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martes, 6 de diciembre de 2016

Las pruebas 'a posteriori' de la existencia de Dios (Antonio Millán Puelles)


Las demostraciones que llegan a Dios a partir de sus efectos han sido recogidas y sistematizadas en las célebres «cinco vías» de santo Tomás, cada una de las cuales será respectivamente examinada.

a) Primera vía

Este argumento, repetidas veces formulado por su autor, trata de demostrar la existencia de Dios considerado como el motor inmóvil de todo lo cambiante. Dicho motor merece el nombre de Dios por ser aquello que pone o fundamenta la entidad del cambio sin ser a su vez fundamentado en ello por ningún otro ente (motor inmóvil). La prueba de su existencia puede desarrollarse de la siguiente manera.

Consta a nuestros sentidos que hay cosas que se mueven, es decir, tomando el movimiento en su acepción más amplia, cosas que cambian. Así lo experimentamos, tanto por los sentidos externos, como por el íntimo testimonio de nuestra conciencia. Mediante los primeros nos damos cuenta de los cambios de los cuerpos. Por la segunda advertimos el dinamismo de nuestra vida cognoscitiva y apetitiva. Ahora bien: todo lo que se mueve es movido por otro. La razón de ello estriba en la índole misma del movimiento, que es el acto de un ente en potencia precisamente en tanto que está en potencia. Y es claro que si el móvil es, en tanto que móvil, algo potencial, su actualidad cinética debe provenirle de otro ente; puesto que aquello que por sí mismo no posee una cosa, sólo puede tenerla si otro se la actualiza. No invalida a esto el caso de los seres vivos, de cuya capacidad de automoción se habló en psicología. El ente vivo tiene la propiedad de que una de sus partes pueda mover a otra —no la de que una parte sea el motor de sí misma—, lo que no excluye que la parte motora sea, a su vez, movida por algo externo al viviente.

Si lo que mueve a una cosa es algo que, para moverla, tiene a su vez que cambiar, será preciso que sea movido por otro, y este también será un motor movido si asimismo es preciso que se mueva para que pueda mover. Mas no es posible proceder al infinito en la serie de los motores así subordinados, es decir, en la serie de aquellos motores que sólo mueven en cuanto son movidos. Adviértase, en efecto, que ninguno de ellos es por sí mismo capaz de mover. En consecuencia, una serie infinita de motores movidos también sería incapaz de mover por sí misma. Y como quiera que lo que por sí mismo es incapaz de mover sólo puede mover si es movido por otro, sería preciso, para que dicha serie moviera, que fuese a su vez movida. Pero aquello que la movilizara no podría ser un motor movido, ya que en tal caso formaría parte de ella; tendría que ser un motor inmóvil; y es claro entonces que la serie movida por este no podría ser infinita, pues el motor de ella que fuese inmediatamente movido por el motor inmóvil sería el último de los que son movidos por otros, lo cual es imposible en una serie infinita, que es, por definición, la que no posee un último miembro. Por consiguiente, o la serie de los motores movidos es finita y movida por un motor inmóvil, o es infinita, y por ello mismo carente de una primera moción, sin la cual no es posible —ya que se trata de una subordinación de mociones— ninguna de las demás, y la serie entera quedaría en potencia de moverse. La elección no es dudosa, si se ha partido de la realidad del movimiento. Puesto que este existe y la serie infinita de motores movidos lo haría imposible, hay que afirmar que no es posible proceder al infinito en dicha serie de motores movidos; lo cual es lo mismo que decir que existe un motor inmóvil.

Pensar la serie de los motores movidos como infinita no es otra cosa que aplazar indefinidamente el problema. Dado un cambio real, una serie infinita de motores movidos, de los que dependiese, sería una serie que nunca llegaría a actualizarlo, pues cada motor tendría que aguardar a que antes que él actuasen infinitos motores.

«Multiplicad —dice Sertillanges— las causas intermediarias hasta el infinito; complicaréis el instrumento, pero no fabricaréis una verdadera causa; alargaréis el canal, pero no haréis una fuente. Si la fuente no existe, el intermediario queda impotente y el resultado no se podría producir, o mejor dicho: no habría ni intermediario ni resultado; es decir, que todo desaparece. Pretender que el número infinito de intermediarios pueda dispensarnos de encontrar una primera causa es afirmar que un pincel puede pintar por sí solo con tal que tenga un mango muy largo. La largura del mango no hace al caso; lo que importa es la mano». Ni vale tampoco el recurso a un círculo de motores movidos, de tal modo que cada uno de ellos sea motor del que le sigue y movido por el que le precede; pues el círculo entero de estos motores movidos está en potencia respecto a un motor externo que, de hecho, lo ponga en movimiento.

b) Segunda vía

Si con el término «Dios» se designa a una entidad que causa o fundamenta sin ser a su vez causada ni fundamentada por ningún otro ser, la prueba de la existencia de una causa eficiente no efectuada constituye, sin más, una demostración de la existencia de Dios.

Esta demostración se desarrolla de un modo paralelo al de la vía anterior, bien que no sea idéntico a la misma, como puede observarse en lo que sigue.

La experiencia nos muestra causas eficientes que son causadas en el ejercicio mismo de su actividad. Ello se advierte, tanto por la experiencia externa, como por la conciencia que tenemos de nuestra propia actividad causal. Vemos que el pincel pinta movido por la mano del pintor, y que el árbol florece y fructifica por el influjo del calor solar; como también por el influjo de mi voluntad mi mano escribe con la pluma en el papel o da cuerda al reloj. En todos estos casos hay un causar causado; un ejercicio de la actividad que es, a su vez, efecto. Ya no se trata, como en la prueba anterior, de fijarse en el móvil en tanto que móvil, esto es, en su condición puramente pasiva, sino de reparar en el motor en cuanto ejerce una actividad que es, a su vez, causada. No es, pues, la mera pasividad lo que ahora importa, sino la actividad desarrollada precisamente en función de otra actividad, o mejor dicho: la causa en tanto que actúa como algo a su vez actuado.

Ahora bien: no es posible que una causa sea causa de sí propia. Sería, a la vez, posterior y anterior a sí misma, como causada y causante. Estaría, a la vez, en acto y en potencia respecto de lo mismo, a saber: respecto del ser.

Si lo que actúa como causado es actuado por otra causa esta supondrá una nueva causa si actúa también en tanto que actuada. Mas no es posible proceder al infinito en la serie de las causas que son a su vez causadas en el ejercicio de su actividad. Las mismas razones que se propusieron en la primera «vía» valen también aquí, pues se trata de causas que sólo actúan como causadas, de tal manera que ninguna de ellas, por muy alta que esté en la serie, es capaz de causar por sí misma. En esta serie de causas nunca se produciría el efecto, ya que ninguna de ellas sería nunca actuada, por haber de aguardar a que antes actuasen infinitas causas. No sería este el caso si se tratara de causas no subordinadas entre sí en el mismo ejercicio de su causalidad, sino por otro título. Así, por ejemplo, todo hombre depende del que le ha engendrado, en el sentido de haber recibido de este el ser, mas no en su mismo acto de engendrar a otro hombre; y de esta manera es posible (no necesario) que Pedro engendre a Juan y Juan a Antonio y así indefinidamente, pues aunque todos son engendrados, no es por ser engendrados por lo que engendran. Pero cuando se trate de causas subordinadas entre sí precisamente en su función causal la serie indefinida es imposible; porque, a diferencia de lo que ocurre en el caso anterior, ninguna de ellas actúa sino en cuanto está siendo actuada. Y si dicha serie es imposible, no queda más sino que exista una Causa eficiente incausada, de la que dependen en su actividad todas las causas que sólo como actuadas son capaces de actuación.

c) Tercera vía

La demostración que por esta vía se intenta es la de un ente absolutamente necesario, razón de ser de la existencia de los demás entes, y que no tiene en otro, sino que es por sí mismo, la razón de su propia existencia. La realidad de este Ser, al que cabe sin duda dar el nombre de «Dios», puede probarse del siguiente modo.

Consta por experiencia que hay cosas que se engendran y se corrompen, o sea, que no siempre son. Tales cosas, por tanto, son de suyo indiferentes a la existencia, en el sentido de que lo mismo pueden existir que no existir; de lo contrario, no podrían engendrarse y corromperse, sino que estarían siempre existiendo. Pero lo que de suyo es indiferente a la existencia y sin embargo existe, no existe por sí, sino por otro: por aquel ser que lo reduce de la potencia al acto de existir. Si a su vez este ser es contingente, si no tiene en sí mismo su razón de ser, su existencia supone la de otro que entitativamente lo haya actualizado. Lo que equivale a afirmar que todo ser contingente tiene causa. Y como es imposible —según se demostró antes— que haya una serie infinita de causas esencialmente subordinadas, la existencia de seres contingentes sólo es posible si hay un Ser Necesario del que dependen, en resolución, todos los que no existen por sí mismos, y el cual no tiene en otro su razón de ser.

La intelección radical de este argumento exige el comprender que lo que adquiere y pierde la existencia no puede tenerla por sí mismo. Lo contingente no puede ser sino causado. Es algo que existe, y en este sentido se diferencia del mero posible; pero es, por cierto, algo que lo mismo podría no haber sido; y, en consecuencia, si está existiendo es por el influjo de algún ser que le hace existir. Lo contingente es, por esencia, efecto: por tanto, algo que pide causa. De donde se desprende la imposibilidad de que no haya más que seres contingentes, ya que es imposible que sólo existan efectos. Si se admite una causa cuya entidad no es causada, es decir, una causa que exista por sí misma, se está reconociendo la existencia del Ente Necesario. Pero si se supone una serie infinita de causas, cada una de las cuales es existente por otra, nunca llegaría a existir ninguna, ya que tal serie constituiría una infinita subordinación de efectos, ninguno de los cuales podría llegar a ser, por ser antes preciso que existieran los inagotables que le preceden.

d) Cuarta vía

Un Ser enteramente Perfecto, del que dependan todas las perfecciones de los seres y que a su vez no depende de ningún otro, merece el nombre de «Dios». Tal es el Ser cuya existencia se prueba con el argumento de la «cuarta vía», de la manera siguiente:

Hay en la realidad —ya que nos consta por experiencia— cosas diversamente graduadas en la posesión de perfecciones que de suyo no envuelven ninguna imperfección. No todos los seres que conocemos tienen el mismo grado de entidad, ni la misma unidad, ni son idénticamente apetecibles. Dicho de otra manera: las perfecciones «trascendentales» no están realizadas en todos los entes en igual medida, sino según una diversidad de grados, por virtud de la cual y con relación a cada una de dichas perfecciones unos entes se dicen más o menos perfectos que otros, según que las posean de una manera más o menos completa. Ello significa que tales perfecciones son poseídas por dichos entes de un modo limitado, porque de ser tenidas en toda su plenitud no habría un más y un menos en su distribución. El más y el menos se oponen al máximo, y en este sentido —como carencia graduada de él, como falta de su misma plenitud— puede decirse que lo suponen.

Lo que por ahora equivale a decir que conocemos entes en los que las perfecciones se encuentran restringidas; sin que de ello se infiera todavía la real existencia de un ser que las posea ilimitadamente.

Es claro que ninguna perfección puede limitarse por sí misma. Tendría que desempeñar el doble y contradictorio oficio de ser, a un tiempo, su razón de ser y su razón de no ser. Si de hecho se encuentra limitada (más o menos, según los diversos casos), es por algo distinto de ella misma y con lo cual entra en composición, a saber: por un sujeto que la tiene. Pero si este sujeto no la es y, sin embargo, la tiene, precisa que algo se la haya dado. Lo mismo ocurre si lo que se la ha dado tiene esa perfección de un modo restringido, como sujeto que recibe un acto y lo limita según su propia capacidad susceptiva. No siendo posible proceder al infinito en esta serie, pues ninguno de los sujetos de la misma recibiría su propia dosis de perfección, por haber de aguardar a que recibieran la suya infinitos sujetos, es necesario que exista un ser que la tenga de un modo ilimitado y la haya conferido, según grados diversos, a los que las poseen restrictamente. Tal ser no será ya el sujeto de una perfección, un portador de valores, sino que habrá de identificarse con la perfección misma, pues de lo contrario la limitaría, y exigiría, por tanto, el recibirla de otro. Y como todas las perfecciones trascendentales son realmente idénticas entre sí, no será preciso que para cada una de ellas exista el correspondiente máximo. Todas se identifican en la infinita perfección del Ser Supremo.

e) Quinta vía

Un ser por el que todas las cosas naturales son dirigidas en sus acciones y que no es dirigido a su vez por ningún otro, merece el nombre de «Dios». A demostrar la existencia de este Ordenador o Director Supremo de todos los seres naturales procede la «quinta vía», que puede formularse del siguiente modo.

La experiencia nos muestra que los seres carentes de conocimiento actúan siempre, o la mayoría de las veces, de una manera uniforme, de acuerdo con sus naturalezas respectivas, logrando los efectos más adecuados a ellas; pero esto sería imposible si no actuasen predeterminados por un fin. En general, y como ya se señaló oportunamente, todo agente actúa movido por una causa final, que es aquello por lo que dicho agente está predeterminado a producir un efecto en vez de otro. En este sentido se distingue entre el fin-causa y el fin-efecto en la medida en que, así como el segundo termina la actividad del agente, el primero la predetermina u orienta. Mas los seres carentes de conocimiento no pueden predeterminarse a sí mismos, toda vez que el fin-causa únicamente ejerce su causalidad si es conocido (sólo en la mente puede anteceder a su efectiva realización). Es necesario, pues, que lo que carece de conocimiento esté predeterminado por algún otro ser y que este, por tanto, sea en último término (dada la imposibilidad de proceder al infinito en la serie de seres predeterminados por otros) un ser inteligente que no reciba un fin de ningún otro ser.


Y es claro que si da un fin a los demás seres y él no lo tiene como recibido, tal ser inteligente es, por sí mismo, fin; lo cual no significa el imposible de que sea un fin para sí mismo, ya que tendría que antecederse a sí propio, sino que es el fin de todos los seres predeterminados por él. Entre esos seres se cuenta también el hombre, pues aunque este tiene una voluntad libre, que se determina a sí misma respecto de todo bien prácticamente aprehendido por el entendimiento, no se ha dado a sí misma, sin embargo, su natural inclinación al fin que en todas las ocasiones y bajo cualquier fin concreto persigue, a saber: lo bueno en general y en tanto que conveniente. Este fin radical no nos lo hemos propuesto. Nos ha sido naturalmente impuesto y, por lo mismo, no somos libres respecto de él: no nos es posible no quererlo; ni podemos querer ninguna cosa sino en cuanto realiza algún aspecto de este fin radical que es el objeto formal de la voluntad humana y lo que hace que esta sea, bajo tal aspecto, una naturaleza.


(Tomado de "Fundamentos de filosofía", de Antonio Millán Puelles)

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