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lunes, 7 de octubre de 2013

Parte 2: Catecismo de la encíclica "immortale Dei" del Papa León XIII




FILÓSOFO.—¿Cuál es la doctrina de la Iglesia sobre el origen y existencia de la sociedad en general?

ECUATORIANO.—Reconociendo el hecho incontrovertible de que los hombres viven reunidos en sociedad, enséñanos que ésta no es una institución arbitraria de los mismos, sino una ordenación de la naturaleza racional, y por consiguiente, de su autor, que es Dios.

F.—¿En qué se funda esta enseñanza católica?

E.—Fúndase en la consideración de la extrema indigencia y de las naturales e irresistibles inclinaciones de la especie humana. El hombre aislado no puede ciertamente procurarse todo aquello que la necesidad y el decoro de la vida corporal exigen: menos aun aquello que es conducente a la perfección de su entendimiento, de su voluntad, de su alma. Nace débil, pobre, desnudo; es incapaz de buscar por sí mismo los medios de conservación, y combatir con ventaja contra tantos elementos destructores de su existencia. Nace ciego, ignorante e inclinado al mal desde la adolescencia; y sin el magisterio y gobierno de los demás hombres, mal podría, abandonado a sus propias fuerzas, cultivar la inteligencia, reprimir las pasiones, practicar las virtudes. Fue por esto sapientísima providencia de Dios, que haya nacido dispuesto al trato y sociedad con sus semejantes, ya doméstica, ya civil, la cual es la única que puede proporcionar lo que basta, a la perfección de la vida.

F.—¿Por qué acentuáis la última frase de vuestra respuesta?

E.—Porque ciertamente no debemos, ni podemos exigir de la sociedad civil lo vano, lo inútil, lo superfluo, ni menos lo nocivo; sino sólo aquello que, como hemos dicho, basta a la perfección de la vida, conforme a los dictámenes de la recta razón. Así es que los católicos deben moderar prudentemente sus deseos, y no dejarse arrebatar pe ese funesto vértigo que, con nombre de progreso, arrastra a los necios hacia una soñada prosperidad y ventura social que se cifra únicamente en los goces del sentido, con mengua y quiebra de los intereses del alma.

F.—Volviendo al punto principal, ¿deberán los católicos rechazar como opuestas a la doctrina pontificia las teorías de Rousseau, de Hobbes, y de los antiguos materialistas y modernos sensistas y positivistas?

E.—¿Quién lo duda? puesto que Rousseau fingió, antes del establecimiento de la sociedad civil, un estado primitivo en que el hombre era naturalmente silvestre y solitario; y dijo que este estado era más conforme con su naturaleza, y que la sociedad civil era efecto exclusivo de un pacto o contrato que, libremente celebrado por los hombres, podía ser libremente revocado. Hobbes imaginó asimismo que el estado natural del hombre era el de una guerra perpetua de todos contra uno, y de uno contra todos, hasta que se juntaron libremente en sociedad, y crearon un poder público que los reprimiese con vara de hierro, y los sujetase con leyes las cuales, en su juicio, eran criterio supremo de la moralidad. Estas insensatas y absurdas teorías, desmentidas por la razón y por la historia, están en abierta oposición con las doctrinas pontificias: de consiguiente los católicos de verdadero nombre, no pueden menos de reprobarlas y rechazarlas seriamente.

F.—Pero si los pueblos pasan de la barbarie a la civilización, no parece absurdo suponer que el estado natural y primitivo del hombre sea el solitario y silvestre, como opinaban Hobbes y Rousseau, fundados en testimonios de la historia particular de muchas naciones.

E.—Cuando se trata del verdadero origen de la sociedad en general, no debemos fijarnos en la historia particular de éste o aquel pueblo, sino más bien en los datos de la divina revelación. Ahora bien, consta de ella que Adán, Padre del linaje humano, fue enriquecido con altísimos dones de muy profunda sabiduría: debió, pues, arrojar en el seno de la sociedad primitiva gérmenes preciosos de civilización y cultura, los cuales, aunque muy capaces de recibir ulterior desarrollo, colocaron sin duda a los primeros descendientes en condiciones muy superiores a las de la barbarie de los hotentotes y antropófagos. Teniendo esto en cuenta, deberemos decir, no que los pueblos pasaron de la barbarie a la civilización; sino al contrario, que degeneraron y descendieron de la civilización a la barbarie.

F.—Os escucho con suma complacencia, y la exactitud de vuestras contestaciones excita más y más en mí el deseo, de conocer a fondo la doctrina social del Papa. Decidme, pues, os ruego, ¿cuáles son los elementos esenciales de la sociedad?

E.—Son dos: la autoridad y el pueblo, esto es el gobernante y los gobernados, el superior y los súbditos. Porque así como los cuerpos en la naturaleza física constan de partes, y de una fuerza o principio de cohesión que las une; así también la sociedad, que es un cuerpo moral, consta de seres inteligentes y libres que naturalmente se asocian, y de una fuerza o principio que ata las inteligencias y voluntades libres y dirige el concurso simultáneo de todas sus potencias inferiores en la prosecución del bien común. Esta fuerza o principio no es una cosa física, material, mecánica; sino espiritual, moral, correspondiente a la naturaleza de los asociados; en una palabra, es un derecho y derecho de gobernar, de mandar, de imponer. Esta fuerza o principio, en abstracto, es la autoridad; y en concreto, es el gobernante, el superior.

F.—Comprendo bien que la autoridad es en cierto sentido necesaria; pero aun no veo muy claro cómo sea ella un elemento precisamente esencial.  

E.—Aquello es precisamente esencial a una cosa, sin lo cual no puede ser ni concebirse la cosa misma. La redondez es esencial al círculo, porque sin ella no puede ser ni concebirse el círculo. Ahora bien, ninguna sociedad puede subsistir ni permanecer, si no hay quién presida a todos y mueva a cada uno con un mismo impulso eficaz y encaminado al fin común. Luego la autoridad social es un elemento no en cierto sentido necesario, sino precisamente esencial.

F.—¿ Y os parece muy útil fijar bien, como acabáis de hacerlo, el carácter de la necesidad de este elemento?

E.—Sí, Señor, porque de esta fijación depende en gran parte la atinada solución de un problema de suma trascendencia en la materia.

F.—¿Qué problema es ese?

E.—El del origen de la autoridad social.

F.—Tocáis un punto realmente delicado: y yo quisiera oíros discurrir sobre él con el mismo acierto con que me habéis antes contestado.

E.—Satisfaré brevemente a vuestro deseo, sin apartarme un ápice de la doctrina expuesta en nuestra Encíclica. Digo, pues, que si la autoridad es elemento esencial de la sociedad, la autoridad surge y emana de la naturaleza, como la misma sociedad, y por tanto, viene del mismo Dios, que es su autor. Si la autoridad es una fuerza moral, un derecho, no puede reconocer otra base y título que el título y la base de todos los demás derechos de los hombres, es a saber, el orden moral y objetivo de las cosas, eternamente concebido por el divino entendimiento y sancionado por su adorable y santísima voluntad. No hay potestad que no parta de Dios, ha dicho San Pablo en su epístola a los Romanos, y a falta de cualquiera otra razón, está sola palabra revelada debe bastar a los verdaderos creyentes para profesar el dogma del origen divino de la autoridad social.

F.—De manera que todos los presidentes de vuestra República han bajado de los cielos para gobernarla... . Durus est hic sermo.

E.—No hablamos aquí de las personas, sino de la cosa; no hablamos de los sujetos determinados que invisten la autoridad, sino de la autoridad misma de que están los gobernantes investidos, esa autoridad, ese derecho viene de Dios, y no puede venir de otra parte. El poder público, por sí propio o esencialmente considerado, no proviene sino de Dios, porque sólo Dios es el propio, verdadero y supremo Señor de las cosas, al cual todas necesariamente están sujetas y deben obedecer y servir, hasta tal punto, que todos los que tienen derecho de mandar, de ningún otro le reciben si no es de Dios, Príncipe sumo y Soberano de todos. Sólo esta idea católica ennoblece la obediencia de los gobernados y consagra la autoridad del gobernante.

F.—Según esta doctrina del sabio Pontífice no será la multitud o pueblo el sujeto inmediato de la autoridad social; ni convendrá decir que cuando el pueblo elige al gobernante, el pueblo con su elección le confiera el derecho de mando. ¿No es así?

E.—Exactamente: si no se quiere violentar la significación de los términos con interpretaciones más o menos gratuitas e ingeniosas, eso, y no otra cosa se desprende de las palabras de León XIII . Si el sujeto inmediato de la autoridad fuese el pueblo, la persona por él elegida para gobernarle, no podría decir con verdad: "el derecho de mandar que yo tengo, de ningún otro le he recibido si no es de Dios". Porque el pueblo podría salirle al frente y replicarle con razón: "a mí me ha otorgado Dios el derecho de mando como a sujeto inmediato de la autoridad social que os he conferido con mi elección; soy yo el mandante y vos el simple mandatario."

F-—Veo a donde va a parar vuestra respuesta: queréis, sin duda, significar que el Papa rechaza aquí la opinión de respetabilísimos escolásticos, beneméritos de la Iglesia, quienes defienden, pro aris et focis, que Dios no confiere inmediata, sino mediatamente la autoridad a los gobernantes.

E.—Dais a mis palabras interpretación maliciosa, cuando yo no hago más que comentar fielmente la doctrina del Pontífice, para satisfacer a vuestras mismas preguntas. Sin embargo, ya que me urgís, os diré con franqueza lo que pienso. El Papa no rechaza de un modo explícito la opinión de aquellos respetabilísimos escolásticos, por lo mismo que son tan beneméritos de la Iglesia: pero paréceme innegable que León XIII propende a la opinión contraria de otros doctores católicos, igualmente beneméritos, que sostienen que, aun supuesta la elección que hace el pueblo, Dios es quien confiere inmediatamente la autoridad al gobernante.

F.—Si no tenéis alguna otra razón más poderosa, mucho me temo que no os dejarán hueso sano esos tremendos metafísicos y os abrumarán con todo un Belarmino, un Suárez y la sabia antigüedad cristiana.

E.—No mediré mis fuerzas con esos gigantes, a quienes rindo desde luego las armas. No trataré aquí de oponer argumento a argumento, ni silogismo a silogismo: pero sí insistiré, con el debido respeto, en afirmar que el Padre Santo propende a las doctrinas del Emmo. Cardenal Zigliara, del vasto y profundo Taparelli, del prudentísimo y muy sabio Liberatore. En la Encíclica Diuturnum, publicada el 19 de junio de 1881, dice el mismo León XIII estas terminantes palabras: "Conviene observar aquí que los que han de gobernar la república pueden, en algunos casos dados, ser elegidos a voluntad y juicio de la multitud; sin que a esto se oponga ni contradiga la doctrina católica. Mas con esta elección ciertamente se designa el jefe, pero no se confieren los derechos de la soberanía; no se delega el imperio, sino que se establece quién es el que ha de ejercerle". La versión es literal, y puede consultarse el texto latino. Fijando la atención en este pasaje podéis observar conmigo dos cosas. Primera, que el derecho de elección que concede al pueblo León XIII, es para algunos casos dados, quibusdam in causis, como dicen Zigliara, Taparelli y Liberatore: mientras que los escolásticos que seles oponen, afirman que el modo natural y propio de concretarse la autoridad es a voluntad y juicio del pueblo, si bien conceden que en casos dados puede concretarse de otro modo. Donde claramente vemos que aquello que para León XIII es una excepción, para estos escolásticos es lo natural y propio. Segunda, León XIII hablando en general y exponiendo una doctrina universal, distingue escrupulosamente la simple elección de jefe, de la colación de la autoridad; y otorgando al pueblo en casos dados, el derecho de elegir, niégale en lo absoluto el de conferir la autoridad al príncipe; quo sane delectu designatur princeps, non conferuntur jura principatus.... que es lo que dicen también Zigliara, Taparelli y Liberatore. Es, pues, manifiesto que el Soberano Pontífice propende en sus dos encíclicas a la doctrina de estos últimos.

F.—Allá lo veredes, dijo Agrajes; que yo, aunque filósofo, no soy muy partidario de las sutilezas de escuela. Hiláis muy delgado, y no quiero devanarme los sesos. Si os parece, hablemos más bien de otras cosas palpitantes, como dicen, de actualidad.

E.—Estoy ya un poco cansado, pero siempre a vuestra disposición.


F.—Os lo agradezco muy de veras; pero debo respetar vuestro cansancio, y privarme de la positiva satisfacción de escucharos: hasta mañana.

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