FILÓSOFO.—Asegurada estaría en
gran parte la ventura de los pueblos, si tuviesen siempre á la cabeza hombres
religiosos, probos y aptos para el gobierno: pero, si no me engaño, señalasteis
en una de nuestras conferencias anteriores otra prenda: ¿cuál era?
ECUATORIANO.—Sin duda la
religión, probidad y aptitud, bien comprendidas, abrazan todas las cualidades
que se pueden apetecer en los hombres públicos: mas como no todos tenemos ideas
claras y distintas de las cosas, juzgué necesario indicar en concreto otra cuarta
condición que deben considerar los pueblos en tiempo de elecciones: esta es, el
patriotismo, el amor desinteresado de la patria.
F.—Os sobra, amigo mío, razón
para ello. Hoy en día el verdadero patriotismo es como el fénix, rara avis. Conozco
el mundo, y la experiencia me enseña una cosa muy triste, á saber, que especialmente
en los pueblos republicanos escasean más los patriotas entre los hombres y
partidos que se disputan el poder, que en las clases sociales libres de la
ambición y del interés. Cuando oigo tantas promesas como hacen los ambiciosos
al pueblo, sin quererlo me vienen á la memoria las palabras de Virgilio contra
el funesto caballo de Troya: Timeo Danaos, et dona ferentes: temo á los griegos
en sus mismas dádivas. Cosa cruel es verse condenado un hombre al escepticismo
en esta materia, y á haber de admitir, velis nolis, la distinción profunda
entre patriotas y patrioteros; término, este segundo, que aunque no corre en el
diccionario de la lengua, le hallamos sin embargo muy expresivo, y le
entendemos perfectamente en el vocabulario de los pueblos anárquicos.
E.—Lo peor del caso es que en
Europa esta miseria es el mayor descrédito de las repúblicas hispano
americanas. Luis Veuillot, en su famoso editorial sobre García Moreno, decía hablando
de los presidentes de la América del Sur: "Acontece de ordinario que los
presidentes en su gobierno no hacen más que atesorar, remitir los fondos á
Europa, é ir luego á disfrutar de ellos: por lo demás, son hombres sin crédito
alguno ... . " ¿No es esto sobre toda vergüenza vergonzoso, y sobre toda
indignidad indigno? Y si tanto dijo el publicista francés hablando de los jefes
de partido; ¿qué no pudiéramos añadir nosotros, testigos inmediatos, oculares
de tantas miserias de los subalternos, agentes, aduladores, en una palabra, de
todos aquellos que en cada cambio de gobierno no aspiran más que al medro personal,
aunque sea á costa dé los más vitales intereses de la nación?
F.—Ciertamente el vil egoísmo y
rastrero interés de los caudillos y de las facciones es la verdadera causa del
abatimiento y postración de muchos pueblos republicanos. Nunca serán ellos
prósperos y grandes, si no se esfuerzan en levantar el espíritu patriótico,
poniendo á la cabeza hombres de conciencia, desinteresados y generosos.
"El Senado de la República Romana, dice Valerio Máximo, se distinguía por
la fidelidad y sabiduría de sus decretos; el secreto de sus deliberaciones le
hacía impenetrable. Los que eran admitidos en él, lo primero que hacían era
despojarse del interés particular, por considerar sólo el bien público"
Por esto, como observa Floro, los Embajadores de Pirro, habiendo sido
despedidos de Roma con sus regalos, que la integridad romana no quiso admitir,
les preguntó este Príncipe qué habían observado en esta famosa ciudad; y
respondieron que "Roma les había parecido un templo, y el Senado una
asamblea de Reyes." ¡Cuán otra sería la suerte de muchas de nuestras
repúblicas, si sus legisladores fuesen como los senadores romanos!
Lo que digo de los legisladores
debe con más razón entenderse de los Jefes del Estado: porque como sabiamente
dice Platón, "el bien público es el fin de todo buen gobierno;' ' y como
observa Jenofonte, no se han instituido los príncipes y jefes de los pueblos
para pasar una vida dulce y voluptuosa, sino para procurar á los gobernados una
vida feliz y honrosa. El mayor elogio que se puede hacer de un Rey ó Presidente
es el que hizo Plinio del Emperador Trajano en estos términos: "Aborrecéis
vuestra propia salud, si no está unida á la de la República: no podéis sufrir
que se dirijan votos al cielo á favor vuestro, si no son útiles también á los
mismos que los hacen." ¡Bello elogio! Felices los pueblos gobernados por
hombres tan nobles y generosos! Hoy, amigo mío, muy pocos pueden merecer esta
alabanza; muy pocos pueblos tienen esa felicidad. La tuvo el Ecuador mientras
vivió García Moreno: ese héroe cristiano mereció al pie de la letra el
panegírico de Plinio, concebido en favor de Trajano más bien por la adulación y
la lisonja que por la verdad y el mérito.
E.—No me habléis, amigo, de
García Moreno; porque su sólo nombre conmueve mi corazón hasta derramar
abrasadoras lágrimas. Aun no sabe el Ecuador lo que perdió, lo va entendiendo
más y más cada día.... pero le falta mucho, mucho, mucho por entender. Si el
Ecuador, tirando por otro camino, consuma su prevaricación, y se despeña en el
precipicio de una política opuesta á los principios de su Regenerador; conocerá
lo que perdió en el héroe, cuando se agite moribundo en el abismo de su completa
ruina. Si el Ecuador, aleccionado con dolorosas experiencias, vuelve al
derrotero que le señaló en vida el dedo de su inmortal caudillo, le ensalzará
gozoso cuando, merced al impulso que le dio, domine triunfante las cimas luminosas
de la prosperidad y de la gloria.
Pero volvamos, si os parece, á nuestra
Encíclica "Immortale Dei" y confirmemos todo lo que llevamos dicho en
las precedentes lecciones con la autoridad de la palabra pontificia.
F.—Que me place, y tanto más,
cuanto éste fue el objeto principal de nuestras conferencias. Os ruego, pues,
que en cuanto sea posible contestéis á mis preguntas sirviéndoos de los mismos
términos del sabio Pontífice. Decid ¿cuál es la consecuencia práctica que
deduce León XIII del dogma del origen divino de la autoridad social y política?
E.—Deduce nada menos que todos
los deberes de los gobernantes y de los gobernados: lo cual es sobre manera
provechoso y necesario; por cuanto no faltan, aun entre católicos, quienes,
contentos con hacer profesiones de fe especulativa, se cuidan poco de estudiar
el enlace de los dogmas con la vida práctica. Acaece esto más ordinariamente en
materias sociales y políticas. Pues bien, León XIII, después de explicar el origen
divino de la autoridad social, nos dice: "Cualquiera que sea la forma de gobierno,
los jefes ó príncipes del Estado deben poner la mira totalmente en Dios,
supremo Gobernador del universo; y proponérsele como ejemplar y ley en el
administrar la república.... "
F.—¡Precioso documento! El solo
ennoblece y eleva la autoridad á una altura inaccesible. Admitida la existencia
de Dios y el dogma de la Providencia no queda á la razón otro dechado y norma
de gobierno que el mismo Dios y su Providencia. Las teorías liberales no hacen
de los gobernantes, sino otros tantos pajes de frac y banda, esclavos de la
tiranía de la opinión voluble de muchedumbres inconscientes, esclavos de los
caprichos de turbas ebrias, esclavos de una prensa malcontentadiza y sediciosa:
la enseñanza católica levanta á los reyes y presidentes hasta el trono mismo de
la divinidad para decirles, señalándoles á Dios: He aquí vuestro modelo, he
aquí vuestra ley, he aquí vuestra única razón de Estado: Dios, Dios y Dios! No
comprendo por qué reyes y pueblos prefieren á la teoría católica los delirios
del liberalismo.
E.—Menos lo comprenderéis, amigo
mío, si pesáis el razonamiento con que muestra el Pontífice su proposición.
"Porque así como en el mundo visible, dice, Dios ha creado causas segundas
que dan á su manera claro conocimiento de la naturaleza y acción divinas, y concurren
á realizar el fin para el cual es movida y se actúa esta gran máquina del orbe;
así también ha querido Dio s que en la sociedad civil hubiese una autoridad
principal, cuyos gerentes reflejasen en cierta manera, la imagen de la potestad
y providencia divinas sobre el linaje humano."
F.—De modo que los hombres han de
gobernar á los hombres como gobierna Dios ¡Oh doctrina profunda y sublimísima!
Ya entreveo que ella sola abraza, en su sencillez divina, toda la extensión de
las obligaciones que pesan sobre la conciencia de los gobernantes sinceramente
católicos.
E.—Así es, en efecto: porque
apoyado el Padre Santo en este principio, deduce: 1) Que ha de ser justo el
mandato é imperio que ejercen los gobernantes, y no despótico, sino en cierta
manera paternal, porque el poder justísimo que Dios tiene sobre los hombres
está también unido con su bondad de Padre. 2) Que la autoridad asimismo ha de
ejercerse en provecho de los ciudadanos, porque la razón de regir y mandar es
precisamente la tutela de lo común y la utilidad del bien público. 3) Que si
esto es así, si la autoridad está constituida para velar y obrar en favor de la
totalidad; claramente se echa de ver que nunca, bajo ningún pretexto, se ha de
concretar exclusivamente al servicio y comodidad de unos pocos ó de uno solo. A
renglón seguido estrecha el sabio Pontífice á los gobernantes al cumplimiento
de estos deberes sagrados, intimándoles una sanción formidable en estos graves
términos. Sí los Jefes del Estado, dice, se rebajan á usar inicuamente de su pujanza,
si oprimen á los súbditos, si pecan por orgullosos, si malvierten haberes y
hacienda, y no miran por los intereses del pueblo, tengan bien entendido que
han de dar estrecha cuenta á Dios ; y esta cuenta será tanto más rigurosa, cuanto
más sagrado y augusto hubiese sido el cargo, ó más alta la dignidad que hayan
poseído. Los poderosos serán tormentados poderosamente. (Sabiduría, VI, 7.)
F.—Grande es la ventura de los
católicos que tenéis tan admirable Maestro de la verdad. Las palabras de León
XIII que acabo de escucharos establecen en los gobiernos la justicia, la bondad,
el amor del bien común, una sabia y prudente economía en el manejo de la
hacienda pública; y proscriben la tiranía, el despotismo, el espíritu de
parcialidad y bandería, el despilfarro y malversación dé las rentas y estas lecciones
se apoyan en la única sanción capaz de contener á los hombres en el deber, la
sanción religiosa. Pienso yo que aquí está todo el sesecreto de la paz de los
Estados.
E.—Tenéis razón, porque si los
gobernantes cumpliesen de su parte con sus obligaciones de conciencia, también
los gobernados se verían obligados á la fiel observancia de las suyas. Escuchad
al sabio Pontífice: "Con esto, dice, se logrará que la majestad del poder
esté acompañada de la reverencia honrosa, que de buen grado le prestarán, como
es deber suyo, los ciudadanos. Y, en efecto, una vez convencidos de que los
gobernantes tienen su autoridad de Dios, reconocerán estar obligados en deber
de justicia á obedecer á los Jefes del Estado, á honrarlos y obsequiarlos, á
guardarles fe y lealtad, á la manera que un hijo piadoso se goza en honrar y
obedecer á sus padres. Toda alma esté sometida d las potestades superiores. (Ad
. Rom . XIII , 2.)
F.—Ahora comprendo que el dogma
católico acerca del origen divino de la autoridad social es de suma importancia
práctica; puesto que él funda los deberes de los súbditos para con los
superiores, de los pueblos para con sus jefes. Ahora comprendo por qué la
Revolución, enemiga encarnizada de las humanas sociedades, se empeña en rebajar
la autoridad hasta el punto de no considerarla sino como una institución
arbitraria de los hombres; y por qué la Iglesia, salvación única de los pueblos
y prenda segura de la paz y de la dicha, sostiene á todo trance y defiende
hasta el último aliento esta verdad fundamental, cuya negación desata necesariamente
las pasiones de la multitud contra el gobernante. Ahora, en fin, comprendo cuan
peligrosa es la inconsecuencia de tantos católicos de falso nombre, quienes,
admitiendo en lo especulativo que la autoridad viene de Dios; atropellan y
conculcan en la práctica los derechos de la verdad, despreciando á los superiores,
censurando sin miramiento alguno todos los actos del gobierno que no se
conforman con sus juicios, pasiones ó intereses; escribiendo y divulgando
especies que no pueden menos de desprestigiar y desacreditar al gobierno; dando
la mano á los ateos, francmasones, liberales y radicales, y alentándolos con su
funesto ejemplo en la obra de destrucción que con tanto encarnizamiento
persiguen. Si yo estoy penetrado de que la autoridad que un hombre inviste
sobre mí viene de Dios; yo debo amar, respetar, honrar y obedecer á ese hombre,
quien quiera que sea.... esto es muy lógico. ¿Y cuál es la doctrina del
Pontífice acerca del pretendido derecho de insurrección? ¿Será lícito á los
católicos alzarse contra el poder legítimo, conspirar contra él y hacerle la
guerra á mano armada?
E.—De ninguna manera. Si la
autoridad de que está legítimamente investido el Jefe del Estado viene de Dios;
no es menos ilícito, dice León XIII, el despreciar la potestad legítima, quien
quiera que sea el poseedor de ella, que el resistir á la divina voluntad,
puesto que los rebeldes á la voluntad de Dios caen voluntariamente y se despeñan
en el abismo de la perdición. El que resiste á la potestad, resiste á la ordenación
de Dios: y los que le resisten, ellos mismos atraen á sí la condenación. (Ad.
Rom. XIII , 2. ) Por tanto, quebrantar la obediencia y acudir a la sedición,
sublevando la fuerza armada de las muchedumbres, es crimen de lesa majestad, no
solamente humana sino divina.
F.—En los pueblos anárquicos y
sujetos á tantas revueltas y trastornos políticos, como á inundaciones y
terremotos las regiones volcánicas, creo que ésta es la más importante de las enseñanzas
de la Encíclica que estudiamos. Para mí la más urgente é imperiosa necesidad de
las repúblicas, entregadas al furor de perpetua guerra civil, es la de levantar
en ellas una como Cruzada de la Paz, en la cual todos los buenos trabajen sin
descanso en proscribir el espíritu revolucionario de la época. Predicación evangélica,
discusiones, proyectos y leyes de las cámaras, publicaciones de la prensa
juiciosa y bien intencionada, obras, palabras, pensamientos, todo, todo deben
sacrificar los ciudadanos en obsequio de la paz, reconociendo que la Revolución
es la perdición y ruina de los pueblos.
Si la Revolución es el ataque, á
mano armada, contra la autoridad constituida y contra el orden; por imperfecto
que sea este orden y por defectuosa que sea esa autoridad, en todo caso es
mucho peor el remedio que la enfermedad.
Si la revolución tiene fuerzas
ciegas para destruir; no las tiene para edificar: así es que si sus caudillos pueden
contar fácilmente con muchos elementos de destrucción, nunca pueden lisonjearse
de contar con ellos para llevar á buen término las revueltas y trastornos por
ellos provocados. Rara, rarísima es la revolución coronada por un éxito
verdaderamente próspero y honroso para los pueblos.... Y digo más: si alguna
revolución tuvo feliz éxito; al estudiarla desapasionadamente en sus
antecedentes, concomitantes y consiguientes, se hallará que talvez no mereció
ni aun el nombre de tal, sino el de un simple cambio, ó recobro, ó restablecimiento
de la paz y ventura general, sabiamente dirigida por la divina Providencia.
Mas, prescindiendo de estos casos singularísimos y excepcionales, que deben
juzgarse por otro criterio particular, las revoluciones, repito, son la perdición
y ruina de los pueblos: y esto por muchos capítulos.
E.—Decidme, amigo mío, ¿qué
capítulos son esos? porque ciertamente la materia es importantísima.
F.—Para juzgar con acierto de la
horrorosa gravedad y malicia de las revoluciones, siempre me han llamado la
atención las consideraciones siguientes: 1) ¿Quiénes son los revolucionarios?
2) ¿Por qué hacen las revoluciones? 3) ¿Para qué las hacen? 4) ¿De qué medios
se valen? 5) ¿Cuáles son las consecuencias y frutos de las mismas revoluciones
en los pueblos?
E.—Me habéis propuesto cinco
cuestiones que, en efecto, son capítulos, y capítulos extensos cuya sola
enunciación arroja luz vivísima sobre la materia. Quisiera oíros discurrir sobre
cada uno de ellos con esa discreción y madurez que os distinguen.
F.—Nada puedo negaros: sabéis
empeñarme con vuestra delicadeza. Por otra parte en nuestras conferencias me he
propuesto, como filósofo, investigar las relaciones que existen entre la fe y
la razón: os pregunto en nombre de ésta y me respondéis en nombre de aquélla:
pero vuestras respuestas son tan conformes con la razón, que las enseñanzas de
la fe parece que van, sin sentirlo, desenvolviendo más y más mi inteligencia, y
abriendo á mis ojos más dilatados y luminosos horizontes. De aquí mi empeño en
corroborar la verdad católica con los datos, si bien mezquinos, de la lumbre
natural. Os complaceré pues en este punto, como en todos los demás. Mas como
hay tela suficiente para otra conferencia, retirémonos á reflexionar sobre las
cuestiones propuestas, á fin de explicarlas más ventajosamente.
E.—Está muy bien: vamos á
reflexionar.
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