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sábado, 11 de febrero de 2012

Serie : Deconstruyendo la sociedad moderna (4)


Para aquellos que recién se unen a la lectura de estas sucesivas entregas en las que nos hemos propuesto, con el favor de Dios, realizar una “deconstrucción” (para usar un vocablo tan querido por muchos de nuestros contemporáneos) de la sociedad actual (eso de llamarla moderna no me resulta del todo correcto por la sencilla razón de que toda sociedad en su momento ha sido “moderna”) para aquellos recién llegados, repito, quisiera aclarar cómo va el camino.

-         En la primera entrega hacíamos una aproximación un tanto (o mejor, bastante) desesperanzadora sobre el estado presente de nuestra sociedad en todos los niveles que se le mire. Y terminábamos diciendo que el nuevo ídolo sobre el cual se ha erigido no es otro que la llamada “Libertad individual”, y anunciábamos nuestro propósito de esclarecer su naturaleza, pues la enfermedad hay que diagnosticarla con total certeza si se quiere adelantar una terapéutica pertinente.


-         En un segundo momento quisimos afrontar la tarea proyectada y para ello propusimos dos caminos: exponer con sencillez las concepciones más comunes sobre la libertad y luego abordar con un poco más de profundidad la naturaleza de la voluntad humana y el libre arbitrio apoyándonos en la obra de Santo Tomás de Aquino. (a propósito de esta elección un amigo me decía hace poco que por qué no buscaba yo “bibliografía” más reciente, por ejemplo entre la psicología actual. Yo le dije que no lo hacía simplemente porque actualmente la psicología NO SABE qué es la voluntad o QUÉ es la libertad, tal cual)

-         Transitado el primer camino emprendimos el segundo, sobre la naturaleza de la voluntad humana, empezando por la exposición de la doctrina sobre la vida apetitiva, que junto a la vida cognoscitiva conforma las dos grandes esferas de actividad consciente en que nos movemos por regla general. El objetivo es encuadrar la naturaleza de la voluntad como un “apetito” que nace de la aprehensión intelectual del bien. Para ello dimos en el anterior artículo algunas “pinceladas” sobre los apetitos.
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Hecho el anterior balance quisiéramos en el presente artículo concluir el asunto de los apetitos.

Una anécdota: un amigo luego de leer el anterior artículo me decía que el uso que le daba yo a la palabra apetito era nuevo para él, pues siempre había entendido el término como referido a “hambre”. Es sabido que en muchos lugares de habla hispana (o en todos) se suelen usar expresiones como: “tengo apetito”, “hoy no tengo apetito”, “¡buen apetito!”, “¡ese niño tiene un apetito terrible, se come todo!”, todas referidas a la muy humana acción de comer. La extrañeza de mi amigo ante el sentido “filosófico” del término apetito, entendido como “inclinación proveniente de una forma”, estaba perfectamente justificada, y le aclaré que uno de los distintivos de la filosofía realista era precisamente la costumbre de tomar del uso corriente, palabras corrientes, y por cierta analogía emplearlas en sentidos más profundos que los habituales. Veamos:

Cuando decimos que tenemos “hambre”, queremos decir que en ese preciso momento estamos experimentando conscientemente una inclinación a buscar y consumir alimentos. Esta inclinación que llamamos hambre nos viene dada o impuesta por nuestro propio organismo, los especialistas nos dirían que todo se debe a que el organismo detecta bajos niveles de nutrientes y da inicio a la producción de neurotransmisores, como la serotonina, los cuales activan en el cerebro el envío de señales que constituyen para el sujeto la “sensación” de hambre y el consiguiente impulso a comer.

Pues bien, ¿qué tenemos aquí?, tenemos una constitución interna propia del sujeto, su naturaleza, que determina en el sujeto mismo ciertos comportamientos, como la búsqueda de comida. A este proceso se la llama coloquialmente tener hambre, y también tener apetito.

Ahora, partiendo de este sentido usual del término apetito el filósofo realista se eleva a aplicaciones más profundas. El filósofo realista llama apetito a toda inclinación que proviene del propio sujeto mediando siempre la “forma” (ya natural, forma substancial en sentido aristotélico, ya intencional o cognoscitiva), pues los seres que carecen de conocimiento están limitados a su propia forma o naturaleza y al respectivo comportamiento que de ella se sigue, (por ahora entendamos estas dos palabras como sinónimas), y en cambio los seres que pueden conocer están abiertos a obrar también según las formas o naturalezas que aprehenden cognoscitivamente. Ya sea conocimiento sensible o intelectual, y así vemos que el animal huye al ver a su depredador natural, y el hombre va de voluntario a misiones humanitarias en tierras lejanas porque ha comprendido que hacerlo ES BUENO.

Retengamos entonces que “apetecer”, es buscar, tender hacia, ir tras de un fin que nos viene por nuestra naturaleza (forma natural) o que hemos percibido por el sentido o el intelecto (forma intencional). Y por tanto “apetito”, es la facultad de realizar esto último.

Ahora se entiende (eso espero) un poco mejor la definición clásica de apetito:


   Appetitus « nihil aliud est quam quaedam inclinatio appetentis in aliquid » (S. th. I-II 8, 1 c)


   Apetito: no es otra cosa que cierta inclinación del apetente hacia algo.

Aclaremos aún otro elemento:


    “Obiectum appetitus est bonum ; nam bonum est id, quod est conveniens appetitui.”


   El objeto del apetito es el bien (lo bueno); pues el bien es aquello que conviene al apetito.

Ha sido doctrina clásica, constante y ya consagrada en la filosofía realista que el bien es lo que todos buscamos cuando hacemos algo, la forma clásica de decirlo era:


   "Bonum est quod omina appetunt."


   El bien es lo que todas las cosas apetecen.

Siempre que obramos buscamos alcanzar, conservar o comunicar un bien, algo bueno. No necesariamente bueno en sí, pero siempre bueno al menos en nuestra consideración, puesto que es evidente muchas veces hacemos cosas que nos perjudican objetivamente pero las cuales, como ya dijimos, por un error de juicio valoramos como buenas para nosotros. El caso extremo es el del suicida, objetivamente hace lo peor que se puede hacer contra uno mismo, quitarse la vida, por lo tanto habría que decir que no buscó lo bueno sino lo malo, sin embargo por un error de juicio el desgraciado creyó en aquel momento que acabar con su vida era lo “mejor” (o sea lo bueno) que podía hacer, por tanto sigue siendo verdad aún en tal caso extremo que lo que buscó fue el bien.

Dijimos también que el apetito sigue a una “forma”. Expresiones de este tipo causan una comprensible extrañeza en nuestros días, son casi ininteligibles. Todo se debe al gran desconocimiento que reina de la filosofía realista, y no sólo entre la gente común, lo cual se comprende pues no tienen ninguna obligación de ello, pero incluso entre profesores de filosofía, aficionados a la filosofía, etc. literalmente no logran darle un sentido a la frase. Trataremos de dárselo:

En filosofía realista los entes finitos (a diferencia del “ente” infinito, Dios) tienen una composición profunda de materia y forma, siendo la materia el elemento potencial y la forma el elemento determinativo de la naturaleza del ente. Por ello la forma nos dice lo que la cosa es, lo que la distingue de los demás entes, (ya dijimos que por ahora no distinguiremos entre forma y naturaleza o esencia), y al decirnos lo que la cosa es nos dice cómo se comporta, obviamente, pues si algo es un caballo no se comportará como un pez y viceversa.

Recordábamos que según nuestros mayores “agitur sequitur esse”, el obrar sigue al ser y se obra según lo que se es. No le podemos pedir a un coche que se comporte como un avión, ni a un árbol que se comporte como un gato. Porque lo uno no es lo otro, como diría mi abuelita.

Pues bien, al decir que todo apetito sigue a una forma queremos decir que todo movimiento hacia, o apetición de,  viene especificado por la naturaleza de la cosa, o por una “forma” entendida o sentida. 
Pues “conocer”, intelectual o sensiblemente, no es otra cosa que una recepción de las formas o naturalezas de las cosas. 

Es por ello que debemos distinguir dos tipos de apetito:


   “Ad invicem distinguuntur appetitus naturalis et appetitus elicitus.”
         
   Se distinguen antre sí el apetito natural y el apetito elícito

El apetito natural es:


   “Appetitus naturalis est insita naturae ordinatio, identificata cum natura ipsa, ad id quod est conveniens seu bonum ipsi.”


   El apetito natural es una ordenación (inclinación o tendencia), identificada con la misma naturaleza de la cosa, hacia aquello que le es conveniente o hacia su bien.

De manera que el apetito natural no es propiamente una potencia o facultad distinta de la misma naturaleza de la cosa, sino más bien es esta misma naturaleza en cuanto ordenada o inclinada al bien que le es propio.

El apetito elícito se define como:


   "Appetitus elicitus est inclinatio, quae sequitur cognitionem"

Esta definición de apetito elícito dice todo en medio de su sencillez, las dos palabras claves son inclinación y conocimiento. El apetito elícito sigue al conocimiento. Es lo mismo que decíamos más arriba con aquello de que el apetito sigue a la forma. Conocemos y obramos.

Esperamos que haya quedado resuelta la pregunta con la que cerrábamos el artículo anterior, y que podamos ahora hacer más luz sobre la expresión:


« quamlibet formam sequitur aliqua inclinatio » (S. th. I 80,1c.)


A toda forma le sigue alguna inclinación. 

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