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viernes, 10 de agosto de 2012

(1) La mujer cristiana



El amor no existió entre los hombres antes de la venida del Mesías; la mujer vivió sin él en aquellas sociedades infortunadas, cual mísera flor de la naturaleza, que, falta de ambiente, apenas descubre en sus pálidos pétalos los vivos reflejos con que la adornó el Hacedor Supremo. ¿Qué fue, en efecto, el amor antes del cristianismo? No descubramos lo que fue en Oriente, porque aquél es antro de grosera sensualidad y de brutales pasiones de los sentidos. En Grecia y en Roma es un insulto a la naturaleza, o un torpe deleite. Los amores impúdicos de Córidon y Alexis cantados por Virgilio imperan allí casi como instituciones sociales. El espartano, antes de escoger esposa, empieza embruteciéndose con un vicio infame que degrada al amante y al amado; Arístides y Temístocles se disputan con furor las caricias de Estesileo de Ceos; Fidias graba el nombre de su favorito en el dedo del Júpiter Olímpico que ha de recibir las adoraciones de toda la Grecia; la legión tebana está más unida aún por los lazos de repugnante depravación que por el espíritu de cuerpo y por la gloria, de las armas. Alejandro avergüenza a sus soldados con sus escandalosas familiaridades con el eunuco Bágoas. Y anualmente sobre la tumba de Diocles, la Grecia ciñe con una corona las sienes del joven más disoluto. 

Los romanos superan aún a los griegos en las torpezas de sus vicios; amor significa entre ellos libertinaje: «Sine Cerere et Bacho friget Venus» es un proverbio a cada instante repetido; y cierto grave historiador al querer pintar los desórdenes de Nerón, dice que daba banquetes, se embriagaba y amaba. ¿Quién ignora las Spintrae de Tiberio y los incestos de Calígula? ¿Quién no ha oído hablar de las liviandades de Nerón y de sus infamias con Esporo? ¿Quién no se ha estremecido de horror al leer las abominaciones con que Heliogábalo manchaba su tálamo é infamaba la sangrienta púrpura de los emperadores? La naturaleza humana nunca se vio tan ultrajada como en los tiempos del Imperio; y las obscenidades que consentía la sociedad romana debe ocultarlas eternamente la historia por deber de moralidad. La antigüedad sensual y liviana amó el cuerpo, la materia, y olvidó el alma, el espíritu; no dirigió a la mujer sino torpes miradas de sensualidad, vio tan sólo en ella el instrumento del mayor deleite de los sentidos, y la encerró esclava en un serrallo o bien la prostituyó en el templo y en la plaza pública. Si alguna vez le tributó culto, dirigió sus adoraciones a la hermosura del rostro, a las formas bellísimas de su cuerpo. La contempló con idea impura, y despreció otra belleza mayor que se refleja en la tersa frente, pero que no es la de los sentidos: belleza divina, incomparable, que como el pensamiento vive sin formas, sin colores, no está, sujeta a las imperfecciones de la materia y es la flor del mundo moral; belleza ideal, celeste, cuyo embriagador aroma es el consuelo, la esperanza y la vida de la vida humana, e iguala en esplendor la hermosura del cielo claro, sereno, tranquilo lleno de la majestad del Dios creador y omnipotente. 

Cuando la mujer ha cimentado su condición social tan sólo en la belleza del cuerpo, su emancipación será incompleta y su reinado efímero: durará lo que dure su hermosura; adorada hoy, mañana será despreciada, y después no tardará en pudrirse en la tumba al escabel de su fortuna; durará su culto lo que dure la belleza de su rostro, belleza de un día que pasa como el pájaro por los aires sin dejar huella alguna de su vuelo fugaz, belleza efímera que como suave aroma se desvanece como impalpable sombra en cuanto se eclipsa el sol de la juventud. El cristianismo corrigió desde el primer día de su existencia el error fatal de la antigüedad. El pudor, hasta entonces ultrajado en el harem, en los templos, en el teatro, en las reuniones y en las asambleas populares, en el ágora y en el foro; burlado y escarnecido en los altares; eliminado de entre los atributos de la Divinidad, se convierte en el adorno más bello de la mujer, ennoblece a la compañera del hombre y le da la dignidad de la virtud y el encanto de la inocencia. A los tipos de corrupción y de infamia, los símbolos obscenos del paganismo, sustituye el ideal sublime de una mujer incomparable, virgen y madre a un mismo tiempo, sin mancha en su blanco hábito virginal, y que con una celestial mirada purifica el corazón del hombre y le convierte para siempre a la virtud. La mujer, tal como la presenta la doctrina de Cristo, es la obra más bella, es el diamante del Evangelio. Virtuosa y pura en su cariño cuando con el amor vibran las fibras de su corazón, es una armonía viva, una imagen viva del cielo. Impotentes son los esfuerzos que contra ella dirige el vicio; impotentes los bramidos de las pasiones; erguida la frente lucha impasible contra los apetitos groseros y los torpes instintos de la naturaleza humana, y vierte con profusión sobre la tierra los santos placeres y los puros goces de los afectos de familia. El Evangelio descubrió a los hombres el carácter verdadero del amor: la virtud y no el deleite fue la base de toda unión matrimonial; se unieron los cuerpos porque se amaron las almas, y la mujer recobró al instante por medio del pudor su legítima autoridad y su hasta entonces despreciada dignidad. 

(Tomado de "El matrimonio: su Ley Natural, su historia, su importancia social" de Joaquín Sánchez de Toca Calvo )

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