La pregunta
por la significación de los términos bien y mal, bueno y malo, pertenece a las
cuestiones más antiguas de la filosofía. Pero, ¿no pertenece también a otras
disciplinas? ¿No se va al médico para preguntarle si se puede fumar? ¿No hay
psicólogos que aconsejan en la elección de profesión? ¿Y no le dice a uno el
experto en finanzas: es bueno que cierre Ud. un contrato de ahorro para la construcción;
el próximo año estará peor el asunto de las primas, y será más largo el período
de espera? ¿Dónde surge exactamente lo ético, lo filosófico?
Prestemos
atención al modo cómo se emplea la palabra bueno en el contexto citado. El
médico dice: "es bueno que Ud. se quede un día más en la cama".
Estrictamente, al usar la palabra bueno debería añadir dos cosas; debería
decir: "es bueno para Ud. y añadir: "es bueno para Ud. en el caso de
que lo que quiera ante todo sea ponerse bueno". Estas añadiduras son
importantes, pues en el caso de que alguien planee, por ejemplo, un robo con
homicidio para un determinado día, entonces, consideradas todas las cosas,
resulta sin duda mejor, si "pesca" una pulmonía que le impide
acometer su empresa. Pero puede ocurrir que, por tener que llevar a cabo un día
algo importante e inaplazable, no hagamos caso al médico que nos manda hacer
reposo en cama, y aceptemos el riesgo de una recaída en la gripe. A la pregunta
de si es bueno actuar así, el médico, como tal, no puede pronunciarse en
absoluto. "Bueno" significa para él, según su modo de hablar, que es
bueno si de lo que se trata ante todo es de su salud. Decir eso es de su
competencia. Como persona, pero ya no en su calidad de médico, puede decir que,
en mi caso, debo tener en cuenta ante todo la salud.
Y si yo
quiero despilfarrar el dinero, o dárselo a un amigo que lo necesita de modo
apremiante, en lugar de colocarlo en un contrato de ahorro para la
construcción, el experto financiero no puede decir nada al respecto. Si él
dijera "bueno", entonces estaría pensando: bueno para Ud. si es que
se trata ante todo de agrandar su peculio a plazo más largo.
En todos
estos buenos consejos, la palabra "bueno" significa tanto como:
"bueno para alguien en un determinado sentido", y entonces puede
ocurrir que la misma cosa resulte, bajo diversos aspectos, buena o mala para la
misma persona. Hacer muchas horas extraordinarias es bueno, por ejemplo, para
subir el nivel de vida, pero es malo para la salud. Puede ser también que la
misma cosa sea buena para uno y mala para otro; así la construcción de una
carretera puede ser buena para los automovilistas y mala para los vecinos, etc.
Pero
también usamos la palabra "bueno" en un sentido, por así decir,
absoluto, o sea, sin añadir un "para", o "en determinado
sentido". Este significado cobra actualidad siempre que se da conflicto de
intereses o de puntos de vista; también cuando se trata del interés o de los
puntos de vista de una misma persona, por ejemplo, los del nivel de vida, la
salud o la amistad. Surgen entonces dos cuestiones: ¿qué cosa es realmente y de
verdad buena para mí? ¿Cuál es la jerarquía exacta de los puntos de vista? La otra
cuestión es: en caso de conflicto, ¿qué bien o qué interés debe prevalecer?
Para decirlo ya de antemano: una verdad pertenece a las ideas fundamentales de
la filosofía de todos los tiempos, a saber, que a la hora de su solución ambas
cuestiones no son independientes. Pero de ello hablaremos más tarde. En
cualquier caso, decimos que la reflexión sobre estas cuestiones es de carácter
filosófico.
Pero lo
primero que debemos dejar bien claro es la justificación de tales preguntas,
precisamente por ser éstas impugnadas una y otra vez. Siempre nos encontramos
con la misma afirmación de que los problemas éticos no tienen sentido porque no
se les puede dar respuesta. Las proposiciones de la Ética no serían
susceptibles de verdad. En el campo de lo "bueno para Juan desde el punto
de vista de la salud, o de lo "bueno para Pablo desde el prisma del ahorro
de impuestos" se pueden hacer razonamientos de validez general; pero
cuando la palabra bueno se toma en un
sentido absoluto, entonces, por el contrario, las afirmaciones se hacen
relativas, dependientes del ámbito cultural, de la época, del estrato social y
del carácter de los que usan esas palabras. Y, presuntamente, esta opinión
puede apoyarse en un rico material de experiencia: ¿no existen culturas que
tienen por buenos los sacrificios humanos? ¿No hay sociedades que mantienen la
esclavitud? ¿No concedieron los romanos al padre el derecho de exponer al hijo
recién nacido? Los mahometanos permiten la poligamia, mientras que en el ámbito
de la cultura cristiana sólo se da como institución el matrimonio monógamo,
etc.
Que los
sistemas normativos son en gran medida dependientes de la cultura, es una
eterna objeción frente a la posible exigencia de una Ética filosófica, es
decir, una objeción a la discusión racional sobre el significado absoluto, no
relativo, de la palabra "bueno".
Pero esta
objeción desconoce que la Ética filosófica no descansa en la ignorancia de esos
hechos. Todo lo contrario. La reflexión racional sobre la cuestión de lo bueno
con validez general comenzó, precisamente, con el descubrimiento de esos
hechos; en el siglo V antes de Cristo eran ya ampliamente conocidos.
Procedentes de viajes, corrían entonces en Grecia noticias que contaban cosas
fantásticas de las costumbres de los pueblos vecinos. Pero los griegos no se
contentaron con encontrar esas costumbres sencillamente absurdas, despreciables
o primitivas, sino que algunos de ellos, los filósofos, comenzaron a buscar una
medida o regla con la que medir las distintas maneras de vivir y los diversos
comportamientos. Quizá con el resultado de encontrar unas mejores que otras. A
esa norma o regla la llamaron "fisis", naturaleza. De acuerdo con esa
medida, la norma, por ejemplo, de las jóvenes escitas que se cortaban un pecho
resultaba peor que su contraria. He aquí un ejemplo particularmente sencillo y
sugestivo. El concepto no era, en absoluto, adecuado para resolver, sin dar
lugar a dudas, cualquier cuestión en tomo a la vida corriente. Por el momento
nos basta constatar que la búsqueda de una medida, universalmente válida, de
una vida buena o mala, del buen o mal comportamiento, brota de la diversidad de
los sistemas morales, y que, por lo tanto, hacer ver esa diversidad no
constituye un argumento contra dicha búsqueda.
Ahora bien,
¿qué abona esa búsqueda? ¿Qué es lo que mueve a aceptar que las palabras bueno
y malo, bien y mal, tienen no sólo un sentido absoluto, sino un significado
universalmente válido? Esta pregunta está mal planteada. No se trata, en
efecto, de una suposición o de tener que aceptar algo; se trata de un
conocimiento que todos poseemos, mientras no reflexionamos expresamente sobre
ello. Si oímos que unos padres tratan cruelmente a un niño porque se ha hecho
por descuido en la cama, no juzgamos que esa manera de proceder sea
satisfactoria y por tanto "buena
para los padres, y, "mala" por el contrario para el niño; sino
que desaprobamos sin más el proceder de los padres, ya que nos parece malo en
un sentido absoluto que los padres hagan algo que es malo para el niño. Y si
oímos que una cultura acostumbra a hacer esto, juzgamos entonces que esa
sociedad tiene una mala costumbre. Y cuando un hombre se comporta como el
polaco P. Maximiliano Kolbe que se ofrece libremente al bunker de hambre de
Auschwitz para, a cambio, salvar a un padre de familia, no pensamos que lo que
fue bueno para el padre de familia y malo para el Padre Kolbe sea, considerada
en abstracto, una acción indiferente, sino que en ella vemos a un hombre que ha
salvado el honor del género humano que sus asesinos habían deshonrado. La
admiración surge allí donde se cuente la historia de este hombre, sea entre
nosotros, o sea entre los pigmeos de Australia. Ahora bien, no necesitamos
buscar casos tan dramáticos y excepcionales. Las coincidencias en las ideas
morales de las distintas épocas son mayores de lo que comúnmente se cree.
Sencillamente,
estamos sometidos de modo habitual a un error de óptica. Las diferencias nos
llaman más la atención porque las coincidencias son evidentes. En todas las
culturas existen deberes de los padres hacia los hijos, y de los hijos hacia
los padres. Por doquier se ve la gratitud como un valor, se aprecia la
magnanimidad y se desprecia al avaro; casi universalmente rige la imparcialidad
como una virtud del juez, y el valor como virtud del guerrero. La objeción que
se hace de que se trata de normas triviales, que además se deducen fácilmente
por su utilidad biológica y social, no es ninguna objeción. Para quien tiene
una idea de lo que es el hombre, las leyes morales generales que pertenecen al
hombre serán naturalmente algo trivial; y lo mismo decir que sus consecuencias
son útiles para el género humano. ¿Cómo podría resultar razonable para el
hombre una norma cuyas consecuencias produjeran daños generales? Lo decisivo es
que el fundamento para nuestra valoración no es la utilidad social o biológica;
lo decisivo es que la moralidad, es decir, lo bueno moralmente, no se define
así. Daríamos también valor al proceder del P. Kolbe aunque el padre de familia
hubiera perdido la vida al día siguiente; y un gesto de amistad, de
agradecimiento, sería algo bueno aunque mañana el mundo se fuera a pique. La
experiencia de estas coincidencias morales dominantes en las diversas culturas,
de una parte, y el carácter inmediato con que se produce nuestra valoración
absoluta de algunos comportamientos, de otra, justifican el esfuerzo teórico de
dar razón de la norma común, absoluta, de una vida recta.
Pero son
precisamente las diferencias culturales las que nos obligan a preguntarnos por
la existencia de un criterio o medida para juzgar.
¿Existe esa medida? Hasta ahora hemos
considerado sólo argumentos provisionales, indicios iniciales. Ahora queremos
acercarnos a una respuesta más definitiva a la cuestión, examinando los dos
puntos de vista extremos, que sólo en una cosa se muestran de acuerdo: en negar
validez universal a cualquier contenido moral. Se trata pues de dos variantes
del Relativismo moral. La primera tesis dice: Todo hombre debe seguir la moral
dominante en la sociedad en que vive. La segunda: Cada uno debe seguir su
propio capricho y hacer lo que le venga en gana. Ninguna de las dos resiste un
examen racional. Consideremos en primer lugar la tesis: Cada uno debe vivir de
acuerdo con la moral dominante en la sociedad en que vive. Esta máxima incurre
en tres contradicciones.
Se incurre
en la primera contradicción cuando quien plantea la máxima quiere fijar al
menos una norma universalmente válida, justamente aquella que dice que debe
seguirse siempre la moral dominante. Se podrá objetar que no se trata de una
norma de contenidos, sino, por así decir, de una metanorma que no puede entrar
en colisión con las normas de la moral. Pero las cosas no son tan sencillas. Puede
ocurrir, por ejemplo, que una parte de la moral dominante lo constituya el
pensar mal de otras sociedades, condenando a los hombres que siguen las morales
dominantes en ellas. Si yo sigo esa moral
dominante en mi ámbito cultural
debo entonces participar de ese juicio condenatorio de las otras
morales. Puede incluso pertenecer a la moral dominante en una cultura
determinada un impulso misionero que le lleva a penetrar en las demás culturas
y a cambiar sus normas. En este caso es imposible seguir tal regla, es decir,
no es posible afirmar que todo hombre debe seguir la norma dominante en su
entorno: si yo sigo esa norma, debo entonces intentar precisamente disuadir a
otros hombres de que vivan de acuerdo con su moral. En una tal cultura no se
puede vivir de acuerdo con la máxima propuesta.
En segundo
lugar hay que decir que no existe en absoluto esa moral dominante. Precisamente
en nuestra sociedad pluralista concurren distintas concepciones morales. Una
parte de la sociedad, por ejemplo, condena el aborto como un crimen; otra lo
acepta, e incluso lucha contra el sentimiento de culpa que con él se relaciona.
El principio de atenerse a la moral dominante no nos enseña a favor de qué
valores dominantes debemos optar.
Tercero.
Hay sociedades en las que el proceder de un fundador, profeta, reformador o
revolucionario de un hombre que no se
acomoda a la moral de su tiempo, sino que la ha cambiado tiene carácter de modelo. Ahora bien, puede
ocurrir que tengamos por válidas sus normas y no nos parezca necesario un
cambio fundamental. Eso sucede precisamente porque estamos convencidos de la
rectitud de sus prescripciones desde el punto de vista de los contenidos, y no
porque tengamos corno cosa recta la simple acomodación al modo común de
proceder, ya que, en el caso en cuestión, tiene valor de modelo para nosotros
una persona que, por su parte, no se acomoda. En ese caso, ¿a qué se debería
adaptar quien tiene por principio el acomodarse? Esto por lo que respecta a la
primera tesis. En ella se otorga un carácter absoluto a la respectiva moral
dominante y se definen las palabras "bueno" y "malo" de
acuerdo con dicha moral, cayendo así en las contradicciones apuntadas.
La segunda
tesis condena cualquier moral vigente como represión, sojuzgamiento, y exige
que cada uno actúe como quiera y sea feliz a su manera. Según esto, pertenece
al código penal y a la policía hacer que las acciones contra el bien común sean
tan perjudiciales para quien las realiza que las omita por su propio interés.
Podíamos denominar la primera tesis como autoritaria; ésta como anarquista o
individualista. Examinémosla también. A primera vista nos parece más falta de
sentido que la primera, y se encuentra en inmediata oposición a nuestro sentir
moral. Teóricamente sin embargo es más difícil de refutar, precisamente porque
con frecuencia reviste el carácter de un amoralismo consecuente, para el que no
existe otro sentido de bueno o malo que el de "bueno para mí en un
determinado sentido". A quien no reconoce una diferencia de valor entre la
fidelidad de una madre a su hijo, la acción de Kolbe y la de su verdugo, la
falta de escrúpulos de un traidor o la habilidad de un especulador de bolsa, le
faltan algunas experiencias fundamentales o posibilidades de experiencia, que
no son reemplazables por argumentos. Aristóteles escribe: La gente que dice que
se puede matar a la propia madre no merece argumentos, sino azotes. Se podría
decir quizás que necesitaría un amigo. La cuestión es si sería capaz de
amistad. Pero el hecho de que quizá no sea capaz de prestar oídos a los
argumentos, no quiere decir que no haya argumentos contra él.
Estrictamente,
la tesis según la cual cada uno debe actuar como quiera, resulta algo trivial.
Cada uno actúa como le gusta. El que obra según su conciencia tiene a bien
actuar así, y quien obedece a una norma moral tiene a bien proceder de ese
modo. ¿Qué es lo que entonces se quiere decir exactamente cuando se plantea,
con intención crítico moral, la tesis de que cada uno debe hacer lo que quiera?
Evidentemente parte de que en el hombre existen distintos impulsos; aboga por
unos y está contra otros. Detrás está de algún modo la idea de que unos son más
interiores y naturales al hombre que otros: precisamente los llamados impulsos
morales. Estos impulsos morales, por el contrario, son considerados como una
especie de heterodeterminación, como un dominio interiorizado del que es
preciso librarse. Pero al abogar por la autodeterminación, por lo natural
frente a lo extraño, resulta que la protesta antimoralista desemboca
directamente en la tradición de la filosofía moral. Esta, ante la variedad de
los usos sociales, había comenzado por preguntarse por lo que propiamente es
natural al hombre, y pensaba que sólo se podría llamar libre a quien hiciera lo
que le es natural. Ahora bien ¿qué es "lo natural" al hombre? Quien
diga que cada uno debe hacer lo que quiera se mueve en un círculo vicioso.
Ignora el hecho de que el hombre no es un ser acuñado de antemano por los
instintos, sino alguien que debe buscar primero y encontrar después la norma de
su comportamiento. Ni siquiera poseemos por naturaleza el lenguaje; debemos
aprenderlo. Ser hombre no es tan sencillo como ser animal; ni se vive espontáneamente
la vida humana. Como afirma el dicho, debemos
dirigir nuestra vida. Tenemos deseos e impulsos contrapuestos. Y la
afirmación: haz lo que quieras, presupone que uno sabe lo que quiere.
Pero no
podemos formar una voluntad en armonía consigo misma sin considerar lo que
significa la palabra "bueno". Palabra que designa el punto de vista
bajo el que se ordenan los demás puntos de vista, que son la causa de que
queramos esto o aquello. Sin mostrar aquí en qué consiste, podemos decir en qué
no consiste: no en la salud, ya que en ocasiones puede ser bueno estar enfermo;
ni en el éxito profesional, ya que puede en ocasiones ser bueno tener un poco
menos de éxito; ni en el altruismo, pues circunstancialmente puede ser bueno
pensar en uno mismo. El filósofo inglés Moore denomina "falacia
naturalista" al hecho de reemplazar por otra la palabra "bueno";
dicho de otro modo, al hecho de reemplazarla por algún punto de vista
particular. Si se sustituyese "bueno" por "sano", entonces
no se podría decir ya que la salud es, por lo general, algo bueno, ya que con
ello sólo se afirmaría que la salud es sana.
Vivir
rectamente, vivir bien, significa ante todo establecer una jerarquía en las
preferencias, Los antiguos filósofos pensaron que podían ofrecer un criterio para
una adecuada jerarquía; es correcta aquella ordenación de acuerdo con la cual
el hombre, vive feliz y en paz consigo mismo. Esto es precisamente lo que no
puede ocurrir con cualquier ordenación de moda, de manera que el consejo
"haz lo que te guste" no basta para responder a la cuestión
"¿qué es lo que debe gustarme?". Pero tampoco es suficiente partir de
otra base. No existen sólo mis gustos, existen también los de los demás. Es por
eso una norma ambigua el decir que cada uno debe hacer lo que le gusta. Puede
significar que cada uno tiene que habérselas con los gustos de los demás como
le apetezca, amigable y tolerantemente, o de manera violenta e intolerante.
Pero puede también significar que cada uno debe respetar los gustos de los
demás. Una tal exigencia general de tolerancia limita justamente los propios
gustos. Se debe dejar claro que la tolerancia no es de ningún modo, como se
dice a veces, una consecuencia evidente del relativismo moral. La tolerancia se
funda más bien en una determinada convicción moral que pretende tener validez
universal. El relativismo moral, por el contrario, puede decir: ¿por qué debo
ser yo tolerante? Cada cual debe vivir según su moral y la mía me permite ser
violento e intolerante.
Así pues,
para que resulte obvia la idea de la tolerancia se debe tener ya una idea
determinada de la dignidad del hombre. Por lo demás, el exigir tolerancia no
basta en absoluto para resolver los conflictos entre los deseos propios y los
ajenos: muchos de esos deseos son sencillamente irreconciliables. Lo mismo que
se dan en mí deseos encontrados de distinto rango, así también los deseos de
las diversas personas pueden ser de diverso rango; y no siempre es bueno el
preferir los propios deseos o hacerlo siempre con los de los demás. También aquí
es preciso saber cuáles son los deseos de uno que colisionan con los de otros.
Una solución exigible a ambos tan sólo es posible si existe algo común, es
decir, si existe una verdadera medida para juzgar los deseos. El relativismo
ético parte de la observación de que esas medidas son conflictivas; pero ese
argumento demuestra lo contrario de lo que pretende, ya que en toda disputa
teórica subyace la idea de la existencia de una verdad común; si cada cual
tuviera su propia verdad, no habría disputas. Sólo la recíproca seguridad hace
que se produzca el conflicto. Pero ocurre que el conflicto no se resuelve
gracias a una reflexión racional, o disputando sobre la norma correcta, sino
merced al derecho físico del más fuerte que impone sin más su voluntad. La zorra
y la liebre no discuten entre sí sobre el recto modo de vivir: o sigue cada una
su camino, o la una devora a la otra.
La disputa
sobre el mal y el bien demuestra que la Ética es campo de litigios. Pero eso es
también lo que demuestra justamente que no es algo puramente relativo, que el
bien puede estar siempre en lo singular y que es difícil decidir en los casos
límites. Esa disputa demuestra que determinados comportamientos son mejores que
otros, mejores en absoluto, no mejores para alguien o en relación con
determinadas normas culturales. Todos lo sabemos. El sentido de la Ética
filosófica es arrojar más luz sobre este conocimiento y defenderlo frente a las
objeciones de los sofistas.
(tomado de "Ética, cuestiones fundamentales". De Robert Spaemann)
Hola estimado Leonardo, ¿tendrás libros de Spaemann y de Robert P. George?
ResponderBorrarBuenos días, Miguel. Tengo un par de Spaemann. De Robert P. George se consiguen algunos en inglés en Internet. No es un autor que publiquemos en este blog ya que es representante de la "new natural law theory", que creemos se aparta considerablemente de la tradición tomista. Sin embargo si está interesado en ese autor le puedo pasar un par de sus libros, en idioma inglés.
ResponderBorrarCordial saludo.
Muchas gracias, estimado Leonardo. Sí me interesa. Mira, este es mi correo mianguelgom@gmail.com por si prefieres enviarlos por ahí.
ResponderBorrar¿En qué se desaparta la "new natural law theory" de la tradición tomista?
Saludos
Sí me gustaría, si fuera tan amable, que me pasara los libros. Mi correo es mianguelgom@gmail.com.
ResponderBorrar¿Por qué la New natural theory se aparta de la tradición tomista? Saludos.