueda reclasificar al hombre y a la mujer como especies trans-genéricas, superando el “arcaico” concepto de sexo, verdadera revolución cultural y conceptual. Dice Jutta Burggraf: “Algunos apoyan la existencia de cuatro, cinco o seis géneros, según diversas consideraciones: heterosexual masculino, heterosexual femenino, homosexual, lesbiana, bisexual e indiferenciado… la meta consiste en reconstruir un mundo nuevo y arbitrario que incluye, junto al masculino y al femenino, también otros géneros en el modo de configurar la vida humana y las relaciones interpersonales”.
Se ha llegado al extremo de escribir documentos en el que se pone un asterisco (*) para eludir y socavar la determinación genérica del lenguaje. Dice la Memoria del Instituto para activistas trans e intersex 2005: “Hemos recurrido a esta estrategia textual en tres situaciones puntuales: en la formación de plurales generizados, al nombrar a un sujeto cuya identidad de género se ignora y sobre quien no queremos imponer una asignación de género determinada a priori, y al nombrar a un sujeto que no se identifica en una de las dos opciones que prevé el binario masculino-femenino”.
Se trata de una nueva postura filosófica ya comenzada a ser asumida por el Estado moderno y los centros internacionales del Poder que se impone como una ortodoxia sin la cual el Estado es visto como un paria y con la cual se impone sobre la sociedad una novedosa moral laica desprovista de todo vínculo cristiano. Si quedaren dudas sobre este último punto, reléase en la anterior sentencia la referencia a las “falsas creencias” y véase la siguiente sentencia de la Corte Constitucional Colombiana que a la letra dice: “La Corte entiende que los términos sexo y género no son sinónimos. Cuando se habla de sexo, se hace énfasis en la condición biológica que distingue a los hombres de las mujeres, mientras que el género hace referencia a la dicotomía sexual que es impuesta socialmente a través de roles (sic)”.
El problema de la llamada “dicotomía sexual” ocasionada por los papeles asignados natural y socialmente a los diferentes sexos tiene unas explicaciones que remontan la mera discriminación sexual y se adentran en la propia biología humana. Así, por ejemplo, ha sido tradicional que las tareas de fuerza bruta hayan sido encomendadas al hombre en vez de a la mujer compelidas por la razón misma. Con el advenimiento de las máquinas, esta razón ha ido desapareciendo gradualmente y hoy se ven mujeres manejando grandes excavadoras o tractomulas. La guerra ha sido otra de esas actividades en la que a las mujeres les estaba vedado entrar por obvias razones biológicas. No obstante, en el pasado también se vieron mujeres que incursionaron en este campo, como Juana de Arco y otras heroínas. Esto tampoco fue óbice para que infinidad de mujeres prestaran sus servicios en el frente de batalla, generalmente detrás de las líneas, ora asistiendo heridos, ora produciendo material bélico. Las innovaciones tecnológicas han hecho posible que las mujeres hoy piloteen aviones y lancen ojivas teledirigidas a blancos remotos. Aun así, todavía resulta sorprendente para las mujeres mismas verlas en el campo de batalla avanzando en las líneas y afrontando el combate cuerpo a cuerpo. Hay algo en la psicología humana, quizás dado por la propia Naturaleza, que nos llena de estremecimiento ante tal espectáculo y que difícilmente podríamos atribuir a “roles” artificialmente creados. Tal vez en algo influya la maternidad sólo a ellas asignada y quizás sea por este motivo que no nos sintamos sorprendidos cuando vemos a una mujer ocupar el puesto de madre y, aunque doloroso resulta verla como cabeza de familia y en el papel de “padre”, más doloroso resulta, tanto a hombres como a mujeres, ver a un padre criando a sus hijos y haciendo el papel de “madre” sin mujer que lo acompañe.
Entendemos que podría alegarse que son sentimientos condicionados por la cultura, aunque también se pueden esgrimir fuertes argumentos en contra. Pero este no es siquiera el meollo del problema. Lo verdaderamente crítico resulta de cuando se quiere imponer por la vía de la fuerza jurídica una ortodoxia derivada de otra verdad que en absoluto parece absoluta y no se permiten alternativas. Por ejemplo, “obligar” a una empresa a dar un trabajo que resulte pesado y poco productivo para una mujer bajo el prurito de que no puede haber discriminación sexual, resulta no sólo antieconómico sino socialmente lesivo. Para esta ideología de género, jurídica o no, muchos estereotipos culturales se refieren no sólo a obvias e insensatas discriminaciones sino también a todas aquellas instituciones heredadas de la tradición hispánica y cristiana, particularmente las referidas a la familia heterosexual, al matrimonio, a la defensa de la vida en aras de una ética civil global que ve la familia como “una fábrica de ideologías autoritarias y estructuras mentales conservadoras y taller ideológico del orden social”, al decir de Wilhelm Reich, discípulo de Freud.194 Como quiera que se vea, es un nuevo “absolutismo” queriendo sustituir a otro. La diferencia consiste en que uno nace de una célula social y el otro de un órgano del Estado. El primero es orgánico; el segundo oficioso. Porque de oficio, se ha dicho:
“Cuando el legislador distingue entre hombres y mujeres, se encuentra ante una prohibición constitucional expresa de discriminar por razones de género. Por eso, las clasificaciones basadas en género son, prima facie, inconstitucionales, salvo que estén orientadas a definir el ámbito de acciones afirmativas a favor de la mujer...Las autoridades deben, entonces, en principio, evitar emplear esas clasificaciones, incluso de manera inocente...”
Dos observaciones. La primera, que la sentencia anuncia una evidente discriminación en contra del varón cuando afirma que “las clasificaciones basadas en género son inconstitucionales, salvo que otorguen algo a favor de la mujer”. La segunda, que en una sentencia anterior, esta misma Corte Constitucional dice: “La Corte entiende que los términos sexo y género no son sinónimos.... No obstante esta diferencia, para efectos prácticos, la Corte en esta sentencia utilizará los términos (sexo y género) como sinónimos, pero aclarando que cuando se utilicen están comprendidas ambas dimensiones”.
Es decir, usa el género inocentemente y en sentido tradicional, porque no se puede sustraer de ello; sin embargo, prohíbe a otros usarlo, “así sea inocentemente...”.
Las inconsistencias que surgen al querer violentar la naturaleza y el idioma mismo son flagrantes.
Todos estos esfuerzos en equiparar los dos sexos, aun a costa de la sindéresis y a base de una consciente discriminación a la inversa contra lo masculino, pretenden construir un mundo en que los hombres y las mujeres sean exactamente iguales, tal como lo había prometido la revolución bolchevique. Es más, se trasluce la lucha de clases trasladada al ámbito sexual. Friederich Engels así lo interpreta en su libro El origen de la familia, donde la aparición de la propiedad privada convierte al hombre en propietario de la mujer, que la explota y oprime. Es así como ella comparte el mismo destino del proletariado, otra clase oprimida. Es por esto que la liberación de la mujer sólo se consigue por la destrucción de la familia y su entrada en el mundo del trabajo y de la técnica.
Basta, pues, comprender que las diferencias entre uno y otro sexo son de un origen histórico, cultural y económico. Fácilmente se puede deducir que, si bien el triunfo comunista no fue en este último campo, su verdadero triunfo sobre la sociedad occidental se centra en lo moral y lo social.
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