Uno de los fenómenos que han
venido manteniéndose en vigor con más continuada persistencia dentro de la
psicología individual y colectiva de los tiempos espiritualmente modernos es la
desconfianza instintiva, elemental, que desde hace cuatro siglos viene
sintiendo el espíritu humano hacia la más noble de sus propias facultades, como
es la inteligencia. Se trata de una desconfianza no cualquiera, sino radical,
que se manifiesta hasta en los más pequeños detalles de la vida, y que va desde
el racionalismo exasperado de Descartes hasta las filosofías de tipo vitalista
o existencialista de Kierkegaard. Nietzsche y Schopenhauer, o bien desde
sectores inequívocamente heterodoxos hasta mentalidades como Blondel o Papini,
centradas en la más pura, rigurosa y sincera sumisión a la doctrina católica.
Sin pretender levantar ahora todo un aparato crítico para demostrar nuestra
aseveración, queremos nada más señalar algunas de las causas que han permitido
la vigencia de esta desgraciada actitud en ambientes católicos intelectuales,
que son los que más nos interesan, y esto, por un doble motivo: primero, porque
no siendo posible defender con eficacia los fueros de la inteligencia sino
dentro del catolicismo no podemos extrañarnos de que un acatólico, o más bien
un no católico, sea antiintelectualista, y luego, porque cuando a la
circunstancia de vivirse con dignidad la verdadera Iglesia se suma la de
hallarse bien dotado desde el punto de vista del entendimiento y de la
discreción, es posible esperar los máximos frutos para la causa de la verdad,
porque es entonces cuando la virtualidad de la gracia ha de manifestarse ante
las miradas atónitas de los hombres con todo el realce de su brillo divino.
Porque aun cuando se da con relativa frecuencia el caso de santos que, no
obstante hallarse mal provistos de dones naturales, han ejercido influjo
avasallador en su época y ambiente, como un Juan Bautista Vianney, por ejemplo,
lo normal es que tal misión corresponda a los espíritus naturalmente elevados,
obedeciendo el fenómeno ahora mismo señalado a la falta de correspondencia a la
gracia tan frecuente por parte de dichos espíritus, o bien a que Dios quiere
manifestar con meridiana claridad la trascendencia de su poderío respecto de
sus criaturas.
Una de las causas apuntadas
consiste evidentemente en la falta de libertad de la mayor parte de los
católicos de hoy día, de lo cual hemos hablado ya en el prólogo a nuestra
traducción castellana de Le procès de l’Art, de Stanislas Fumet. Recelosos ante
las numerosas herejías y errores de tipo intelectivo natural que deben su
origen a espíritus indudablemente flexibles, penetrantes y bien cultivados,
sienten horror ante una facultad que es capaz de permitir semejantes excesos,
renunciando, en un arranque de ascesis que ellos creen heroico y que no es sino
pusilánime, a las ventajas, insustituibles para el hombre, de hallarse
dirigidos, normalizados, por la razón. En su ignorancia absoluta de la
estructura psicológica del hombre, desconocen que muchísimos de los errores que
han perturbado la vida de la Humanidad han tenido su raíz en desviaciones no
del entendimiento, sino de la voluntad, porque, como ya apuntó Santo Tomás, con
su sagacidad soberana, el juicio práctico, para ser recto, o, lo que es igual
en este caso, para ser verdadero, supone la rectificación del apetito, uno de
cuyos sectores es esa misma voluntad. De aquí proviene, de esa ignorancia a que
aludimos, que esos católicos corran afanosos en pos de diferentes ersatz o
sustitutos de la inteligencia, tales como el sentido práctico, la prudencia o
el buen criterio (vocablos todos que vienen a padecer en sus labios cierta
violenta capitis diminutio), como si fuese posible aniquilar o siquiera alterar
en lo mínimo el plan de Dios, aquel plan que reserva a nuestra facultad
captadora y catadora de esencias la misión de regir en último término todas las
acciones humanas del hombre. Y los resultados están a la vista. La vida
habitual y ordinaria de ese tipo de católicos termina siempre por resolverse en
un tejido de contradicciones, cuya característica más alarmante es la de ser
inconscientes. Así es también como, sin sospecharlo y con la mejor intención
del mundo –se dice que el infierno está cuajado de buenas intenciones–, se
erigen real y verdaderamente en auxiliares, preciosos por lo insospechados, de
todos los enemigos del cristianismo. Es el eterno error de renunciar a los
beneficios que brotan de una perfección determinada por los peligros que ella
entraña; el error, en una palabra, de los cobardes, de los que no se han parado
jamás a pensar que cuando un don de Dios produce en nosotros frutos de
perdición, no se debe a su origen divino, sino al pésimo manejo que de él
hacemos los hombres.
Porque el catolicismo implica
inevitablemente un concepto totalitario de la vida, en el sentido de que no
hay, no puede haber, faceta alguna de nuestra actividad especulativa o práctica
que logre sustraerse a su influjo. Desde el momento que poseemos la gracia
santificante –o, lo que es igual, el germen de vida divina– per modum naturae,
no podemos contraponerla a los principios próximos de nuestras acciones. Lejos
de eso, nos encontramos en presencia de ella ante un principio remoto,
susceptible, por lo mismo y al igual de la naturaleza considerada como fuente
de acciones, de resolverse en un sinnúmero de planos activos, provistos todos
ellos, por cierto, de su objetivo determinado. Los que recelan de la
inteligencia desconocen ese carácter vital de la gracia, cayendo en un pecado
que podríamos llamar de ritualismo –dándole a la partícula ismo el sentido
peyorativo que por lo general, no siempre, tienen los ismos–, porque no se dan
cuenta de que el árbol de la naturaleza sobreelevada por gracia, árbol bueno si
los hay en este mundo, no puede dejar nunca de producir frutos de bendición.
Otra de las causas, que, por lo
demás, no atañe tanto a los católicos en cuanto tales como a aquellos de entre
los espíritus naturalmente exquisitos que derivan hacia las diferentes facetas
de la actividad creadora, reside en confundir inmovilidad con inactividad. En
este error incurren entendimientos ideológicamente tan dispares entre si como
Unamuno, Blondel y Papini. El recio bilbaíno se complace a menudo en oponer el
frío helado de la inteligencia al calor de la imaginación, mientras que el
escritor italiano se expresa siempre en los términos más despectivos de los
filósofos escolásticos, a los cuales tilda de racionalistas insoportables; en
cuanto a Blondel, toda su doctrina se encamina precisamente a la finalidad y
muy concreta de emancipar la vida respecto de la regulación intelectual.
Ignoran todos ellos que existe un doble tipo de inmovilidad, o más bien, para
hablar exactamente, un doble tipo de reposo: el de la inercia y el de la
actividad infinita, y que, de los dos, es este último y no aquél el que se
identifica con la repugnancia congénita e invencible a todo movimiento, de
suerte que puede establecerse como doctrina segura –como la única segura– que a
menor movilidad corresponde mayor actividad, y viceversa. Es ese reposo de la
perfección el que, considerado superficialmente y sin atender a su auténtica
razón de ser, hace que se identifique a la inteligencia con la frialdad, como
en el caso de Unamuno, o que se la oponga a la vida, como en el de Blondel u
Ortega, como si el inteligir no fuese en el hombre la forma más alta de vida
natural, y aun sobrenatural, desde el momento que la propia experiencia mística
se resuelve, considerada desde su aspecto operativo, en la actividad
supremamente intelectual del don de sabiduría.
Papini merece mención aparte. Su
error principal, muy corriente, por lo demás, en los ambientes católicos
intelectuales –de los otros, los no católicos y los no intelectuales, no
hablamos, por el momento–, consiste en identificar intelección con razonamiento
o raciocinio, dejando así reducida la actividad peculiar de la inteligencia a
la sola función discursiva. Error gravísimo, si se piensa que de los seres
espirituales o inteligentes (lo mismo, da) el único que discurre es el hombre.
O sea, que la función típica de la inteligencia es la intuición, y que en el
caso de la del hombre intuye porque es inteligencia y discurre única y
exclusivamente porque es humana. Así es como queda restaurada la más noble de
nuestras facultades en el lugar eminente que de derecho le corresponde y en la
posibilidad de que le sean atribuidas, también en virtud de derecho
indiscutible, ciertas proyecciones externas de la personalidad que generalmente
se le suelen regatear, tales como la actividad creadora o poética considerada
incluso en su fase preliminar de inspiración, aún no puesta en juego ni
diferenciada en consecuencia por los instrumentos materiales que han de plasmar
simultánea o sucesivamente la creatura poética. Considerada la inteligencia en
la plenitud de su trascendencia, desaparecen como por ensalmo todos los recelos
y desconfianzas que suelen alimentarse en contra de ella, o a lo menos deben
desaparecer, porque ofrece entonces tal riqueza de caracteres, tal amplitud de
proyecciones, que para quien sepa captarlos sólo puede provocar la más profunda
admiración.
Tal debe ser la actitud del
cristiano. Para él, la única manera aceptable y acertada de mirar o contemplar
la inteligencia humana es la de considerarla como reflejo propio –no adecuado,
ciertamente, pero sí propio– de la inteligencia divina. Pero la inteligencia
divina, por la emisión o dicción del Verbo –emisión o dicción que ella realiza
en cuanto poseída por el Padre– sirve de cuasi norma ontológica a la procesión
del Espíritu Santo, término infinitamente subsistente del amor entre el Padre y
el Verbo, por cuya razón no podemos ni debemos pretender jamás, si queremos
mantenernos dentro de los límites de la vida cristiana verdaderamente ejercida,
hacer brotar en nuestro yo personal o en sociedad afectos, inclinaciones o
tendencias que arranquen de estados anímicos emancipados de toda normalización
racional. Debemos, en cambio, todos los hombres, pero de especialísimo modo los
cristianos, llegar al convencimiento estable y eficaz de que la actividad
intelectiva y, por consiguiente, la propia inteligencia no hacen nada menos que
procurarnos la posesión anticipada, bajo forma intencional, de la realidad
misma cuyo dominio físico perseguimos, y que como es del todo imposible que
lleguemos al término de un proceso, cualquiera que fuere, prescindiendo del
punto de partida, tampoco lograremos jamás ejercer la vida humana que nos
corresponde sin someternos humildemente, ahincadamente, íntegramente, a las
exigencias específicas de nuestro intelecto. Esto no es racionalismo, sino
humanismo: esto no es refrenar ni menos aún agostar impulsos vitales, sino tan
sólo encauzarlos, a fin de aumentar su penetración y eficacia. Con la
corroboración inefable y sublime que nos ofrece la vida de la bienaventuranza,
en la cual la visión beatífica, lograda por el hombre, de la esencia divina ha
de realizarse no en virtud de determinaciones intrínsecas representativas, sino
directamente de aquella misma esencia infinita que ha de servir también de
término inmediato a la intelección. La visión de Dios en la gloria viene a
restaurar a la inteligencia del hombre en el sitio de excepción que le
corresponde y del cual se veía apartada en este mundo por la oscuridad
inevitable de la fe. Si en este mundo la caridad, virtud cimera del plano de lo
voluntario, es superior a la fe, virtud directamente sobrenaturalizadora de la
inteligencia, en el otro, el de la gloria eterna, la caridad habrá de
fructificar en visión intelectual, en visión, por lo demás, que habrá de estar
dotada de las características más plena y específicamente entrañadas del
conocimiento por connaturalidad; en visión –para decirlo de una vez– que los
místicos llaman sabrosa, con lo cual quedará asegurada la primacía de la
inteligencia. Nada hay más peligroso que desquiciar las verdades, y más aún si
éstas pertenecen al número de las relacionadas directamente con nuestro
porvenir eterno. El hecho de que en este mundo la prelación corresponde, en lo
relativo a nuestro fin último, a la voluntad, no se debe sino a la
circunstancia de que la vida sobrenatural no ha logrado aún, porque no puede
lograrlo aquí abajo, su pleno y perfecto desarrollo.
No desquiciemos, pues, el
ejercicio de nuestro propio ser, de nuestra propia condición humana, en nombre
de activismos incontrolados, cuya única calificación acertada es la de
fanáticos. El Doctor Angélico nos afirma categóricamente que el primer
principio de los actos humanos es la razón. En virtud de este aserto,
abandonemos todo recelo contra la más noble de nuestras facultades,
contemplémosla en toda la amplitud de su trascendencia magnífica y dejémonos
guiar por su magisterio, pues es en ella misma o, a lo menos, por su necesario
intermedio, donde brotan las sugerencias salvadoras con que el Espíritu divino
quiere conducirnos suave y eficazmente al lugar de nuestra eterna felicidad.
tomado de http://www.filosofia.org/hem/194/alf/ez0706.htm
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