Constitución
Apostólica
“In
Eminenti”
Clemente
XII
28
de abril de 1738
Condena
a la francmasonería y prohíbe a los fieles de toda condición, formar parte o
colaborar con la misma.
“Habiéndonos colocado la Divina Providencia,
a pesar de nuestra indignidad, en la cátedra más elevada del Apostolado, para
vigilar sin cesar por la seguridad del rebaño que Nos ha sido confiado, hemos
dedicado todos nuestros cuidados, en lo que la ayuda de lo alto nos ha
permitido, y toda nuestra aplicación ha sido para oponer al vicio y al error
una barrera que detenga su progreso, para conservar especialmente la integridad
de la religión ortodoxa, y para alejar del Universo católico en estos tiempos tan
difíciles, todo lo que pudiera ser para ellos motivo de perturbación.
Nos hemos enterado, y el rumor público no
nos ha permitido ponerlo en duda, que se han formado, y que se afirmaban de día
en día, centros, reuniones, agrupaciones, agregaciones o conventículos, que
bajo el nombre de Liberi Muratori o Franc-masones o bajo otra denominación
equivalente, según la diversidad de lengua, en las cuales eran admitidas
indiferentemente personas de todas las religiones, y de todas las sectas, que
con la apariencia exterior de una natural probidad, que allí se exige y se
cumple, han establecido ciertas leyes, ciertos estatutos que las ligan entre
sí, y que, en particular, les obligan bajo las penas más graves, en virtud del
juramento prestado sobre las santas Escrituras, a guardar un secreto inviolable
sobre todo cuanto sucede en sus asambleas.
Pero como tal es la naturaleza humana del
crimen que se traiciona a sí mismo, y
que las mismas precauciones que toma para ocultarse lo descubren por el
escándalo que no puede contener, esta sociedad y sus asambleas han llegado a
hacerse tan sospechosas a los fieles, que todo hombre de bien las considera hoy
como un signo poco equívoco de perversión para cualquiera que las adopte. Si no
hiciesen nada malo no sentirían ese odio por la luz.
Por ese motivo, desde hace largo tiempo,
estas sociedades han sido sabiamente proscritas por numerosos príncipes en sus
Estados, ya que han considerado a esta clase de gentes como enemigos de la
seguridad pública.
Después de una madura reflexión, sobre los
grandes males que se originan habitualmente de esas asociaciones, siempre
perjudiciales para la tranquilidad del Estado y la salud de las almas, y que,
por esta causa, no pueden estar de acuerdo con las leyes civiles y canónicas,
instruidos por otra parte, por la propia palabra de Dios, que en calidad de
servidor prudente y fiel, elegido para gobernar el rebaño del Señor, debemos
estar continuamente en guardia contra las gentes de esta especie, por miedo a
que, a ejemplo de los ladrones, asalten nuestras casas, y al igual que los
zorros se lancen sobre la viña y siembren por doquier la desolación, es decir,
el temor a que seduzcan a las gentes sencillas y hieran secretamente con sus
flechas los corazones de los simples y de los inocentes.
Finalmente, queriendo detener los avances de
esta perversión, y prohibir una vía que daría lugar a dejarse ir impunemente a
muchas iniquidades, y por otras varias razones de Nos conocidas, y que son
igualmente justas y razonables; después de haber deliberado con nuestros
venerables hermanos los Cardenales de la santa Iglesia romana, y por consejo
suyo, así como por nuestra propia iniciativa y conocimiento cierto, y en toda
la plenitud de nuestra potencia apostólica, hemos resuelto condenar y prohibir,
como de hecho condenamos y prohibimos, los susodichos centros, reuniones,
agrupaciones, agregaciones o conventículos de Liberi Muratori o Franc-Massons o
cualquiera que fuese el nombre con que se designen, por esta nuestra presente
Constitución, valedera a perpetuidad.
Por todo ello, prohibimos muy expresamente y
en virtud de la santa obediencia, a todos los fieles, sean laicos o clérigos,
seculares o regulares, comprendidos aquellos que deben ser muy especialmente
nombrados, de cualquier estado grado, condición, dignidad o preeminencia que
disfruten, cualesquiera que fuesen, que entren por cualquier causa y bajo
ningún pretexto en tales centros, reuniones, agrupaciones, agregaciones o
conventículos antes mencionados, ni favorecer su progreso, recibirlos u
ocultarlos en sus casas, ni tampoco asociarse a los mismos, ni asistir, ni
facilitar sus asambleas, ni proporcionarles nada, ni ayudarles con consejos, ni
prestarles ayuda o favores en público o en secreto, ni obrar directa o
indirectamente por. sí mismo o por otra persona, ni exhortar, solicitar,
inducir ni comprometerse con nadie para hacerse adoptar en estas sociedades,
asistir a ellas ni prestarles ninguna clase de ayuda o fomentarlas; les
ordenamos por el contrario, abstenerse completamente de estas asociaciones o
asambleas, bajo la pena de excomunión, en la que incurrirán por el solo hecho y
sin otra declaración los contraventores que hemos mencionado; de cuya
excomunión no podrán ser absueltos más que por Nos o por el Soberano Pontífice
entonces reinante, como no sea en “artículo mortis”. Queremos además y
ordenamos que los obispos, prelados, superiores, y el clero ordinario, así como
los inquisidores, procedan contra los contraventores de cualquier grado,
condición, orden, dignidad o preeminencia; trabajen para redimirlos y
castigarlos con las penas que merezcan a título de personas vehementemente
sospechosas de herejía.
A este efecto, damos a todos y a cada uno de
ellos el poder para perseguirlos y castigarlos según los caminos del derecho,
recurriendo, si así fuese necesario, al Brazo secular.
Queremos también que las copias de la
presente Constitución tengan la misma fuerza que el original, desde el momento
que sean legalizadas ante notario público, y con el sello de una persona
constituida en dignidad eclesiástica.
Por lo demás, nadie debe ser lo bastante
temerario para atreverse a atacar o contradecir la presente declaración,
condenación, defensa y prohibición. Si alguien llevase su osadía hasta este
punto, ya sabe que incurrirá en la cólera de Dios todopoderoso y de los
bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo.
Dado en Roma, en la iglesia de Santa María
la mayor, en el año de 1738 después de la Encarnación de Jesucristo, en las 4
calendas de mayo de nuestro octavo año de pontificado”
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