¡Hay que morir! Más pronto o más
tarde, pero hay que morir. Cada siglo se llenan las casas y las ciudades de
gente nueva; la antigua ha ido a encerrarse en los sepulcros.
Nacemos ya con la soga al cuello,
o sea, condenados a muerte. Por muy larga que sea nuestra vida, vendrá un día y
una hora que serán los últimos para nosotros, y esa hora ya está señalada.
Dios mío, os agradezco la
paciencia con que me habéis soportado. ¡Ojalá hubiera muerto antes de
ofenderos! Ya que me dais tiempo para remediar el mal, decidme lo que queréis
de mí, que yo quiero obedeceros en todo.
Dentro de pocos años, ni yo, que
esto escribo, ni vosotros, que lo leéis, viviremos en esta tierra. Como hemos
oído doblar para unos, así otros oirán que las campanas tocan a muerto por
nosotros. Como leemos los nombres de otros escritos en los registros de
defunción, así otros leerán los nuestros. En resumen: que tenemos que morir sin
remedio; y, lo que es más terrible, que hemos de morir una sola vez; si erramos
esa vez, erramos para siempre. ¡Qué pavor sentiréis cuando os avisen que debéis
recibir los Sacramentos y que no hay tiempo que perder! Veréis entonces salir
de vuestro aposento los padres, los amigos, y quedaréis solos con el confesor y
la enfermera para asistiros.
Jesús mío, no quiero esperar a la
muerte para darme a Vos; habéis dicho que no sabéis rechazar al alma que os
busca: Buscad, y hallaréis; pues ahora os busco yo; haceos encontrar por mí. Os
amo, Bondad infinita; a Vos sólo quiero, y nada más.
Habrá Religioso que, en lo mejor
de sus planes y preocupaciones mundanas, oirá que le dicen: «Hermano, está
usted muy mal; prepárese a la muerte» Entonces querrá el enfermo arreglar bien
las cuentas; pero, ¡ay!, que el horror y la confusión que se apoderarán de él
lo trastornarán de tal modo, que no sabrá qué hacer.
Todo lo que ve y oye le causa
pena y temblor; entonces todas las rosas del mundo se le convertirán en
espinas; espinas serán los recuerdos de las diversiones pasadas; epinas las
honras alcanzadas y la vanidad que ostentó; espinas los amigos que le apartaban
de Dios; espinas los vanos lujos; y todo será espinas.
¡Qué terror le causará entonces
el pensar: «Dentro de poco habré traspuesto la vida, y no sé cuál será mi
eternidad, si la feliz o la desgraciada!» ¡Oh, las solas palabras de Juicio,
Infierno, Eternidad, qué espanto causarán a los pobres moribundos!
Creo, Redentor mío, que habéis
muerto por mí; por vuestra Sangre espero mi salvación. Os amo, Bondad infinita,
y me arrepiento de haberos ofendido.
Jesús mío, esperanza mía, amor
mío, tened piedad dé mí.
Figuraos un Religioso en su
última enfermedad. Antes se le veía siempre por el monasterio bromeando o
revolviéndolo todo; ahora está postrado, perturbado: no habla, no ve, no oye.
¡Ah! Ya no piensa el desdichado
en sus planes, ni en sus vanidades; ante la vista tiene clavada la única idea
de la cuenta que tiene que dar a Dios.
Los hermanos que lo rodean (de
los cuales uno llora, otro suspira, otro está mudo), el confesor que lo asiste,
los médicos reunidos en consulta, todo eso son señales fatales. Entonces el
enfermo ya no ríe, no piensa en pasatiempos; no piensa más que en la noticia
terrible de que su enfermedad es mortal.
Y no queda más remedio: tal como
está, entre confusiones y tormentos de dolores, angustias y zozobras, tiene que
salir del mundo.
Pero ¿cómo prepararse en tan
breve tiempo, y estando la inteligencia tan oscurecida? Pues no hay remedio:
hay que partir; lo hecho, hecho está.
¡Oh Dios mío! ¿Cuál será mi
muerte? Yo quiero cambiar de vida; ayudadme, Jesús mío, que estoy resuelto a
amaros de hoy en adelante con todo mi corazón. Estrechadme con Vos y no
permitáis que de nuevo os abandone.
Si tuvieras que morir esta noche,
¡cuánto darías por un año o por un mes más de vida! Pues debes resolverte a
hacer ahora lo que entonces no podrás hacer. ¿Quién sabe si este año, este mes,
esta semana, o quizás este mismo día; serán los últimos para ti?
¿Quisierais morir en el estado en
que os encontráis? ¿No? Pues ¿cómo os atrevéis a continuar en el mismo estado?
Tenéis compasión de los que han muerto repentinamente, porque no tuvieron
tiempo de prepararse. Y vosotros que tenéis tiempo, ¿no os preparáis?
¡Ah Dios mío! No quiero obligaron
a relegarme al olvido. Os doy gracias por vuestra misericordia; ayudadme a
cambiar de vida. Veo que me queréis salvar; yo quiero también salvarme para
alabaros y amaros eternamente.
Llegada la hora de la muerte se
os presentará el Crucifijo y os dirán que Jesucristo debe ser en aquella hora
vuestro único refugio y vuestro único consuelo.
Pero para aquellos que amaron
poco al Crucificado, no les servirá éste de consuelo, sino de espanto. En
cambio, ¡qué gran consuelo será para el alma que lo dejó todo por su amor!
Amado Jesús mío, Vos seréis mi
único amor en la vida y en la muerte. ¡Dios mío y todas mis cosas!
¡Oh que terror causa al moribundo
pecador el sólo nombre de eternidad! Por eso no quiere: oír hablar más que de
sus dolores, de los médicos y de las medicinas; si se le quiere hablar del
alma, se cansa, cambia de conversación y dice: «Hágame el favor de dejarme
descansar».
Clamará el infeliz: -«¡Oh, quién
me diera tiempo para reformar mi vida!» Pero oirá que le responden: -«¡Sal de
este mundo!» -«¡Que llamen más médicos -dirá-; prueben otras medicinas!...»
-«¡Qué médicos ni qué medicinas!» Ya llegó la hora, y hay que marchar a la
eternidad.
Aquel proficiscere, «parte ya», no aterra, sino que consuela al que ama a
Dios pensando que sale ya del peligro de perder el bien que ama.
«Sea hoy la paz tu mansión y tu
casa la celestial Sión». ¡Hermoso anuncio para el que muere con la segura
esperanza de morir en gracia de Dios!
¡Ah Jesús mío! Por vuestra Sangre
espero que me llevaréis al lugar de la paz, donde podré deciros: -«¡Oh, amor mío,
ya no tendré el temor de perderte!» -«Compadécete, Señor, de sus gemidos y de
sus lágrimas». No quiero, Dios mío, aguardar a la hora de la muerte para llorar
las ofensas que os he hecho; las detesto ya desde ahora y las maldigo: me
arrepiento de todo corazón y querría morir de dolor. Os amo, Bondad infinita.
Así quiero vivir y morir: llorando y amando.
«Reconoce, Señor, a tu criatura,
que no es hechura de otros dioses, sino creada por Ti, Dios vivo y verdadero».
¡Oh Dios mío, que me habéis creado, no me arrojéis lejos de Vos! Si un tiempo
os desprecié, ahora os amo más que a mí mismo y no quiero amar más que a Vos.
Al presentarse Jesús por Viático,
temblará el que le amó poco. En cambio, el que no amó más que a Jesucristo se
sentirá inundado de confianza y de ternura, viendo que viene para acompañarle
en el viaje a la eternidad.
Al recibir la Extremaunción, el
demonio os traerá a la memoria los pecados cometidos con los sentidos.
Procuremos llorarlos antes que llegue la muerte. Cuando el moribundo haya
recibido los Sacramentos, se retirarán los parientes y los amigos, y quedará
solo con el Crucifijo.
¡Ah Jesús mío! Entonces; cuando
todos me hayan abandonado, no me abandonaréis: En Ti, Señor, esperé; no quedaré
eternamente confundido.
Ya se presenta un sudor frío, se
oscurece la vista, se paralizan las pulsaciones, se enfrían las manos y los
pies, queda ya el enfermo como un cadáver y comienza la agonía. ¡ Ah! Ya
comenzó el pobre su travesía...
Luego va faltando el aliento, se
hace cada vez más rara la respiración: son los anuncios de la muerte. El
confesor enciende una luz, que coloca en la mano del moribundo, y comienza a
hacerle los actos para bien morir. ¡Oh, candela fúnebre! Ilumina ya nuestras
almas, porque de poco servirá tu luz cuando ya no hay tiempo para reparar el
mal.
¡Oh Dios mío! A la luz de esa
lámpara siniestra, ¿qué aspecto tomarán las vanidades del mundo y las ofensas
hechas al Señor?
Y por fin expira el moribundo:
allá acabó para él el tiempo y comienza la eternidad. ¡Oh momento que decide
una felicidad eterna o una desgracia eterna!
¡Jesús mío, misericordia!
Perdonadme y ligadme con Vos tan fuertemente, que no me suelte en aquel trance.
Cuando ya el moribundo haya
expirado, se volverá el sacerdote a los presentes, y dirá: - «Ya acabó. Les
acompaño en el sentimiento.» - ¿Murió ya? -Sí; ya murió: descanse en paz -
Descanse en paz, si murió en paz con Dios; pero si murió en su desgracia, no
tendrá paz el infeliz mientras Dios sea Dios.
Luego que haya expirado, las
campanas tocarán a muerto; al poco rato se habrá difundido la noticia. Unos
dirán: «Era muy garboso, pero poco tenía de santo.» Otros dirán: « ¿Quién sabe
si se habrá salvado?» Los parientes y los amigos, agobiados por la desgracia,
no querrán ni oír hablar de él: «No nos lo recuerden por favor».
Si queréis verlo, abrid aquella
fosa y miradlo: ya no impecable en su vestido, bien ceñido el busto, sino
convertido en podredumbre de la que nacen los gusanos que le irán comiendo las
carnes, hasta no dejar de aquel cuerpo más que un esqueleto fétido, que después
se irá destrabando, separándose la cabeza del tronco y los huesos todos entre
sí.
He aquí a qué quedará un día
reducido este cuerpo, por el que tanto ofendemos a Dios.
¡Oh Santos! Vosotros lo
comprendisteis, y por eso teníais siempre el cuerpo mortificado; y ahora
vuestros huesos son venerados como reliquias en los altares y vuestras almas
gozan de la vista de Dios, esperando el día último, en que vendrán vuestros
cuerpos a haceros compañía en la gloria como os la hicieron en el dolor.
Si estuviera yo en la eternidad,
¿qué no desearía haber hecho por Dios? Se asomaba San Camilo de Lelis a las
tumbas, y exclamaba: -¡Oh!, si los que aquí reposan vivieran, ¿qué no harían
por la vida eterna? -Y yo, que vivo, ¿qué hago? Y nosotros, ¿qué hacemos?
Señor, no me rechaces por mí
ingratitud. Los demás os ofenden sin luz; yo a plena luz. Tanto me habéis
iluminado para que conociera el mal que hacía pecando, y, sin embargo, hollando
vuestra gracia y vuestras luces, os he vuelto las espaldas. No seas terrible
para mí; sé mi esperanza en el día del dolor.
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