Se lo oí hace algunos días a un campesino.
Y no fue, creo, una expresión suelta, pues la repetía constantemente en su conversación. Al parecer es una especie de costumbre de algunas personas de esa región del campo colombiano.
Dicha expresión me puso a reflexionar acerca de muchas costumbres católicas que se han perdido en las grandes ciudades y que hoy solo sobreviven entre gentes de campo, y de ellas entre las de mayor edad, puesto que en los jóvenes de la zona rural, por lo menos los habitantes de cascos urbanos, se han difundido desgraciadamente las mismas o parecidas dolencias del alma que aquejan a los adolescentes citadinos.
¡Primeramente Dios!
Bendecir la mesa antes y después de comer; pedir la bendición a papá y mamá antes de salir de casa, al llegar a casa, al levantarse en la mañana y al ir a dormir en la noche; rezar antes de acostarse; santiguarse antes de salir a la calle y al pasar frente a una iglesia, y en general antes de iniciar cualquier tarea.
Todos esos son solo algunos ejemplos de pequeñas costumbres que se han ido perdiendo, o mejor dicho, que se perdieron y solo sobreviven entre nuestros abuelos campesinos. Parece que las modernísimas generaciones de habitantes de esos monstruos de humo y cemento llamados ciudades, ya no experimentan la necesidad del cobijo divino. Ya no experimentan necesidad de lo sobrenatural.
¿Por qué o cómo se ha llegado a esa situación de indiferentismo religioso en las ciudades? por lo mismo de siempre: el canto seductor de los placeres y de las comodidades. Cuando Cristo en el evangelio decía que difícilmente los ricos entrarían en el reino de Dios lo decía no porque la riqueza fuera de suyo un mal, sino porque demasiado frecuentemente la comodidad material hace poner en segundo plano, para luego olvidar por completo, la necesidad intrínseca que tiene el ser humano de vivir sujeto a Dios, creador y señor de todo cuanto existe, existió y existirá.
Y no es que en la ciudad no hayan personas con grandes necesidades, ¡claro que las hay!, y son muchas, quizá la mayoría de sus habitantes. Pero es tanto el atractivo de las luces de neón, de las grandes autopistas, de los modernos centros comerciales, de los lujosos automóviles, de los costosos apartamentos, etc., es tanto el atractivo de todo ello, que incluso aquellos que luchan a diario por poner comida en su mesa y pagar sus cuentas mensuales, no consiguen evitar el contagio colectivo que cautiva a los habitantes de las grandes urbes: brillo, progreso, comodidad, futuro...
Y por el camino se olvidan de Dios.
Afortunadamente aún existen personas, cada vez menos, como el señor que hace un par de días pronunciaba a cada momento la frase que encabeza este texto, para recordarnos una verdad que nos esforzamos por olvidar y que la ciudad, con su ruido incesante, inevitablemente termina enmudeciendo:
¡Que primeramente es Dios!
Leonardo Rodríguez
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