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miércoles, 31 de marzo de 2021

Amor de Jesús al padecer por nosotros (san Alfonso María de Ligorio)

 

El tiempo que sigue a la venida de Jesucristo no es un tiempo de temor, sino de amor, como predijo el profeta Ezequiel: Tu tiempo es tiempos de amantes; porque se ha visto a un Dios morir por nosotros. Cristo nos ha amado y se ha entregado a sí mismo por nosotros, dijo también San Pablo. En la antigua ley, antes que el Verbo hubiese tomado humana carne, podía el hombre en cierto modo dudar si Dios le amaba con un amor tierno y compasivo; pero después de haberle visto morir por nosotros, cubierto de oprobios y desangrado sobre un infame madero, no podemos ya dudar de que nos ama verdaderamente con ternura. ¿Y quién puede comprender el exceso de amor del Hijo de Dios al querer pagar él mismo la pena de nuestros pecados? Sin embargo, esto es de fe: "Verdaderamente, dice Isaías, Él tomó sobre sí nuestras dolencias, y cargó con nuestras penalidades: ha sido herido por nuestras iniquidades". Todo ha sido obra del gran amor que nos tiene, pues para lavar las inmundicias se dejó Él desangrar y con su sangre nos preparó un baño de salvación.


¡Oh misericordia infinita! ¡Oh amor infinito de un Dios! ¡Oh Redentor mío! Demasiado me habéis obligado a que os ame, y demasiado ingrato sería yo, si no os amase con todo mi corazón. ¡Oh Jesús mío! Os he despreciado porque he vivido hasta ahora olvidado de vuestro amor; pero Vos no os habéis olvidado de mí, me habéis seguido y buscado. Os he ofendido y Vos tantas veces me habéis perdonado. He vuelto a ofenderos, y Vos a perdonarme. Señor, por aquel entrañable afecto con que me amasteis sobre la cruz, atadme ahora estrechamente con las dulces cadenas de vuestro amor, y unidme tanto a Vos que no pueda volver a separarme. Os amo ¡oh sumo Bien! y quiero siempre amaros.


Lo que más nos debe inflamar en el amor de Jesús no es tanto la muerte, dolores e ignominias sufridas por nosotros, cuanto el fin por el cual ha querido padecer tantas y tan graves penas, que fue para manifestarnos su amor y cautivar nuestros corazones. No era absolutamente necesario para salvarnos que Jesús padeciese tanto y muriese por nosotros; bastaba sin duda alguna que derramase una sola gota de sangre, bastaba una sola lágrima suya para nuestra salvación, porque esa gota de sangre, y esa lágrima, siendo de un Hombre-Dios era bastante para salvar no uno solo sino mil mundos si los hubiese: mas Él ha querido derramar toda su sangre, ha querido perder toda su vida en un piélago de dolores y de desprecios, para revelarnos el grande amor que nos tiene y para obligarnos a amarle. El amor de Cristo, dice San Pablo (nótese que no dice la pasión, ni la muerte, sino el amor de Jesús), nos obliga a amarle.


¡Oh Señor! ¿Y qué somos nosotros para que hayáis querido comprar nuestro amor a un precio tan exorbitante? ¡Oh Jesús mío! Vos habéis muerto por nosotros, para que todos viviésemos únicamente por Vos y por vuestro amor. Mas, Señor, si Vos sois tan amable; si habéis padecido tanto para que os amen los hombres, ¿cómo tan pocos son los que os corresponden con amor? Veo que casi todos se ocupan, unos en amar las riquezas, otros los honores, otros los placeres, otros a los parientes y amigos, y otros a cualquiera otra cosa terrenal. Pero los que os aman de veras, a Vos, que sois el solo digno de amor, ¡qué pocos son, Dios mío, qué pocos! Sin embargo uno de éstos quiero ser yo, que hasta ahora os he ofendido amando como otros el lodo de la tierra, pues no son otra cosa las criaturas. Sí, os amo, Jesús mío, sobre todos los bienes: es verdad que me obligan a amaros las penas que habéis sufrido por mí: mas lo que mayormente a Vos me rinde es el amor que me habéis manifestado padeciendo tanto para que os ame. Sí, Señor mío amabilísimo; si Vos por amor os habéis dado todo a mí, yo por amor me doy todo a Vos; si Vos habéis muerto por mi amor, yo por vuestro amor desde ahora acepto la muerte que me tenéis destinada. Recibidme en el número de vuestros amantes, y ayudadme con vuestra gracia a que os ame dignamente.


No hay medio más capaz de encender en nosotros la llama del divino amor que la consideración de la Pasión de Jesucristo. San Buenaventura dice que las llagas de Jesús, por ser llagas de amor, son flechas que hieren los corazones más duros e insensibles, y llamas que inflaman las almas más heladas. Un alma que crea y piensa en la Pasión del Señor, es imposible que le ofenda y que no lo ame, o más bien que no llegue a volverse santamente loca de amor, viendo a un Dios, que es la misma sabiduría, como fuera de sí por nuestro amor. Así es que los gentiles, como lo refiere el Apóstol, al oír predicar la Pasión de Jesús crucificado, la tenían por locura. Pues ¿cómo es posible, decían ellos, que un Dios omnipotente y felicísimo en sí, haya querido morir por estas criaturas?


¡Oh Dios con tanto exceso amante de los hombres! ¿Cómo es posible, os diremos también nosotros que creemos firmemente este misterio, cómo es posible que una bondad tan grande y un amor tan excesivo sean tan mal correspondidos? Se dice comúnmente que amor se paga con amor: mas el vuestro, Dios mío, ¿con qué amor podría pagarse? Necesario sería que otro Dios muriese por Vos, para compensar el amor que nos habéis manifestado muriendo por nosotros. ¡Oh Cruz! ¡Oh llagas! ¡Oh muerte de mi Jesús! ¡Poderosas sois para obligarme a amarle! ¡Oh Dios eterno e infinitamente amable! Os amo y quiero vivir solamente por Vos y para daros gusto; decidme, Señor, lo que queréis de mí, pues todo lo quiero hacer con vuestra gracia. María, esperanza mía, rogad al Señor por mí.


(Tomado de "Verdades eternas")

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