Las demostraciones que llegan a Dios a partir de sus efectos han sido recogidas y sistematizadas en las célebres «cinco vías» de santo Tomás, cada una de las cuales será respectivamente examinada.
a) Primera vía
Este argumento, repetidas veces formulado por su autor,
trata de demostrar la existencia de Dios considerado como el motor inmóvil de
todo lo cambiante. Dicho motor merece el nombre de Dios por ser aquello que pone
o fundamenta la entidad del cambio sin ser a su vez fundamentado en ello por
ningún otro ente (motor inmóvil). La prueba de su existencia puede
desarrollarse de la siguiente manera.
Consta a nuestros sentidos que hay cosas que se mueven,
es decir, tomando el movimiento en su acepción más amplia, cosas que cambian.
Así lo experimentamos, tanto por los sentidos externos, como por el íntimo
testimonio de nuestra conciencia. Mediante los primeros nos damos cuenta de los
cambios de los cuerpos. Por la segunda advertimos el dinamismo de nuestra vida
cognoscitiva y apetitiva. Ahora bien: todo lo que se mueve es movido por otro.
La razón de ello estriba en la índole misma del movimiento, que es el acto de
un ente en potencia precisamente en tanto que está en potencia. Y es claro que
si el móvil es, en tanto que móvil, algo potencial, su actualidad cinética debe
provenirle de otro ente; puesto que aquello que por sí mismo no posee una cosa,
sólo puede tenerla si otro se la actualiza. No invalida a esto el caso de los
seres vivos, de cuya capacidad de automoción se habló en psicología. El ente
vivo tiene la propiedad de que una de sus partes pueda mover a otra —no la de
que una parte sea el motor de sí misma—, lo que no excluye que la parte motora
sea, a su vez, movida por algo externo al viviente.
Si lo que mueve a una cosa es algo que, para moverla,
tiene a su vez que cambiar, será preciso que sea movido por otro, y este
también será un motor movido si asimismo es preciso que se mueva para que pueda
mover. Mas no es posible proceder al infinito en la serie de los motores así
subordinados, es decir, en la serie de aquellos motores que sólo mueven en
cuanto son movidos. Adviértase, en efecto, que ninguno de ellos es por sí mismo
capaz de mover. En consecuencia, una serie infinita de motores movidos también sería
incapaz de mover por sí misma. Y como quiera que lo que por sí mismo es incapaz
de mover sólo puede mover si es movido por otro, sería preciso, para que dicha
serie moviera, que fuese a su vez movida. Pero aquello que la movilizara no
podría ser un motor movido, ya que en tal caso formaría parte de ella; tendría
que ser un motor inmóvil; y es claro entonces que la serie movida por este no
podría ser infinita, pues el motor de ella que fuese inmediatamente movido por
el motor inmóvil sería el último de los que son movidos por otros, lo cual es
imposible en una serie infinita, que es, por definición, la que no posee un
último miembro. Por consiguiente, o la serie de los motores movidos es finita y
movida por un motor inmóvil, o es infinita, y por ello mismo carente de una
primera moción, sin la cual no es posible —ya que se trata de una subordinación
de mociones— ninguna de las demás, y la serie entera quedaría en potencia de
moverse. La elección no es dudosa, si se ha partido de la realidad del movimiento.
Puesto que este existe y la serie infinita de motores movidos lo haría imposible,
hay que afirmar que no es posible proceder al infinito en dicha serie de motores
movidos; lo cual es lo mismo que decir que existe un motor inmóvil.
Pensar la serie de los motores movidos como infinita no
es otra cosa que aplazar indefinidamente el problema. Dado un cambio real, una
serie infinita de motores movidos, de los que dependiese, sería una serie que
nunca llegaría a actualizarlo, pues cada motor tendría que aguardar a que antes
que él actuasen infinitos motores.
«Multiplicad —dice Sertillanges— las causas
intermediarias hasta el infinito; complicaréis el instrumento, pero no
fabricaréis una verdadera causa; alargaréis el canal, pero no haréis una
fuente. Si la fuente no existe, el intermediario queda impotente y el resultado
no se podría producir, o mejor dicho: no habría ni intermediario ni resultado;
es decir, que todo desaparece. Pretender que el número infinito de
intermediarios pueda dispensarnos de encontrar una primera causa es afirmar que
un pincel puede pintar por sí solo con tal que tenga un mango muy largo. La
largura del mango no hace al caso; lo que importa es la mano». Ni vale tampoco
el recurso a un círculo de motores movidos, de tal modo que cada uno de ellos
sea motor del que le sigue y movido por el que le precede; pues el círculo
entero de estos motores movidos está en potencia respecto a un motor externo
que, de hecho, lo ponga en movimiento.
b) Segunda vía
Si con el término «Dios» se designa a una entidad que
causa o fundamenta sin ser a su vez causada ni fundamentada por ningún otro
ser, la prueba de la existencia de una causa eficiente no efectuada constituye,
sin más, una demostración de la existencia de Dios.
Esta demostración se desarrolla de un modo paralelo al de
la vía anterior, bien que no sea idéntico a la misma, como puede observarse en
lo que sigue.
La experiencia nos muestra causas eficientes que son
causadas en el ejercicio mismo de su actividad. Ello se advierte, tanto por la
experiencia externa, como por la conciencia que tenemos de nuestra propia
actividad causal. Vemos que el pincel pinta movido por la mano del pintor, y
que el árbol florece y fructifica por el influjo del calor solar; como también
por el influjo de mi voluntad mi mano escribe con la pluma en el papel o da cuerda
al reloj. En todos estos casos hay un causar causado; un ejercicio de la
actividad que es, a su vez, efecto. Ya no se trata, como en la prueba anterior,
de fijarse en el móvil en tanto que móvil, esto es, en su condición puramente
pasiva, sino de reparar en el motor en cuanto ejerce una actividad que es, a su
vez, causada. No es, pues, la mera pasividad lo que ahora importa, sino la
actividad desarrollada precisamente en función de otra actividad, o mejor
dicho: la causa en tanto que actúa como algo a su vez actuado.
Ahora bien: no es posible que una causa sea causa de sí
propia. Sería, a la vez, posterior y anterior a sí misma, como causada y
causante. Estaría, a la vez, en acto y en potencia respecto de lo mismo, a
saber: respecto del ser.
Si lo que actúa como causado es actuado por otra causa
esta supondrá una nueva causa si actúa también en tanto que actuada. Mas no es
posible proceder al infinito en la serie de las causas que son a su vez
causadas en el ejercicio de su actividad. Las mismas razones que se propusieron
en la primera «vía» valen también aquí, pues se trata de causas que sólo actúan
como causadas, de tal manera que ninguna de ellas, por muy alta que esté en la
serie, es capaz de causar por sí misma. En esta serie de causas nunca se produciría
el efecto, ya que ninguna de ellas sería nunca actuada, por haber de aguardar a
que antes actuasen infinitas causas. No sería este el caso si se tratara de
causas no subordinadas entre sí en el mismo ejercicio de su causalidad, sino
por otro título. Así, por ejemplo, todo hombre depende del que le ha
engendrado, en el sentido de haber recibido de este el ser, mas no en su mismo
acto de engendrar a otro hombre; y de esta manera es posible (no necesario) que
Pedro engendre a Juan y Juan a Antonio y así indefinidamente, pues aunque todos
son engendrados, no es por ser engendrados por lo que engendran. Pero cuando se
trate de causas subordinadas entre sí precisamente en su función causal la
serie indefinida es imposible; porque, a diferencia de lo que ocurre en el caso
anterior, ninguna de ellas actúa sino en cuanto está siendo actuada. Y si dicha
serie es imposible, no queda más sino que exista una Causa eficiente incausada,
de la que dependen en su actividad todas las causas que sólo como actuadas son
capaces de actuación.
c) Tercera vía
La demostración que por esta vía se intenta es la de un
ente absolutamente necesario, razón de ser de la existencia de los demás entes,
y que no tiene en otro, sino que es por sí mismo, la razón de su propia
existencia. La realidad de este Ser, al que cabe sin duda dar el nombre de
«Dios», puede probarse del siguiente modo.
Consta por experiencia que hay cosas que se engendran y
se corrompen, o sea, que no siempre son. Tales cosas, por tanto, son de suyo
indiferentes a la existencia, en el sentido de que lo mismo pueden existir que
no existir; de lo contrario, no podrían engendrarse y corromperse, sino que
estarían siempre existiendo. Pero lo que de suyo es indiferente a la existencia
y sin embargo existe, no existe por sí, sino por otro: por aquel ser que lo reduce
de la potencia al acto de existir. Si a su vez este ser es contingente, si no
tiene en sí mismo su razón de ser, su existencia supone la de otro que
entitativamente lo haya actualizado. Lo que equivale a afirmar que todo ser
contingente tiene causa. Y como es imposible —según se demostró antes— que haya
una serie infinita de causas esencialmente subordinadas, la existencia de seres
contingentes sólo es posible si hay un Ser Necesario del que dependen, en
resolución, todos los que no existen por sí mismos, y el cual no tiene en otro
su razón de ser.
La intelección radical de este argumento exige el comprender
que lo que adquiere y pierde la existencia no puede tenerla por sí mismo. Lo
contingente no puede ser sino causado. Es algo que existe, y en este sentido se
diferencia del mero posible; pero es, por cierto, algo que lo mismo podría no
haber sido; y, en consecuencia, si está existiendo es por el influjo de algún
ser que le hace existir. Lo contingente es, por esencia, efecto: por tanto,
algo que pide causa. De donde se desprende la imposibilidad de que no haya más que
seres contingentes, ya que es imposible que sólo existan efectos. Si se admite
una causa cuya entidad no es causada, es decir, una causa que exista por sí
misma, se está reconociendo la existencia del Ente Necesario. Pero si se supone
una serie infinita de causas, cada una de las cuales es existente por otra,
nunca llegaría a existir ninguna, ya que tal serie constituiría una infinita
subordinación de efectos, ninguno de los cuales podría llegar a ser, por ser
antes preciso que existieran los inagotables que le preceden.
d) Cuarta vía
Un Ser enteramente Perfecto, del que dependan todas las
perfecciones de los seres y que a su vez no depende de ningún otro, merece el
nombre de «Dios». Tal es el Ser cuya existencia se prueba con el argumento de
la «cuarta vía», de la manera siguiente:
Hay en la realidad —ya que nos consta por experiencia—
cosas diversamente graduadas en la posesión de perfecciones que de suyo no
envuelven ninguna imperfección. No todos los seres que conocemos tienen el
mismo grado de entidad, ni la misma unidad, ni son idénticamente apetecibles.
Dicho de otra manera: las perfecciones «trascendentales» no están realizadas en
todos los entes en igual medida, sino según una diversidad de grados, por
virtud de la cual y con relación a cada una de dichas perfecciones unos entes
se dicen más o menos perfectos que otros, según que las posean de una manera
más o menos completa. Ello significa que tales perfecciones son poseídas por
dichos entes de un modo limitado, porque de ser tenidas en toda su plenitud no habría
un más y un menos en su distribución. El más y el menos se oponen al máximo, y en
este sentido —como carencia graduada de él, como falta de su misma plenitud— puede
decirse que lo suponen.
Lo que por ahora equivale a decir que conocemos entes en
los que las perfecciones se encuentran restringidas; sin que de ello se infiera
todavía la real existencia de un ser que las posea ilimitadamente.
Es claro que ninguna perfección puede limitarse por sí
misma. Tendría que desempeñar el doble y contradictorio oficio de ser, a un
tiempo, su razón de ser y su razón de no ser. Si de hecho se encuentra limitada
(más o menos, según los diversos casos), es por algo distinto de ella misma y
con lo cual entra en composición, a saber: por un sujeto que la tiene. Pero si
este sujeto no la es y, sin embargo, la tiene, precisa que algo se la haya
dado. Lo mismo ocurre si lo que se la ha dado tiene esa perfección de un modo
restringido, como sujeto que recibe un acto y lo limita según su propia
capacidad susceptiva. No siendo posible proceder al infinito en esta serie,
pues ninguno de los sujetos de la misma recibiría su propia dosis de
perfección, por haber de aguardar a que recibieran la suya infinitos sujetos,
es necesario que exista un ser que la tenga de un modo ilimitado y la haya
conferido, según grados diversos, a los que las poseen restrictamente. Tal ser
no será ya el sujeto de una perfección, un portador de valores, sino que habrá
de identificarse con la perfección misma, pues de lo contrario la limitaría, y
exigiría, por tanto, el recibirla de otro. Y como todas las perfecciones
trascendentales son realmente idénticas entre sí, no será preciso que para cada
una de ellas exista el correspondiente máximo. Todas se identifican en la
infinita perfección del Ser Supremo.
e) Quinta vía
Un ser por el que todas las cosas naturales son dirigidas
en sus acciones y que no es dirigido a su vez por ningún otro, merece el nombre
de «Dios». A demostrar la existencia de este Ordenador o Director Supremo de
todos los seres naturales procede la «quinta vía», que puede formularse del
siguiente modo.
La experiencia nos muestra que los seres carentes de
conocimiento actúan siempre, o la mayoría de las veces, de una manera uniforme,
de acuerdo con sus naturalezas respectivas, logrando los efectos más adecuados
a ellas; pero esto sería imposible si no actuasen predeterminados por un fin. En
general, y como ya se señaló oportunamente, todo agente actúa movido por una
causa final, que es aquello por lo que dicho agente está predeterminado a
producir un efecto en vez de otro. En este sentido se distingue entre el
fin-causa y el fin-efecto en la medida en que, así como el segundo termina la
actividad del agente, el primero la predetermina u orienta. Mas los seres
carentes de conocimiento no pueden predeterminarse a sí mismos, toda vez que el
fin-causa únicamente ejerce su causalidad si es conocido (sólo en la mente
puede anteceder a su efectiva realización). Es necesario, pues, que lo que
carece de conocimiento esté predeterminado por algún otro ser y que este, por
tanto, sea en último término (dada la imposibilidad de proceder al infinito en
la serie de seres predeterminados por otros) un ser inteligente que no reciba
un fin de ningún otro ser.
Y es claro que si da un fin a los demás seres y él no lo
tiene como recibido, tal ser inteligente es, por sí mismo, fin; lo cual no
significa el imposible de que sea un fin para sí mismo, ya que tendría que
antecederse a sí propio, sino que es el fin de todos los seres predeterminados
por él. Entre esos seres se cuenta también el hombre, pues aunque este tiene
una voluntad libre, que se determina a sí misma respecto de todo bien prácticamente
aprehendido por el entendimiento, no se ha dado a sí misma, sin embargo, su
natural inclinación al fin que en todas las ocasiones y bajo cualquier fin
concreto persigue, a saber: lo bueno en general y en tanto que conveniente.
Este fin radical no nos lo hemos propuesto. Nos ha sido naturalmente impuesto
y, por lo mismo, no somos libres respecto de él: no nos es posible no quererlo;
ni podemos querer ninguna cosa sino en cuanto realiza algún aspecto de este fin
radical que es el objeto formal de la voluntad humana y lo que hace que esta
sea, bajo tal aspecto, una naturaleza.
(Tomado de "Fundamentos de filosofía", de Antonio Millán Puelles)
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