Nunca antes en la historia se
había insistido tanto en la dignidad humana como fundamento del ordenamiento
jurídico y en la primacía de los derechos inalienables de la persona, pero
también es cierto que nunca en la historia de la juridicidad como ahora se
había olvidado el interés general como límite de ésta.
Se ha pretendido construir una doctrina personalista donde se caricaturiza
su dignidad reduciéndola exclusivamente a la libertad y ésta a la ausencia
de coacción, el deseo o el apetito sin
limitación alguna sería fundamento del derecho, por tanto dentro de tan
sui-generis personalismo la autonomía individual vendría a ser el único valor
fundante del ordenamiento jurídico, sin importar la alteridad como elemento
esencial del derecho o el cumplimiento del deber y menos el bien común.
El derecho a hacer valer como derecho cualquier acto del querer estatal
o individual aunque a veces sea limitado por razones de utilidad, sería el absoluto
relativismo: todos pueden hacer valer como derechos las cosas más extrañas,
contradictorias e incluso absurdas; sin lugar a dudas tendríamos que concluir
que la anarquía sería un derecho. Estamos
abocados ante un inexorable envilecimiento so pretexto de la vigencia de un
nuevo dogma o mejor de una utopía bautizada por algunos como el libre
desarrollo de nuestra animalidad, perfecta caricatura del verdadero
desarrollo de la personalidad que le propone al hombre liberarse incluso de su
propia naturaleza, lo cual ha comportado un rápido proceso de disolución moral
o de envilecimiento colectivo que si no se frena acaba perdiendo todo sentido
el concepto clásico de libertad social como libertad dentro de un orden. Al final, vendrá la guerra de todos contra
todos.
Lo anterior ¿no es acaso el sustento
ideológico del derecho a la dosis personal, al suicidio, al aborto, a la unión
homosexual, a la eutanasia, a la eugenesia, al incesto, a la maternidad
incógnita, a la zoofilia, etc., reconocidos por diferentes tratados
internacionales y por la gran mayoría de los ordenamientos jurídicos nacionales
y justificados en nombre de los nuevos dogmas laicos?.
La tolerancia, el pluralismo y la
no discriminación, a los que toda la sociedad está siendo conducida, ya fuere
mediante los programas estatales implantados por el ministerio de educación y de salud, o ya sea a través de las
decisiones proferidas por la Corte Constitucional en las sentencias que hacen relación al libre
desarrollo de nuestra personalidad. Habiendo
perdido el Estado su dimensión moral, se convierte en un claro promotor del
desorden. Es una auténtica revolución cultural en la que el colegio donde
estudian nuestros hijos, nuestras familias, la empresa donde trabajamos, la
mentalidad, la política, la religión, la moral, el derecho, en síntesis toda
nuestra vida deberá conformarse a esos postulados "políticamente
correctos". Con gran agudeza se lee en el prólogo del texto La Revolución
Cultural, un "smog" que envenena a la familia chilena: "Sí, una
revolución que penetra como un smog en todos los ambientes, contaminando gradualmente
leyes y costumbres, corroyendo los principios, eliminando las nociones del bien
y del mal e implantando una nueva moral atea y relativista y que además prepara el clima jurídico y
publicitario para que se persiga a quienes le opongan alguna resistencia",
se
trata de un programa de desconstrucción de los restos de la sociedad de
inspiración cristiana, para imponer un modelo relativista en lo ideológico y
amoral en las conductas, su fundamento doctrinario se encuentra en una
peculiar interpretación de los derechos humanos, haciendo total abstracción de
la enseñanza de la iglesia y de la índole cristiana de nuestro pueblo. Desde
luego, todo lo anterior ejecutado por la dictadura de los tolerantes quienes
están practicando una cirugía social de gran envergadura, cercenando la raíz
cristiana de nuestra sociedad e imponiendo
un pansexualismo freudiano demoledor de la familia y de todas nuestras
tradiciones.
Sin tapujos, Rodolfo Llopis, diligente
del PSOE, en los años de la II República española, reconoce la agenda que el
socialismo ha diseñado sobre el tema:
"Para mí no hay revolución
simplemente porque se lleve a efecto un cambio de régimen político. Ni siquiera
hay revolución cuando junto al cambio político hay un cambio social. Para mí,
el ciclo revolucionario no termina hasta que la revolución no se haga en las conciencias...
hay que apoderarse del alma de los niños".
Después vendría —hoy lo vivimos
en nuestra política— lo que proponía el pensador italiano Antonio Gramsci:
marxistizar al hombre interior sin violencia o derramamiento de sangre, no importa conquistar las calles y
ciudades, lo que se debe conquistar es la mente de la sociedad civil, sobre
todo en Hispanoamérica y en el sur de Europa, se deben deconstruir todos los
hábitats, las costumbres y las instituciones sociales donde el catolicismo
romano ha guiado más profundamente el pensamiento y las acciones de la generalidad
de las poblaciones y eso se ha cumplido al pie de la letra, por los organismos
estatales y judiciales mencionados.
Es necesario, en cumplimiento de los cometidos de la revolución
cultural, alterar esa mente, convertirla en su opuesto en todos sus detalles,
de manera que se convirtiera no simplemente en una mente no cristiana sino en
una mente anticristiana. Tales metas se han logrado por medio de una revolución
tranquila y anónima en nombre de la dignidad y de los derechos del hombre y en
nombre de la autonomía y libertad con respecto a las restricciones exteriores.
La ideología de los derechos
humanos que impera en la hora presente acaba impulsando la liberación absoluta
del hombre, de toda clase de dominaciones y potestades, incluso las constitucionales.
En su origen, el hombre liberal se independiza
no sólo de los reyes y de los privilegios, sino básicamente de Dios, de su ley
y de la religión, luego de los desigualdades materiales y en la hora presente
buscan liberarnos de todo aquello que limite la autonomía, empezando por
nuestro cuerpo, es la primacía del cuerpo individual, a que la razón ahora se
somete. Hoy, los blancos favoritos de la revolución cultural no son los
cuarteles militares o las instalaciones públicas, como otrora acontecía, hoy
como ya se dijo, es el alma de los niños, en un trasbordo ideológico inadvertido
que se produce de manera imperceptible en toda nuestra cultura. La toma del
palacio de invierno decía el mismo Gramsci refiriéndose al poder político es lo
último, antes deberá preceder la toma de la cultura, nuestro inefable Nicolás
Gómez Dávila lo resume en una de sus extraordinarias sentencias doctas o
escolios como popularmente se le conocen: "La revolución solo invade palacios
previamente desertados".
ALEJANDRO ORDÓÑEZ MALDONADO
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