Babel es el nombre que en las Sagradas Escrituras recibe el lugar en que, a causa de la soberbia humana, fueron confundidas las lenguas de los hombres de forma tal que ya nadie pudiera entender lo que los otros decían, ni ser entendido por los demás. Babel es entonces sinónimo de confusión.
Y no otra cosa más que una profunda confusión es la que a todas luces reina hoy en los espíritus de los hombres. Y no nos referimos claro está a la mera confusión de las 'lenguas', dificultades idiomáticas, no. Se trata de una confusión que cala hondo y se instala en el alma misma de la sociedad moderna, si es que aún puede hablarse de alma respecto de los tiempos que corren.
La Babel moderna se origina de una particular metafísica y de una también particular epistemología, de donde brota como natural consecuencia una ética específica y a partir de allí un completo ordenamiento social. Veamos.
No hay duda alguna de que hoy presenciamos (proceso iniciado hace ya un buen tiempo) lo que podría llamarse la liquidación teórico-práctica de la verdad, del concepto de verdad, de lo verdadero. Desde fines de la Edad Media se asiste a un proceso de creciente subjetivización del concepto de verdad, en el que las teorizaciones medievales, como la de Tomás de Aquino, por ejemplo, van cayendo en el olvido sujetas a sucesivas críticas que van minando su preponderancia en los centros de estudio, siendo reemplazadas por posturas acerca de la verdad que se distancian del realismo que fue la nota principal de aquellas.
En efecto, para Tomás de aquino la verdad no era otra cosa que la adecuación entre el intelecto y la cosa, es decir, hay verdad cuando nuestro conocimiento se encuentra conforme con la realidad. En otras palabras: hay verdad cuando conocemos las cosas tal y como ellas son. A esta postura se le ha dado el nombre de realismo en la historia de las ideas filosóficas. El realismo es la postura natural del espíritu humano, ya que todo hombre medianamente cuerdo está seguro de que cuando afirma algo lo hace con la intención de significar que aquello que afirma ES tal cual en la realidad, no solo en su cabeza. Otra cosa distinta es el vicio de la mentira, pero ese es otro tema.
De este realismo acerca de la naturaleza de la verdad, surge una ética bien delineada y clara: comportamiento bueno es aquél que objetivamente ayuda al desarrollo y plenitud de la naturaleza humana; comportamiento malo o vicioso es aquél que daña o impide el desarrollo armónico de la naturaleza humana. El bien y el mal existen, lo bueno y lo malo no son construcciones individuales y subjetivas, sino realidades derivadas del buen o mal uso de la libertad con relación a la naturaleza propia como seres racionales con vocación trascendente.
La entera organización socio-política de los pueblos ha de nutrirse de dichas convicciones filosóficas y estructurarse en un ordenamiento social donde la objetividad de los principios éticos sea reconocida a la hora de establecer el patrimonio jurídico de un pueblo, sus costumbres, su idiosincrasia, su cultura, etc.
Resumido en sus lineas generales el realismo que acabamos de describir cae con la Edad Moderna (la historia de dicha caída la hemos abordado en otros escritos) y se comienza a esbozar primero , para imponerse después, un ordenamiento social en el cual el relativismo (postura según la cual no hay verdad sino solo multitud de opiniones, tanta cuántas cabezas opinantes), reina sin oposición posible.
En la actualidad vivimos sumergidos radicalmente en ese relativismo ante la verdad. Es inútil y ocioso tratar de argumentar algo que resulta evidente. Quien ose hablar hoy de la verdad o calificar como "verdad" alguna afirmación suya sobre temas de naturaleza ética sufre de inmediato una avalancha de epítetos y descalificaciones que lo silencian con mucha eficacia. Es un nuevo y muy poderoso medio de censura.
La Babel de que hablábamos arriba se refiere entonces a un estado de cosas en el cual reina la indiferencia ante la verdad y emerge como sustituto útil el imperio de la 'opinionitis'. El fenómeno se disfraza hábilmente de 'respeto a las diferencias', 'tolerancia', 'diversidad', etc., ocultando detrás de esas edulcoradas expresiones una aversión que raya en el odio hacia todo aquello que pueda estar por encima del querer individual, del capricho personal, de la fantasía particular, de la ilusión del hombre que se cree dios.
En tal estado de cosas resulta inevitable la confusión. No hay consensos posibles puesto que las 'posturas' son infinitas, se cuentan millones, tantas cuantos individuos; todas igualmente 'validas' según los presupuestos de un tolerantismo que raya en la idiotez. Se nos dice que la doctrina de los Derechos humanos (DDHH) configura un marco de referencia capaz de traer la paz social universal. Pero todos sabemos lo que los DDHH significan para los gobiernos, para los poderosos, para las organizaciones trans-nacionales de todo tipo. Aún así se insiste en que ese es el camino, se nos dice: no hay verdades universales pero hay unos DDHH y si todos se comprometen a respetarlos habrá paz. El hombre en cada época alimenta una utopía distinta.
Entonces ante la confusión surge imperiosa la necesidad de imponer un cierto orden o apariencia de orden que asegure un mínimo de convivencia social. Y como ya no hay un marco de referencia ética sobre el cual cimentar con carácter de universalidad unos principios capaces de vivificar la vida en común, tal tarea 'rectora' viene a parar a manos del Estado, único con la fuerza suficiente para hacerse obedecer en medio de las discrepancias infinitas de las infinitas cabezas opinantes. Es el estatismo. El Estado que absorbe cada vez con mayor voracidad la vida social hasta convertirse en árbitro supremo de todos los aspectos de la vida del individuo. Entre más disminuye la sociedad más crece el Estado.
La desaparición de un marco de referencia ético objetivo nacido de un realismo metafísico y gnoseológico sólido, termina por crear las condiciones suficientes para la eclosión de un Estado totalitario.
Pues, ¿si no hay verdad, si no hay principios inmutables, universales y eternos, si la ética es subjetiva y hay tantas cuantas cabezas, entonces de dónde si no del Estado mismo han de surgir las condiciones necesarias para el desarrollo de la vida en sociedad?
El hombre necesita la verdad, es el alma de su alma y la fuente de todo bien, tanto individual como social. De su olvido nos han venido una multitud de males incontables a estas alturas. Males a los cuales estamos ya tan aclimatados que ni notamos su presencia ni los reconocemos como tales. A lo bueno llamamos malo y a lo malo, bueno. Es Babel.
En Babel hubo confusión de las lenguas y fue imposible entenderse. En la sociedad moderna la confusión parte del relativismo ante la verdad: millones de opiniones distintas, todas valederas y ninguna mejor que otra solo pueden crear el caos social y hacer imposible la convivencia. Aparece entonces papá Estado a poner orden. Es el Estado Leviatán que previó Hobbes.
De Babel al Leviatán hay solo un paso. Y la sociedad actual lo da gustosa.
Leonardo Rodríguez V.
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