Desde
cierto punto de vista, la filosofía moderna es el intento de volver a hacer
filosofía «desde» el nominalismo, sin abandonarlo. ¿Es posible?, ¿cómo hacerlo?
Suele decirse que el «padre» de la filosofía moderna es Descartes. Veamos
entonces en qué consistió su intento.
Propiamente
Descartes es voluntarista, porque lo importante para él es buscar «seguridad»,
estar «cierto»: aunque quizás pueda conocer poco, lo importante es no ser
engañado nunca. Y para lograrlo no se le ocurre nada mejor que «controlar» el
conocimiento mediante la voluntad.
De
entrada Descartes —y con él toda la filosofía moderna posterior— no aceptará la
intencionalidad del conocimiento, según la cual lo conocido es la realidad.
Expresamente Descartes afirma que lo conocido no es lo real sino nuestras
ideas; el conocimiento no alcanza la realidad.
Pero,
¿cómo estar ciertos de que las ideas nos dan a conocer algo real? Por suerte —así
cree él—, aunque la realidad quede fuera de nuestro alcance, las ideas están en
nuestro poder.
Descartes
va a someter las ideas a un examen minucioso y, solo aquellas que lo superen,
serán consideradas verdaderas. Las ideas han de ser analizadas, descompuestas
en ideas simples, y solo aquellas que concibamos clara y distintamente las
podremos considerar verdaderas (al menos subjetivamente: noción de «certeza»
como sustituto de la verdad).
Idea
verdadera, para Descartes, significa que la voluntad puede afirmar que en la
realidad existe algo (desconocido) que ha causado el contenido de dicha idea.
Es decir, la idea clara y distinta permite la afirmación (el juicio, que según
Descartes es obra de la voluntad, no de la inteligencia), pero no el
conocimiento de la realidad.
¿Qué
nos da a conocer entonces el contenido de la idea clara y distinta? Descartes
habla de «atributos» y «modos» de la sustancia, aunque a veces, usando la
terminología tradicional, le llame también «esencia o naturaleza» de la
sustancia. Pero los atributos y los modos son solo el modo como la sustancia
nos impresiona, el efecto que causa en nuestra mente, no lo que ella es en sí
misma (lo que es en sí misma, como se ha repetido, siempre es desconocido).
Hasta
aquí llegó Descartes. Luego, con el paso del tiempo, otras corrientes
filosóficas, especialmente en los siglos XIX y XX, fueron sacando conclusiones
cada vez más radicales.
Lo
propio del nominalismo es esto: negar que conozcamos la realidad. Y aunque
Descartes acuda a la veracidad divina para intentar salvar la verdad del
conocimiento — para hacer de Dios la garantía de que la certeza subjetiva tiene
valor objetivo—, este subterfugio no sirvió de nada. Este fue el caso, especialmente,
del empirismo, para el que lo conocido es el «fenómeno», o sea, lo que aparece
a la mente, la impresión subjetiva.
Por
otro camino, el pensamiento moderno ha llegado a conclusiones semejantes a las
de Ockham:
1.
El único conocimiento válido es el «positivo» (Ockham lo llamaba «intuitivo»):
los datos comprobables mediante la experiencia. A partir de ahí es posible
hacer teorías (hipótesis), que han de ser verificadas o falsadas mediante
experimentos, porque la realidad y el pensamiento nunca coinciden. A lo más que
puede aspirarse es a la constatación de «hechos», por eso las teorías siempre
seguirán siendo hipotéticas.
2.
La filosofía solo puede entenderse como teoría de la ciencia, o del lenguaje,
pero nunca como metafísica o como antropología. El conocimiento del ser queda
fuera del campo del saber humano.
3.
No cabe hablar, por tanto, de esencias o naturalezas comunes a muchos
individuos; en concreto, no es posible un estudio filosófico de la naturaleza
humana porque, o bien no existe, o es desconocida.
4.
En consecuencia, tampoco se puede admitir una ley moral natural. El hombre es
libertad y la libertad no es compatible con la naturaleza; la naturaleza es el
reino de la causalidad y el determinismo; en ella rigen las leyes físicas,
químicas, biológicas, etc. Por tanto, o bien el hombre no es más que un animal,
o bien puede y debe liberarse de la naturaleza para dominarla y ponerla a su servicio.
La emancipación de la naturaleza implica, en primer término, la emancipación de
la propia naturaleza humana.
5.
Cada uno ha de decidir el sentido que quiere darle a su vida: es dueño de sí
mismo y tiene derecho a ser feliz a su manera. No existe un sentido «objetivo»
de la vida; por tanto, nadie ha de imponer ninguno a nadie, como tampoco puede
imponer unas normas éticas.
6.
La libertad, entendida como espontaneidad, exige el relativismo, el
agnosticismo o el ateísmo, y, en definitiva, el nihilismo. Aunque en la
práctica estos «—ismos» se acaban volviendo bastante dogmáticos e intolerantes,
se valoran positivamente, porque son la condición de posibilidad de la «verdadera»
libertad. «Amar la nada para siempre», como propuso Nietzsche, se presenta como
un ideal para quienes han perdido el sentido trascendente de la vida. Y el
aborto, la eutanasia, etc., como ejercicios de la libertad que pueden hacer la
vida más feliz, entendiendo por felicidad más placentera, en el sentido
hedonista del término.
(Tomado de "¿Por qué pensar si no es obligatorio?")
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