No tenemos aquí abajo ciudad
permanente, sino que vamos en busca de la futura, de paso para la eternidad:
Irá el hombre a la casa de su eternidad.
No tardaremos en desalojar; el
cuerpo será llevado a una fosa y el alma a la eternidad.
¿No sería un loco el caminante
que arrojara todo su capital en la construcción de una casa, en un sitio, del
que luego tiene que marchar?
Dios mío, mi alma es eterna;
tiene, pues, que poseeros o perderos eternamente.
Hay dos moradas en la eternidad:
una con todas las delicias; otra con todos los tormentos; y todo ello -las
delicias y los tormentos- eternos; si cae el leño al austro o al aquilón, como
caiga, así, quedará. Si el alma se salva, será siempre feliz; si se condena,
llorará su tormento mientras Dios sea Dios.
No hay término medio: o reina del
cielo por siempre, o esclava de Lucifer por siempre; o bienaventurada siempre
en el cielo, o desesperada siempre en el infierno.
¿Cuál de las dos moradas nos
tocará? La que cada cual se escoja: irá el hombre. El que va al infierno, va
por sus propios pies; el que se condena, se condena porque quiere condenarse.
¡Oh Jesús Mío! ¡Ojalá siempre os
hubiera amado! Tarde os he conocido; pero más vale tarde que nunca.
Dios de mi corazón y mi herencia por toda la eternidad.
Dios de mi corazón y mi herencia por toda la eternidad.
Todo cristiano, pero sobre todo
el Religioso, para vivir santamente, debe tener la eternidad delante de los
ojos.
¡Cuán ordenada es la vida del que
siempre está de cara a la eternidad!
Aun cuando el cielo, el infierno
y la eternidad fueran cosa dudosa, deberíamos hacer lo posible por no ponernos
en riesgo de condenación eterna. Pero no son cosas dudosas; son verdades de fe.
¿En qué vienen a parar todas las
cosas de este mundo? En un funeral y en la marcha hacia la fosa. ¡Dichoso el
qué consigue la vida eterna!
Jesús mío, Vos sois mi vida, mi
riqueza, mi amor. Infundidme un gran deseo de daros gusto en lo restante de mi
vida, y dadme fuerza para llevarlo a la práctica.
Un pensamiento sobre la eternidad
basta para hacer un Santo.
San Agustín llamaba al
pensamiento de la eternidad «pensamiento grande». Él es el que pobló de jóvenes
los claustros, de Anacoretas los desiertos, e hizo legiones de Mártires.
El Santo P. Ávila convirtió a una
señora mundana con estas palabras: «Señora, pensad: ¡Siempre! ¡Jamás!» Un monje
se sepultó en una fosa, y allá repetía llorando: « ¡Oh Eternidad! ¡Oh
Eternidad!»
¡Qué inmenso es el peso del
último momento de nuestra vida!
De la última boqueada depende una
eternidad feliz o desgraciada; vale una vida siempre dichosa, o siempre
atormentada. Jesús murió en la Cruz para que consigamos morir en su gracia.
Amado Redentor mío, si Vos no
hubierais muerto por mí, estaría yo perdido para siempre. Os doy gracias, Amor mío;
en Vos confío; yo os amo.
O creemos, o no creemos. Si no
creemos, hacemos demasiado por lo que no tiene más que un valor de fábula. Pero
si creemos, es muy poco lo que hacemos por ganar una eternidad feliz y evitar
una eternidad desgraciada.
Decía el P. Vicente Carafa que si
los hombres comprendieran las verdades eternas y pusieran en parangón los
bienes y males presentes con los bienes y males eternos, la tierra se
convertiría en un desierto, porque nadie querría preocuparse de los negocios
terrenos.
¡Oh! Al ver próxima la última hora,
qué espanto nos causará pensar: ¡De este momento depende mi suerte o mi ruina
eterna: el ser o eternamente feliz o eternamente desgraciado!
¡Oh Dios mío! Pasan los meses,
pasan los años, nos aproximamos a la eternidad, y no nos preocupamos. ¿Y quién
sabe si este año o este mes serán los últimos para mí? ¿Quién sabe si es éste
el último aviso que Dios me da?
Dios mío, no quiero abusar más de
vuestra gracia; aquí me tenéis; hacedme saber lo que queréis de mí, que yo
quiero obedeceros en todo.
¿A qué esperamos ya, después de
tantas luces y tantas voces de Dios?
¿A tener que gritar, en compañía
de los condenados, se acabó el tiempo y no nos hemos salvado? Ahora hay todavía
tiempo de remediarlo; después de la muerte ya no lo habrá.
Razón tenía el Santo P. Maestro
Ávila para afirmar que los cristianos que, creyendo en la eternidad, viven
lejos de Dios, Merecerían ser encerrados en un manicomio.
Es todo un negocio el negocio de
la eternidad. No se trata de tener una casa más cómoda o mejor orientada, sino
de ir, o bien al palacio de todas las delicias, o bien a la mazmorra de todos
los tormentos. Se trata de ser bienaventurado con los Ángeles y los Santos, o
de vivir desesperado con la turba de los enemigos de Dios. ¿Y durante cuántos
años o cuántos siglos? ¿Cien? ¿Mil? -No; por siempre, por siempre; mientras
Dios sea Dios.
Si yo, pues, ¡oh Dios mío!,
hubiese muerto en desgracia vuestra, estaría perdido para siempre. Perdonadme,
Señor, si no me habéis perdonado todavía.
Yo os amo con toda mi alma, y
sobre todo mal me pesa de haberos ofendido; no quiero perderos de nuevo. Os amo
con todo mi corazón; y siempre os quiero amar; tened compasión de mí.
Los hay que no se impresionan al
oír nombrar el Juicio, el Infierno, la Eternidad. Pero a la hora de la muerte,
¡qué terror les causarán estas verdades! Pero ya inútilmente, porque no
servirán sino para aumentar más los remordimientos y la turbación.
Solía repetir Santa Teresa a sus
Monjas: «Hijas, ¡un alma, una eternidad!». ¡Un alma! Perdida ella, todo está
perdido. ¡Una eternidad! Perdida una vez, está perdida para siempre.
Señor, dadme tiempo todavía para
llorar mis pecados. Ya es bastante el tiempo que he perdido; lo que me queda os
lo quiero dar todo a Vos. Admitidme en vuestro servicio; no me rechacéis.
Sí; el Señor nos espera; pero
sepamos apreciar ese tiempo que nos da por su gran misericordia; no tengamos
que echarlo de menos cuando para nosotros ya se haya terminado.
¡Cuánto daría un moribundo, Dios mío,
no digo por un día, sino por una hora de vida! Un día o una hora con la cabeza
despejada, porque el tiempo de aquel trance se presta muy poco para arreglar
cuentas de conciencia. Los desvanecimientos, los dolores, la fatiga de la
respiración; tienen el espíritu incapacitado para un acto bueno. El alma, como
si estuviera enterrada en una fosa, ya no ve más que la ruina que le viene
encima y que es incapaz de remediar; querría tiempo, pero comprende que ya no
hay más tiempo. En la hora menos pensada vendrá el hijo del hombre. Nos oculta
Dios la hora suprema, para que estemos siempre preparados. La hora de la muerte
no es hora de prepararse a rendir cuentas, sino de estar preparado.
«Para morir bien -dice San
Bernardo- se requiere estar siempre preparado para morir».
Basta ya, Jesús mío, de ofensas.
Ya es hora de prepararme a la muerte. No quiero abusar más de vuestra paciencia.
Quiero amaros cuanto pueda. Os he ofendido mucho, y quiero ahora amaros mucho.
¡Qué dolor, tener que arrepentirse de su negligencia cuando ya no hay tiempo de
reparar lo perdido!
Dice San Lorenzo Justiniano que
los mundanos darían con gusto en la hora de la muerte todas sus riquezas, para
conseguir aunque no fuera más que una hora de vida. Pero se les dirá entonces:
Ya no hay tiempo. Y se les intimará la orden de partir sin tardanza: Sal de
este mundo, alma cristiana.
Cuenta San Gregorio que un hombre
llamado Crisancio, estando para morir, suplicaba a los demonios: «Dadme tiempo
hasta mañana». Pero le respondieron: « ¡Insensato! Ya lo has tenido. ¿Para qué
lo perdiste? Ahora ya no hay tiempo». ¡Ay Dios mío! ¡Cuántos años he perdido!
La vida que me queda no ha de ser mía, sino toda vuestra. Haced que en mí,
donde abundó el pecado, abunde ahora el amor.
Según San Bernardino de Sena, un
momento de tiempo vale tanto como Dios, porque se puede hacer en él un acto de
amor o de contrición, y adquirir nuevos grados de gloria.
Y San Bernardo advierte que el
tiempo es un tesoro, que no se encuentra más que en esta vida. En el infierno,
el grito desesperado de los condenados es: ¡Oh, quién nos diera una hora! ¡Una
hora para remediar nuestra ruina! En el cielo ya no se llora; pero si pudieran
llorar los Santos, llorarían únicamente por el tiempo que perdieron, en que
podían haber ganado tanta gloria.
Amado Redentor mío, yo no merezco
perdón; pero vuestra Pasión es mi esperanza. Quiero amaros mucho en esta vida,
para amaros mucho en la otra. Ayudadme; dad la mano a una pecadora miserable
que ahora quiere ser toda vuestra.
¿Y quién sabe si nos cogerá la
muerte de improviso, privándonos del tiempo necesario para ajustar las cuentas?
Ninguno de los que murieron de repente esperaban morir así; y si estaban en
pecado, ¿qué será de ellos por toda la eternidad?
Los Santos todo el tiempo de su
vida lo creyeron poco para asegurar su fin. Cuando al Santo P. Maestro Ávila le
dieron la nueva de su próxima muerte, suspiró: «Quisiera tener más tiempo para
aparejarme mejor para la partida».
Pues ¿a qué esperamos nosotros?
¿Queremos tener una muerte inquieta y desdichada, para dar a los demás un
ejemplo de la Justicia divina?
No, Jesús mío; no quiero
obligaros a abandonarme. Decidme lo que queréis de mí, que yo quiero
ejecutarlo. Haced que os ame, y nada más os pido.
Llamará al tiempo contra mí.
Temblemos, y no hagamos que tenga un día que llamar Dios, para que nos acuse,
al tiempo que nos dio por su misericordia, que hará entonces de acusador de
nuestra ingratitud. Caminad mientras tenéis luz, avisa el Señor, porque en la
hora de la muerte se echa encima la noche, en la que no se puede trabajar
porque falta la luz.
San Andrés Avelino temblaba
pensando: ¿Me salvaré o me condenaré? Pero eso le hacía unirse más a Dios. Pero
nosotros, ¿qué hacemos? ¿Cómo es posible creer en la muerte y en la eternidad,
y no darse del todo a Dios?
Amado Redentor mío, Amor mío
crucificado, no quiero aguardar para abrazarme con Vos a que me seáis traído en
la hora de la muerte; desde ahora os abrazo, os estrecho contra mi corazón, y
lo dejó todo para no amar cosa alguna fuera de Vos, único Bien mío.
¡Oh María, Madre mía, unidme a
Jesús, y haced que no me separe más de su amor!
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