El tiempo que sigue a la venida de Jesucristo no es un
tiempo de temor, sino de amor, como predijo el profeta Ezequiel: Tu tiempo es tiempos
de amantes; porque se ha visto a un Dios morir por nosotros. Cristo nos ha
amado y se ha entregado a sí mismo por nosotros, dijo también San Pablo. En la
antigua ley, antes que el Verbo hubiese tomado humana carne, podía el hombre en
cierto modo dudar si Dios le amaba con un amor tierno y compasivo; pero después
de haberle visto morir por nosotros, cubierto de oprobios y desangrado sobre un
infame madero, no podemos ya dudar de que nos ama verdaderamente con ternura.
¿Y quién puede comprender el exceso de amor del Hijo de Dios al querer pagar él
mismo la pena de nuestros pecados? Sin embargo, esto es de fe:
"Verdaderamente, dice Isaías, Él tomó sobre sí nuestras dolencias, y cargó
con nuestras penalidades: ha sido herido por nuestras iniquidades". Todo
ha sido obra del gran amor que nos tiene, pues para lavar las inmundicias se
dejó Él desangrar y con su sangre nos preparó un baño de salvación.
¡Oh misericordia infinita! ¡Oh amor infinito de un
Dios! ¡Oh Redentor mío! Demasiado me habéis obligado a que os ame, y demasiado
ingrato sería yo, si no os amase con todo mi corazón. ¡Oh Jesús mío! Os he
despreciado porque he vivido hasta ahora olvidado de vuestro amor; pero Vos no
os habéis olvidado de mí, me habéis seguido y buscado. Os he ofendido y Vos
tantas veces me habéis perdonado. He vuelto a ofenderos, y Vos a perdonarme.
Señor, por aquel entrañable afecto con que me amasteis sobre la cruz, atadme
ahora estrechamente con las dulces cadenas de vuestro amor, y unidme tanto a
Vos que no pueda volver a separarme. Os amo ¡oh sumo Bien! y quiero siempre
amaros.
Lo que más nos debe inflamar en el amor de Jesús no es
tanto la muerte, dolores e ignominias sufridas por nosotros, cuanto el fin por
el cual ha querido padecer tantas y tan graves penas, que fue para
manifestarnos su amor y cautivar nuestros corazones. No era absolutamente
necesario para salvarnos que Jesús padeciese tanto y muriese por nosotros;
bastaba sin duda alguna que derramase una sola gota de sangre, bastaba una sola
lágrima suya para nuestra salvación, porque esa gota de sangre, y esa lágrima,
siendo de un Hombre-Dios era bastante para salvar no uno solo sino mil mundos
si los hubiese: mas Él ha querido derramar toda su sangre, ha querido perder
toda su vida en un piélago de dolores y de desprecios, para revelarnos el
grande amor que nos tiene y para obligarnos a amarle. El amor de Cristo, dice
San Pablo (nótese que no dice la pasión, ni la muerte, sino el amor de Jesús),
nos obliga a amarle.
¡Oh Señor! ¿Y qué somos nosotros para que hayáis
querido comprar nuestro amor a un precio tan exorbitante? ¡Oh Jesús mío! Vos
habéis muerto por nosotros, para que todos viviésemos únicamente por Vos y por
vuestro amor. Mas, Señor, si Vos sois tan amable; si habéis padecido tanto para
que os amen los hombres, ¿cómo tan pocos son los que os corresponden con amor?
Veo que casi todos se ocupan, unos en amar las riquezas, otros los honores,
otros los placeres, otros a los parientes y amigos, y otros a cualquiera otra
cosa terrenal. Pero los que os aman de veras, a Vos, que sois el solo digno de
amor, ¡qué pocos son, Dios mío, qué pocos! Sin embargo uno de éstos quiero ser
yo, que hasta ahora os he ofendido amando como otros el lodo de la tierra, pues
no son otra cosa las criaturas. Sí, os amo, Jesús mío, sobre todos los bienes:
es verdad que me obligan a amaros las penas que habéis sufrido por mí: mas lo
que mayormente a Vos me rinde es el amor que me habéis manifestado padeciendo
tanto para que os ame. Sí, Señor mío amabilísimo; si Vos por amor os habéis
dado todo a mí, yo por amor me doy todo a Vos; si Vos habéis muerto por mi
amor, yo por vuestro amor desde ahora acepto la muerte que me tenéis destinada.
Recibidme en el número de vuestros amantes, y ayudadme con vuestra gracia a que
os ame dignamente.
No hay medio más capaz de encender en nosotros la llama
del divino amor que la consideración de la Pasión de Jesucristo. San
Buenaventura dice que las llagas de Jesús, por ser llagas de amor, son flechas
que hieren los corazones más duros e insensibles, y llamas que inflaman las
almas más heladas. Un alma que crea y piensa en la Pasión del Señor, es
imposible que le ofenda y que no lo ame, o más bien que no llegue a volverse
santamente loca de amor, viendo a un Dios, que es la misma sabiduría, como
fuera de sí por nuestro amor. Así es que los gentiles, como lo refiere el
Apóstol, al oír predicar la Pasión de Jesús crucificado, la tenían por locura.
Pues ¿cómo es posible, decían ellos, que un Dios omnipotente y felicísimo en
sí, haya querido morir por estas criaturas?
¡Oh Dios con tanto exceso amante de los hombres! ¿Cómo
es posible, os diremos también nosotros que creemos firmemente este misterio,
cómo es posible que una bondad tan grande y un amor tan excesivo sean tan mal
correspondidos? Se dice comúnmente que amor se paga con amor: mas el vuestro,
Dios mío, ¿con qué amor podría pagarse? Necesario sería que otro Dios muriese
por Vos, para compensar el amor que nos habéis manifestado muriendo por
nosotros. ¡Oh Cruz! ¡Oh llagas! ¡Oh muerte de mi Jesús! ¡Poderosas sois para
obligarme a amarle! ¡Oh Dios eterno e infinitamente amable! Os amo y quiero
vivir solamente por Vos y para daros gusto; decidme, Señor, lo que queréis de
mí, pues todo lo quiero hacer con vuestra gracia. María, esperanza mía, rogad
al Señor por mí.
(Tomado de "Verdades eternas")
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