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viernes, 15 de agosto de 2014

El juicio - Meditación de San Alfonso María de Ligorio



Figuraos que estáis ya para morir, que os queda una hora de vida; figuraos que dentro de poco vais a tener que presentaros ante Jesucristo, juez supremo, para darle cuenta de toda vuestra vida. ¡Ah! Entonces no habrá cosa que más os espante que vuestra mala conciencia. Urge, pues, tener las cosas ajustadas antes que llegue el día de las cuentas.

La hora de la eternidad va a sonar. El remordimiento de los pecados cometidos, la desconfianza atizada por el demonio, la inquietud sobre la suerte próxima, levantan en el alma una tempestad de confusiones y temores. Estrechémonos desde ahora con Jesús y con María para que no nos abandonen en aquella hora.

¡Qué terror causará entonces el pensamiento de que tenemos que ser juzgados por Jesucristo! -Temblaba Santa María Magdalena de Pazzi en su enfermedad. -¿Por qué teme?- le preguntó el confesor. -¡Ah, padre!, que el comparecer ante el juez es un trance amargo...

¡Ea, Jesús mío! No os olvidéis que soy una de las ovejuelas que redimisteis con vuestra sangre: «Señor, te rogamos que socorras a los siervos que redimiste con tu sangre».

Es opinión comúnmente admitida que el alma será juzgada por Jesucristo en el mismo lugar y en el mismo momento de la muerte; en aquel mismo momento se instruye el proceso, se da la sentencia y se ejecuta.

¡Oh momento supremo, en el que se decide la suerte que ha de tener cada uno durante la eternidad!

El venerable padre Luis de la Puente temblaba de tal modo pensando en el juicio, que hacía temblar el aposento donde estaba.

¡Ay Jesús mío! Si ahora quisierais juzgarme, ¿qué sería de mí? Padre eterno, mirad a vuestro Cristo.

Yo me arrepiento: de cuanto os he ofendido; mirad la sangre y las llagas de vuestro Hijo, y tened piedad de mí.

Habiendo expirado ya el religioso, quizá los circunstantes todavía están deliberando si murió o no; pero él no espera, y entra en la eternidad. Certificada ya la muerte, el sacerdote rocía el cadáver con agua bendita, y llama luego a los ángeles y a los santos que vengan a socorrer al alma: «Asistidla, santos de Dios; salid a su encuentro, ángeles del Señor». Pero si el alma se condenó, de nada servirán los ángeles ni los santos. Vendrá Jesús a juzgarnos, presentándose con las mismas llagas que recibió en la Pasión. Esas llagas serán un consuelo para los penitentes que con verdadero dolor lloraron sus pecados durante la vida; pero serán el terror de los pecadores impenitentes.

¡Oh qué dolor sentirá el alma al ver por primera vez a Jesús indignado! Mayor que la pena de un infierno.

Verá el alma, la majestad del Juez; verá cuánto sufrió por su amor; cuántas, veces fue misericordioso con él; cuántos medios de salvación le suministró; verá la vanidad de los bienes mundanos y la grandeza de los bienes eternos; verá entonces la verdad de las cosas, pero sin provecho ya, porque el tiempo de reparar yerros pasó. Lo hecho, hecho está.

Amado Redentor mío, que os vea propicio cuando os reveléis a mí por primera vez; por eso, dadme ahora luz y fuerza para reformar mi vida. Yo quiero amaros siempre. Si en lo pasado desprecié vuestra gracia, ahora la aprecio más que todas las cosas del mundo.

¡Qué consuelo tendrá en la hora del juicio el que, por amor de Jesucristo, vivió desprendido de las cosas terrenas, y amó los desprecios, y mortificó la carne, y no amó más que a Dios!

¡Qué júbilo el suyo cuando oiga que le dice el Juez: Entra, siervo bueno, y fiel, en el gozo de tu Señor! Alégrate; ya estás salvo, y no hay ya peligro de perdición.

En cambio, cuando el alma sale de esta vida en pecado mortal, antes que pronuncie el Juez la sentencia, ella misma se la dirá y se declarará posesión del infierno.

¡Oh María, gran abogada mía, rogad a Jesús por mí! Ayudadme ahora que podéis; que entonces tendríais que ver que me condenaba sin poder socorrerme.

El hombre recogerá lo que haya sembrado. En el juicio se recoge lo que en la vida se sembró. Mirad lo que ahora sembráis, y haced lo entonces querríais haber hecho.

Si dentro de una hora debiéramos presentarnos a juicio, ¿cuánto no daríamos por un año de vida? Pues ¿en qué emplearemos los años que nos quedan de vida?

El abad Agatón, después de muchos años de penitencia, pensando en el juicio, decía: « ¿Qué será de mí cuando sea juzgado?» Y el Santo Job exclamaba: ¿Qué haré cuando Dios se levante a juzgarme? ¿Y qué responderé cuando comience el interrogatorio? (Job. 51,14). ¿Y qué responderemos nosotros cuando nos pida Jesucristo cuenta de las gracias que nos concedió y de nuestra correspondencia a ellas?

¡Ay Dios mío! No des a las bestias las almas que creen en Ti. Yo no, merezco perdón, pero Vos queréis que confíe en vuestra misericordia. Salvadme; Señor salvadme del fango de mis miserias. Quiero enmendarme; ayudadme.

La causa que en la hora de nuestra muerte se ventilará importará nada menos que nuestra suerte o nuestra desgracia eternas. Por consiguiente, todo el cuidado es poco para procurar el triunfo: «Así es», concluimos pensándolo bien. Pues si así es, ¿por qué no lo dejamos todo para darnos a Dios?

Buscad a Dios mientras lo podáis hallar. El que el día del juicio vea que ha perdido a Dios, ya no lo podrá encontrar. Durante la vida, todo el que lo busca lo encuentra.

Jesús mío, si en lo pasado desprecié vuestro amor, ahora no quiero más que amaros y ser amado por Vos: haced que os encuentre, ¡oh Dios del alma mía! ¡Oh insensatos mundanos! En el valle de Josafat os espero. Allá pensaréis de otro modo: entonces lloraréis vuestra locura, pero ya sin remedio.

Y vosotras, almas atribuladas, alegraos, alegraos. En aquel último día, todas vuestras penas se convertirán en alegría y en delicias del paraíso: Vuestra tristeza se convertirá en júbilo (Jn. 16,20).

Qué bello cuadro ofrecerán aquel día los santos, que fueron tan despreciados en este mundo! ¡Y qué triste espectáculo darán tantos príncipes y reyes condenados!

Jesús mío, crucificado y despreciado, yo me abrazo con vuestra cruz. ¡Ni mundo, ni placeres, ni honores! No quiero; Dios mío, más que a Vos.

¡Qué terror causará a los réprobos el verse rechazados por Jesucristo con aquella condenación pública: Apartaos de Mí, malditos (Mt. 25,41). Jesús mío, ésa es la sentencia que en otro tiempo merecí; pero confío que me habréis perdonado: «No permitáis que me separe de Vos». Os amo, y espero amaros eternamente.

En cambio, ¡qué alegría para los justos al oír que Jesús los invita a entrar en el cielo: ¡Venid, benditos! Amado Redentor mío; por vuestra sangre espero que podré aquel día contarme en el número de las almas afortunadas, que, abrazadas a vuestros pies, os amarán por toda la eternidad.

Reavivemos nuestra fe, y pensemos que un día nos hemos de ver en aquel valle, o a la derecha; con los justos, o a la izquierda, con los réprobos.


A los pies del crucifijo, echemos una mirada a nuestra alma, y si vemos que no está preparada para presentarse delante de Jesucristo, pongamos remedio ahora que hay tiempo. Desprendámonos de todo lo que no es Dios y unámonos con Jesucristo lo más íntimamente que podamos, por medio de las oraciones, las comuniones, la mortificación de los sentidos y la súplica continúa: El hecho de poner en práctica estos medios de salvación que Dios nos da, será una gran señal de predestinación. Jesús mío y Juez mío, no quiero perderos; quiero amaros siempre. Os amo, amor mío, os amo y espero que lo mismo podré decir cuando os vea por primera vez como mi Juez. 

«Señor -os diré-, si queréis castigarme como merezco, castigadme; pero no me privéis de vuestro amor; haced que os ame siempre, y amadme siempre Vos, y después haced de mí lo que os agrade».


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