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jueves, 19 de enero de 2012

Separación de la Iglesia y del Estado


LA REVOLUCIÓN (Monseñor De Segur)


XIII


Los que la piden de buena fe confunden dos ideas: distinción y separación. La Iglesia es distinta del Estado, y éste distinto de aquélla; los dos deben unirse, sin confundirse. Tan absurdo es el querer separar el alma del cuerpo. La Iglesia es una sociedad que emana de Dios, así como el Estado es una sociedad querida por Dios; ambas sociedades deben entenderse entre sí para cumplir la voluntad divina, esto es, la felicidad temporal y eterna de los hombres. Su prosperidad y su fuerza dependen de esta unión, como la vida y la fuerza dependen de la unión de su alma con su cuerpo. Siempre ha de haber distinción, pero en la unión, nunca separación y tampoco confusión.

Los hombres somos a la vez miembros de tres sociedades distintas, y pertenecemos por entero a cada una de ellas; así lo dispone la divina Providencia. Estas tres sociedades son: la familia, el Estado y la Iglesia. Yo pertenezco enteramente a mi familia, soy al mismo tiempo ciudadano de mi patria, y a la vez soy cristiano por entero, y miembro de la Iglesia. Tengo deberes como hijo, deberes como ciudadano y deberes como católico. Estos deberes son distintos, pero están unidos entres sí, y subordinados  los unos a los otros: nunca pueden destruirse mutuamente, porque todos vienen de Dios, todos son para mí la expresión cierta de la voluntad de Dios; de Dios, que me manda igualmente obedecer a mi padre, en el orden de la familia; a mi soberano, en el orden civil y temporal; al Papa y a los pastores de la Iglesia, en la sociedad religiosa y sobrenatural.


¿Qué es una sociedad? Una reunión de individuos unidos entre sí por los lazos de una obediencia a la legítima autoridad es lo que constituye la sociedad y lo que forma su unidad, a pesar del gran número de sus miembros. La familia, o la sociedad doméstica, es la reunión de individuos unidos entre sí por la sumisión a la misma autoridad paterna. El Estado, o la sociedad civil, es la reunión de los individuos y de las familias unidos entre sí bajo la dependencia de una misma autoridad pública. La Iglesia, o la sociedad religiosa, es la reunión de los individuos, familias y Estados sometidos a una misma autoridad religiosa.

Estas tres sociedades existen por derecho divino, es decir, por la voluntad formal de Dios. Dios es quien constituyó la familia para crear y educar los hijos; Dios es el autor de las sociedades civiles, cuyo objeto es la prosperidad temporal de los individuos y de las familias, por el mutuo concurso de las fuerza; Dios es quien fundó la Iglesia y le encargó su santa misión, para enseñar a los individuos, familias y Estados lo que es bueno y lo que es malo, lo que debe hacerse y lo que debe evitarse para conocer, amar y servir a Dios en la tierra, y alcanzar por este medio la salvación eterna, fin supremo de toda existencia humana.

La familia depende del Estado, pues claro está que el bien particular debe estar siempre subordinado al bien público; el Estado depende de la Iglesia, porque el bien temporal, sea público, sea particular, debe estar siempre subordinado al bien espiritual, que es la salvación eterna de las almas. El padre de familia no debe mandar cosa alguna opuesta a las leyes del Estado; y si falta a esta regla, sus hijos no pueden obedecerle en conciencia. Por la misma razón, el poder civil nada puede mandar que sea contrario a las leyes y enseñanzas de la Iglesia. Tales actos del poder paterno o del civil serían ilegítimos, y desde luego nulos de pleno derecho; violarían el orden establecido por Dios, y para obedecer a Dios en este conflicto de autoridad, preciso es obedecer siempre a la autoridad superior. Esta es la regla práctica y segura que nos da el apóstol San Pablo: Ominis anima potestatibus sublimioribus subdita sit. (Rom, XIII): “Que toda alma se sujete a los poderes más elevados”.

Derivándose la preeminencia de los diferentes poderes de su objeto final, y siendo la salvación eterna evidentemente un fin superior a la prosperidad temporal, es claro como la luz del día, que la Iglesia es un poder mucho más alto que el del Estado, y que éste, por consiguiente, está obligado por derecho divino a sujetarse al poder de la Iglesia. Lo que es de derecho divino es inmutable, y no puede ser destruido por poder alguno.

Mas es preciso ir más lejos: así como no basta para ir al cielo el no ser malvado, asimismo, para cumplir su deber y salvarse, los jefes de familia y los jefes de los Estados temporales deben, no solo no contrariar la acción santificante de la Iglesia, sino además, secundarla por todos los medios posibles.

Lo mismo se entiende de los príncipes cristianos: para cumplir la voluntad de Dios y llenar su deber de soberanos, no han de contentarse con procurar el bienestar material de sus súbditos; eso sería materialismo: no deben limitarse a no contrariar la acción de la Iglesia; esto sería indiferencia por el bien, indiferencia culpable que a nadie está permitida; sino que deben prestar a la Iglesia el concurso más eficaz posible; deben, bajo su dirección y como fieles servidores, impedir lo más posible todos los escándalos que pudieran alterar la fe o la moralidad de sus pueblos; deben ayudar a la Iglesia con su palabra, su influencia, su dinero, y en caso necesario, con su espada y sus ejércitos.

Así, todo está en el orden; y Nuestro Señor Jesucristo, constituido por Dios soberano. Dueño no solo del Cielo, sino también de la tierra,1 reina plenamente, por su santa Iglesia, sobre todos los hombres, Estados y familias. Tal es la doctrina católica; tal es la enseñanza oficial y tradicional de la Iglesia, comprendida en estos últimos tiempos por la Encíclica del 8 de Diciembre de 1864. La doctrina opuesta, condenada con el nombre de naturalismo por la Sede Apostólica, es el alma de la Revolución y de los principios de 1789.

“Pero, se me dirá, esto sería la absorción del Estado por la Iglesia”. No es cierto, como tampoco sería la absorción de la familia por el Estado. Es el orden que resulta de la unión, y que deja subsistir la distinción, a pesar de la subordinación.

¿Absorbe acaso la Iglesia a la familia cuando aquélla guía al padre para hacerle conocer y practicar todos sus deberes de jefe de familia? Pues lo mismo sucede con el Estado: la Iglesia, dirigiendo el poder civil y político para hacerle cumplir la voluntad de Nuestro Señor Jesucristo y procurar de este modo la salvación de las almas, en  manera alguna usurpa ningún derecho del Estado; cumple su deber, como el Estado el suyo, prescribiendo a los ciudadanos y a las familias lo que es conducente a la prosperidad común.

Santo Tomás explica de un modo admirable este orden y estas relaciones con una comparación tan justa como ingeniosa. “Cada Estado, dice, se parece a uno de los buques que componen una escuadra, todos los cuales, bajo el mando del buque almirante, navegan de concierto para llegar al mismo puerto. Cada embarcación tiene su capitán, su piloto; éste, aun cuando manda en el suyo, no por eso es independiente. Para permanecer en el puesto que debe ocupar, le es preciso maniobrar siempre según las señales del almirante, de modo que dirija su buque al término final de la navegación”.

El buque almirante es la Iglesia, guiada por el Soberano Pontífice, Vicario de Jesucristo y que ha recibido de Éste el encargo de enseñar a todas las naciones y dirigirlas por el camino de la salvación: Docete omnes gentes. Los soberanos temporales son los pilotos, los capitanes de cada uno de los buques de la escuadra católica. Estos están obligados en conciencia a facilitar la salvación eterna de sus respectivos súbditos, ayudando a la Iglesia a salvar las almas y desviando los obstáculos que pudieran entorpecer su misión espiritual. El Papa, y sólo el Papa, es quien, como Jefe de la Iglesia, les hace conocer lo que deben hacer en este punto.

La Iglesia, pues, no absorbe al Estado ni a la familia con su dirección religiosa; antes bien fortalece la autoridad del soberano temporal; así como la del padre de familia, santificándolas e impidiéndolas separarse de Dios.

El poder civil, aunque dependiente desde este punto de vista, conserva, bajo todos los demás, independencia completa. Una vez salvado el principio superior de la obediencia a la ley divina y a todas las demás leyes religiosas promulgadas por la Iglesia, el poder civil puede, con toda libertad, formar todas las leyes que quiera, adoptar cualesquiera reglas de política, tomar cualquier forma de gobierno, según lo crea más conveniente al bien general de la nación; en una palabra , es único dueño en su casa.

Otro tanto debe decirse del padre de familia, respecto al Estado. Haga todo lo que quiera, eduque y dirija a sus hijos a su gusto; ni el Estado ni la Iglesia tendrán nada que ver en ello, desde que él respete las leyes de la Religión y las de su país. Solamente así hay orden, tanto en la familia, como en el Estado y en la Iglesia.

“Pero ¿es acaso el Estado un niño que necesita la dirección de la Iglesia para conocer la ley de Dios? ¿No tiene acaso su razón y su conciencia?” Seguramente el Estado tiene su razón y su conciencia; pero éstas no le bastan, lo mismo que al padre de familia, para practicar la ley de Dios en toda su extensión. Esta ley no es, en efecto, una ley puramente natural, sino además, y sobre todo, revelada y positiva y para conocerla, es precisa la fe, así como para practicarla es indispensable la gracia. Y en este punto, sólo la Iglesia está encargada por derecho divino para dar la una y la otra al mundo. A ella sola se le dijo: “Recibid el Espíritu Santo; id, enseñad a todas las naciones: el que os escucha, me escucha; el que os desprecia, me desprecia; Yo mismo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”.

Estas palabras se aplican tan directamente a las sociedades humanas, como a cada hombre en particular. ¿Qué es en efecto, la sociedad civil sino la extensión numérica de la familia y del individuo? El Estado no es nada, es pura abstracción, si se prescinde de los individuos de que se compone; y por esta razón el deber religioso de los individuos y de las familias es el mismo que tiene el Estado debe, pues, no solamente ser religioso en general, sino que deber ser cristiano y católico, debe recibir la enseñanza de la ley divina de los Pastores de la Iglesia, para el bien público como para el particular; deber ser enseñado.

La razón natural y la conciencia no bastan, pues, al soberano temporal y al padre de familia para conocer la voluntad de Dios; y con respecto a la Iglesia, la humanidad vive siempre en el estado de infancia. Por esto dijeron siempre los siglos cristianos. Nuestra santa MADRE la Iglesia. Y por esto también hasta los deberes llaman al Jefe de la Iglesia: Nuestro santo PADRE, el Papa.

“¡Pero el Estado es un poder seglar!” Verdad es; pero ¿qué significa seglar sin Religión? Todo el mundo conviene en que el objeto directo del poder civil es la prosperidad temporal de sus súbditos; pero este deber está subordinado a otro mucho más grave y elevado, y es la cooperación indirecta a la obra de la Iglesia, a saber, la salvación eterna de estos mismos súbditos. Precisamente porque el Estado es seglar debe sujetarse a la dirección religiosa de los Pastores de la Iglesia, que son los únicos que recibieron de Dios el encargo de dirigir las conciencias.

“Pero ¿no es el poder de la Iglesia puramente espiritual?” No cabe duda; y por eso la dirección que el Estado debe recibir de la Iglesia es una dirección puramente espiritual, es decir, limitada al punto de vista de la conciencia. La Iglesia dirige solamente a los soberanos y a  los pueblos, así como a las familias, para hacer que todos practiquen la ley divina, la religión cristiana, la justicia, todo el orden moral; y no manda y condena sino desde este punto de vista, que es todo espiritual y religioso.

Mas desde el mismo, tiene el derecho y el deber de ocuparse directamente de todo en la tierra: educación, enseñanza, filosofía, ciencias, literatura, poesía, pintura, música, costumbres, instituciones públicas y privadas, leyes, política, etc., etc,

“¿Todo es, pues, espiritual?” No; lo espiritual en la tierra es todo lo que interesa a la salvación de las almas; esta es la verdadera noción de lo espiritual, que anda alterada en una multitud de entendimientos. Cuantas veces se nos ponen trabas en la obra de la salvación, se perturba nuestro interés espiritual y eterno. El poder temporal nunca debe, directa ni indirectamente, bajo pretexto alguno de político, molestar nuestro bien espiritual; nunca debe entorpecerse el ejercicio del ministerio de la Iglesia, encargada de guardar este interés supremo. Obrando en el orden simplemente temporal, y aun puramente material, el poder temporal puede contrariar la Religión en sus prácticas más santas, y por consiguiente en su acción toda espiritual y sobrenatural. Ejemplos: si el poder civil distrajera las iglesias del destino que tienen, bajo el pretexto de que son edificios materiales; si prohibiese a los sacerdotes el uso de las cosas temporales que les son necesarias para el culto divino y para la administración de los Sacramentos, el agua, el aceite, pan y vino, etc.; si, so pretexto de servicio del Estado, separase de los fieles a los sacerdotes que dependen de él como ciudadanos, que son, bajo cierto respecto, casas como las demás; si interrumpiera las relaciones necesarias de los obispos, sacerdotes y fieles como el Jefe de la Religión, con el Papa, aunque el punto de vista temporal no es más que un soberano extranjero; si promulgara leyes civiles y reglamentos políticos en contradicción con los derechos de la Iglesia; si introdujera en la educación pública, en la que él tiene un interés inmediato, elementos anticristianos, ya como doctrina, ya como práctica; si permitiera a la prensa atacar la fe, las costumbres o a la Iglesia, aunque la prensa sea en suma una industria toda material, etc., ¿no es evidente que obrando así, y sin parecer salir de lo temporal, el Estado tocaría directamente a la misma esencia de lo espiritual?

Aplicad el mismo principio al padre de familia en sus relaciones con su mujer, sus hijos y domésticos; respecto a la comida de vigilia, por ejemplo, a pesar de que esto parezca una cosa puramente de cocina, acerca del descanso del domingo; en una palabra, a propósito de todo lo que puede perjudicar el bien espiritual de las almas.

Todo lo que no interesa a lo espiritual, la observancia de la ley divina y la santificación de los hombres, pertenece al dominio exclusivo del Estado y de las familias. Es muy importante esta distinción de lo espiritual y de lo temporal.

“Pero en cuestiones dudosas, ¿cuál de los dos deberá decidir? ¿el Estado o la Iglesia?” Está claro que deberá ser el poder de orden más eminente. La misión divina de la Iglesia sería ilusoria si no estuviese infaliblemente asistida por Dios para conocer con seguridad lo que es de su incumbencia. En un conflicto entre la autoridad del Estado y la del padre de familia, ¿no debe acaso prevalecer la primera? ¿no prevalece siempre por ser de un orden intrínseco superior? Sin duda alguna que el poder inferior debe someterse siempre, y el Estado en las cosas civiles, determina él solo y soberanamente su competencia. Y eso que en derecho no es infalible. Aplicad este mismo razonamiento tan sencillo a las relaciones de la Iglesia con el Estado, y con lo que llevamos dicho será fácil sacar la consecuencia, sobre todo si se considera que la Iglesia, en todo lo que enseña, es infalible de hecho y de derecho.

“Pero ¿sabe Ud. que da un poder inmenso a la Iglesia?” No soy yo quien se lo doy. Es el mismo Dios, dueño de sus dones, y supremo Señor de la humanidad. Él organizó el mundo en esta triple sociedad que acabamos de especificar: Él lo dispuso así para nuestro mayor bien, y pueblos e individuos, príncipes y súbditos sacerdotes y seglares, debemos someternos al orden impuesto por su Providencia.

Los hombres que de buena fe quieren separar la Iglesia del Estado y el Estado de la Iglesia, no saben que violan directamente el orden establecido por Dios y la enseñanza formal de la Iglesia sobre esta grave materia. Esta unión, dice el Papa Gregorio XVI, ha sido siempre saludable,  para los intereses de la sociedad religiosa y de la sociedad civil”.1

Ignoran además que toman parte en los perversos fines de los revolucionarios. Aislar la Iglesia, arrojarla poco a poco de la sociedad, debilitar su acción sobre el mundo, volverla al estado de poder invisible, como en la época de las catacumbas; constituir el poder temporal como dueño absoluto de la tierra por la propiedad, de la inteligencia por la doctrina, y de la voluntad por la ley; anonadar de este modo el grande hecho social del Cristianismo, la división jerárquica de los poderes: tal es, para cualquiera que sabe leer, la idea dominante que la Revolución trata de realizar cada vez más, de un siglo acá. Esto es, en otros términos, sustituir al reinado de Dios y de Jesucristo el reinado del hombre.

La Iglesia, pues, no debe ni puede ser separada del Estado, ni el Estado de la Iglesia; y el Estado revolucionario, tal cual lo entendía la Asamblea de 1789, y tal cual lo entienden desde entonces todos los revolucionarios y los liberales, es una creación formalmente opuesta a la voluntad de Dios, y que puede conducirnos a todos fuera del camino de la salvación.

La Iglesia, por derecho divino, es decir, en virtud de una institución divina positiva, es el alma del mundo, su luz suprema y su principio de vida moral.

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