El más importante de todos los
negocios es el de nuestra eterna salvación, del cual depende nuestra fortuna o
nuestra ruina eterna. Una sola cosa es necesaria. No es necesario que seamos
ricos, nobles, robustos; pero es necesario que nos salvemos. Es el único fin
para el que Dios nos ha puesto en el mundo. ¡Desgraciados si erramos!
Decía San Francisco Javier que en
el mundo no había más que un bien: salvarse, y un mal: condenarse. ¿Qué importa
que seamos pobres o despreciados o estemos enfermos? Si nos salvamos, seremos
siempre felices. En cambio, ¿de qué nos servirá haber sido reyes y emperadores,
si somos desgraciados eternamente?
¡Oh Dios mío! ¿Qué será de mí?
Puedo salvarme, y puedo condenarme. Y en esa posibilidad de condenarme, ¿por
qué no me entrego todo a Vos?
Jesús mío, compadeceos de mí. Yo
quiero cambiar de vida. Ayudadme. Disteis Vos la vida por salvarme, ¿y querré
yo condenarme? ¿He hecho bastante por mi salvación? ¿Me he asegurado yo contra el
infierno?
¿Con qué podrá compensar el
hombre la pérdida de su alma? ¿Qué no han hecho los santos para asegurar su
salvación? ¡Cuántos reyes y reinas, renunciando a sus coronas, han ido a
encerrarse en el claustro! ¡Cuántos jóvenes, dejando su patria, se han
sepultado en la soledad del desierto! ¡Cuántas doncellas han renunciado a la mano
de los nobles, para ir al martirio por Cristo! ¿Y qué hacemos nos otros? ¡Oh
Dios mío! ¡Cuánto hizo Jesucristo por salvarnos! ¡Vivió treinta y tres años
entre penas y trabajos! Dio por nosotros su vida, ¿y nosotros nos empeñaremos
en perdernos? Os doy gracias, Señor, porque no me enviasteis la muerte cuándo
estaba en desgracia vuestra. Si hubiera muerto entonces, ¿qué sería de mí por
toda la eternidad?
Dios quiere que todos los hombres
se salven. Si nos perdemos, es únicamente por culpa nuestra; ése será nuestro
mayor tormento en el infierno. Si, como decía Santa Teresa, cuando por culpa
nuestra perdemos cualquier bagatela, una prenda, un anillo, tanta pena
sentimos, ¿cuál será la pena del condenado al ver que por culpa suya lo perdió
todo, el alma, el paraíso y a Dios?
¡Señor, que la muerte se viene
encima! ¿Y qué he hecho yo por la vida eterna?
¡Cuántos años hace que merecía
estar en el infierno, donde ya no pudiera arrepentirme ni amaros a Vos! Ya que
Todavía lo puedo, me arrepiento y os amo. ¿A qué espero? ¿A tener que gritar
con los condenados: nos hemos equivocado, y ya no hay para nosotros ni habrá ya
nunca remedio?
Para todo otro error puede haber remedio en este mundo; pero la pérdida
del alma es un mal sin remedio.
¡Cuántos trabajos y fatigas no se
toman los hombres por ganar algún interés, alguna honra o algún placer! Y por
el alma, ¿qué hacen? Se diría que la pérdida del alma no significa nada. ¡Cuánta
solicitud para conservar la salud del cuerpo! Se buscan los mejores médicos,
las mejores medicinas, los climas más sanos, y para el alma todo es
negligencia.
¡Dios mío! No quiero resistir más
a vuestra voz. ¿Quién sabe si las palabras que ahora leo son la llamada final? ¡Podemos
condenarnos para siempre! ¿Y no temblamos? ¿Y dilatamos el arreglo de nuestra
conciencia?
Piensa, hermano mío, cuántas
gracias te ha hecho Dios para salvarte. Te hizo nacer en el seno de la Iglesia,
de familia piadosa, te sacó del mundo y te puso en su casa. Y luego, ¡cuántas
facilidades para la santidad! Sermones, directores, buenos ejemplos. ¡Cuántas
luces, cuántas voces amorosas en los ejercicios espirituales, en la oración y
en las comuniones! ¡Cuántas misericordias de Dios! ¡Cuánto tiempo te ha
esperado! ¡Cuántas veces té ha perdonado! Gracias que a otras muchas almas no
ha hecho el Señor.
¿Qué pude hacer a mi viña que no
lo hiciera?. ¿Qué más pude hacer a tu alma para que diera huertos frutos? Y,
sin embargo, durante tantos años; ¿qué frutos has dado? Si se hubiera puesto en
nuestras manos el escoger los medios para salvarme, ¿pudiéramos haber pensado
en otros más seguros y más fáciles?
¡Ah! Si no nos aprovechamos de
tantas gracias, servirán ellas para hacernos más desgraciada la muerte. Para
hacerse santo no se requieren éxtasis y visiones; basta emplear los medios que
la vida religiosa nos proporciona: frecuentad la oración, sed desprendidos,
observad la regla, aun en las cosas más menudas, y os haréis santos.
¡Dios mío! De tantos años de vida
y de religión, ¿qué provecho he sacado hasta ahora? ¡Oh Jesús!, vuestra sangre
y vuestra muerte son mi esperanza. Si tuvierais que morir esta noche,
¿moriríais contentos de vuestra vida? ¡No!
... Pues ¿a qué espero? A que
tenga que decir en la hora de la muerte: ¡Ay de mí, que se me acaba la, vida y
no he hecho nada!
¡Cómo estimaría un moribundo
desahuciado los médicos un año o un mes más de vida! Pues Dios me lo da. ¿Y en
qué lo emplearé en adelante?
Señor, ya que me habéis esperado
hasta ahora, no quiero ofenderos más: aquí me tenéis; decidme lo que de mí
queréis, que yo quiero hacerlo luego. No quiero aguardar, para darme a Vos, al
momento crítico en que se acaba el tiempo.
¿A qué otra cosa vine al
convento? Para llevar la vida que llevo, ¿merecía la pena de haber dejado el
mundo? ¿Qué haré en adelante? Dejé los padres, las comodidades de mi casa, me
encerré entre estas cuatro paredes, ¿y voy ahora a poner en peligro mi
salvación?
Jesús mío, bastante os he
ofendido ya; no quiero emplear mi vida en disgustaros, sino en llorar los
disgustos que os he dado y amaros con todo mi corazón, ¡oh Dios del alma mía!
Desde ahora ya, porque la muerte
se, acerca. Lo que podamos hacer hoy no lo dejemos para mañana; el tiempo pasa
y no vuelve. En la hora de la muerte dicen muchos ¡Oh, si me hubiera hecho
santo!...
Pero ¿de qué sirven tales
suspiros cuando ya se queda sin aceite la lámpara de la vida?
En la hora de, la, muerte
diremos: ¿Qué nos costaba haber huido de aquella ocasión, sufrir a tal persona,
romper tal relación, ceder en aquel puntillo de honra? No lo hice, y ahora,
¿qué será de mí? Señor, ayudadme. Con Santa Catalina de Génova os digo: « ¡Jesús
mío, no más pecar; no más pecar!». Renuncio a todo para dar os gusto.
Nunca creáis haber hecho
demasiado por vuestra salvación. «No hay nunca demasiada seguridad cuando se
trata del peligro de perder la eternidad» afirma San Bernardo. No hay seguridad
que baste para evitar el infierno. Pues si queremos salvarnos, debemos emplear
los medios.
Nada sirve decirlo quisiera,
luego lo haré; el infierno está lleno de almas que decían luego, luego. Antes
vino la muerte, y se condenaron.
Nos avisa el apóstol: Trabajad
por vuestra salvación con miedo y temblor (Fil. 2,12). El, que teme se
encomienda a Dios, huye de los peligros y se salva.
Para salvarse hay que hacerse
violencia; el cielo no es para los poltrones: Los que se hacen violencia lo
consiguen (Mt. 11,44).
¡Cuántas promesas, Señor, os he
hecho! Pero cada promesa fue una nueva traición: no quiero repetir las
traiciones; ayudadme; dadme la muerte antes que os ofenda.
El Señor dice: Pedid y recibiréis
(Jn. 16,24). Así nos muestra el gran deseo que tiene de salvarnos. Cuando le
decimos a un amigo: «Pídeme lo que quieras», no le podemos decir más. Pidamos
siempre a nuestro Dios, y nos dará sus gracias, y seguramente nos salvaremos.
Amado Jesús mío, poned vuestros
ojos en mi miseria y tened compasión de mí. Yo os he olvidado; no me olvidéis a
mí. Os amo, Amor mío, con toda mi alma; aborrezco sobré todo otro mal las
ofensas qué os he hecho. Perdonadme, Jesús mío, y olvidad las amarguras que os
he causado. Ya que conocéis mi debilidad, no me abandonéis; dadme luz y fuerza
para vencer toda dificultad por vuestro amor. Haced que me olvide de todo, y
que sólo me acuerde de vuestro amor y de vuestra misericordia, con que tanto me
habéis obligado a amaros.
María, Madre de Dios, rogad a
Jesús por mí.
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