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viernes, 2 de diciembre de 2016

El nominalismo moderno (Rafael Corazón González)

Desde cierto punto de vista, la filosofía moderna es el intento de volver a hacer filosofía «desde» el nominalismo, sin abandonarlo. ¿Es posible?, ¿cómo hacerlo? Suele decirse que el «padre» de la filosofía moderna es Descartes. Veamos entonces en qué consistió su intento.

Propiamente Descartes es voluntarista, porque lo importante para él es buscar «seguridad», estar «cierto»: aunque quizás pueda conocer poco, lo importante es no ser engañado nunca. Y para lograrlo no se le ocurre nada mejor que «controlar» el conocimiento mediante la voluntad.

De entrada Descartes —y con él toda la filosofía moderna posterior— no aceptará la intencionalidad del conocimiento, según la cual lo conocido es la realidad. Expresamente Descartes afirma que lo conocido no es lo real sino nuestras ideas; el conocimiento no alcanza la realidad.

Pero, ¿cómo estar ciertos de que las ideas nos dan a conocer algo real? Por suerte —así cree él—, aunque la realidad quede fuera de nuestro alcance, las ideas están en nuestro poder.

Descartes va a someter las ideas a un examen minucioso y, solo aquellas que lo superen, serán consideradas verdaderas. Las ideas han de ser analizadas, descompuestas en ideas simples, y solo aquellas que concibamos clara y distintamente las podremos considerar verdaderas (al menos subjetivamente: noción de «certeza» como sustituto de la verdad).

Idea verdadera, para Descartes, significa que la voluntad puede afirmar que en la realidad existe algo (desconocido) que ha causado el contenido de dicha idea. Es decir, la idea clara y distinta permite la afirmación (el juicio, que según Descartes es obra de la voluntad, no de la inteligencia), pero no el conocimiento de la realidad.

¿Qué nos da a conocer entonces el contenido de la idea clara y distinta? Descartes habla de «atributos» y «modos» de la sustancia, aunque a veces, usando la terminología tradicional, le llame también «esencia o naturaleza» de la sustancia. Pero los atributos y los modos son solo el modo como la sustancia nos impresiona, el efecto que causa en nuestra mente, no lo que ella es en sí misma (lo que es en sí misma, como se ha repetido, siempre es desconocido).

Hasta aquí llegó Descartes. Luego, con el paso del tiempo, otras corrientes filosóficas, especialmente en los siglos XIX y XX, fueron sacando conclusiones cada vez más radicales.

Lo propio del nominalismo es esto: negar que conozcamos la realidad. Y aunque Descartes acuda a la veracidad divina para intentar salvar la verdad del conocimiento — para hacer de Dios la garantía de que la certeza subjetiva tiene valor objetivo—, este subterfugio no sirvió de nada. Este fue el caso, especialmente, del empirismo, para el que lo conocido es el «fenómeno», o sea, lo que aparece a la mente, la impresión subjetiva.

Por otro camino, el pensamiento moderno ha llegado a conclusiones semejantes a las de Ockham:

1. El único conocimiento válido es el «positivo» (Ockham lo llamaba «intuitivo»): los datos comprobables mediante la experiencia. A partir de ahí es posible hacer teorías (hipótesis), que han de ser verificadas o falsadas mediante experimentos, porque la realidad y el pensamiento nunca coinciden. A lo más que puede aspirarse es a la constatación de «hechos», por eso las teorías siempre seguirán siendo hipotéticas.

2. La filosofía solo puede entenderse como teoría de la ciencia, o del lenguaje, pero nunca como metafísica o como antropología. El conocimiento del ser queda fuera del campo del saber humano.

3. No cabe hablar, por tanto, de esencias o naturalezas comunes a muchos individuos; en concreto, no es posible un estudio filosófico de la naturaleza humana porque, o bien no existe, o es desconocida.

4. En consecuencia, tampoco se puede admitir una ley moral natural. El hombre es libertad y la libertad no es compatible con la naturaleza; la naturaleza es el reino de la causalidad y el determinismo; en ella rigen las leyes físicas, químicas, biológicas, etc. Por tanto, o bien el hombre no es más que un animal, o bien puede y debe liberarse de la naturaleza para dominarla y ponerla a su servicio. La emancipación de la naturaleza implica, en primer término, la emancipación de la propia naturaleza humana.

5. Cada uno ha de decidir el sentido que quiere darle a su vida: es dueño de sí mismo y tiene derecho a ser feliz a su manera. No existe un sentido «objetivo» de la vida; por tanto, nadie ha de imponer ninguno a nadie, como tampoco puede imponer unas normas éticas.

6. La libertad, entendida como espontaneidad, exige el relativismo, el agnosticismo o el ateísmo, y, en definitiva, el nihilismo. Aunque en la práctica estos «—ismos» se acaban volviendo bastante dogmáticos e intolerantes, se valoran positivamente, porque son la condición de posibilidad de la «verdadera» libertad. «Amar la nada para siempre», como propuso Nietzsche, se presenta como un ideal para quienes han perdido el sentido trascendente de la vida. Y el aborto, la eutanasia, etc., como ejercicios de la libertad que pueden hacer la vida más feliz, entendiendo por felicidad más placentera, en el sentido hedonista del término.


(Tomado de "¿Por qué pensar si no es obligatorio?")

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