La época que siguió a la Edad Media, el llamado Renacimiento, fue un tiempo henchido de optimismo por el futuro. Los “intelectuales” del momento le decían a todos que gracias a la “liberación” de las cadenas de la supersticiosa y “oscura” Edad Media, venían para la humanidad, sin lugar a dudas, tiempos más libres y, por ende, más felices. Comenzaba su andadura la “libertad”, como nuevo paradigma en torno al cual debía organizarse todo, construirse todo. A tal punto que no podía quedar nada en la sociedad que no tuviera en su base, a manera de fundamento, una irrestricta veneración por la libertad, concebida ahora como una especie de criterio absoluto, tribunal inapelable.
Lutero significó la “liberación” de una supuesta opresión de
la iglesia romana; Descartes supuso lo propio en el terreno de la filosofía,
inaugurando una nueva manera de hacer filosofía en la cual ya no gravitaba el
sujeto alrededor de la realidad buscando conocerla, sino que la realidad
permanecía como entre paréntesis, mientras el sujeto buscaba la manera de salir
del calabozo de su conciencia cognoscitiva, única realidad a su alcance
inmediato y de la cual no cabía duda alguna (la historia de la filosofía da
cuenta de cuan infructuosos fueron los esfuerzos de quienes vinieron después de
él, asumieron sus presupuestos e intentaron tender un puente entre la realidad
y las ideas). Rousseau después, y junto con él todo el mal llamado “Siglo de
las Luces”, representó el intento por reiniciar el entero orden socio-político,
buscando, de nuevo, liberar a la sociedad de las cadenas de la opresión, esta
vez de la opresión política, social. El liberalismo del XVIII, con su gran
triunfo en la Revolución Francesa, puso todo ello en práctica y, decapitando la
monarquía (literalmente) buscó, cómo no, liberar definitivamente a la sociedad
de las cadenas de un sistema que veían como intrínsecamente perverso. Siempre
al compás de las notas de una misma melodía, la “sacrosanta” libertad, a quien
se le unieron ahora la igualdad y la fraternidad; tríada “santa” que en
adelante sería la encargada de traer al mundo, por fin completamente liberado,
una época dorada de felicidad, progreso, bienestar y un amplio etcétera.
La historia que siguió es de todos conocida. Vino la
revolución industrial, con su estela inseparable de adelantos técnicos y
atrasos morales, el marxismo, las dos guerras y por ningún lado aparecía en el
horizonte esa época dorada de la cual tanto se había hablado desde el
Renacimiento. Sin embargo algo estaba claro, esa época estaba por llegar
(siempre está por llegar, siempre la pintan a la vuelta de la esquina, siempre
es promesa) y solo llegaría en la medida en que la sociedad profundizara aún
más, siempre más, en el “sagrado” fundamento: la libertad. ¿Qué vino? Mayo del
68, liberación sexual, “derechos” sexuales y reproductivos, aborto, y aquí
también, un largo etcétera.
En una visión tan resumida de los acontecimientos se quedan
por fuera innumerables consideraciones y se cae en esquematismos injustos, sin
duda. Pero creemos que el núcleo de lo que queremos decir se sostiene: desde el
Renacimiento, y pasando a través de las sucesivas “revoluciones”, el mundo ha
buscado constituirse sobre el imperativo de la libertad, entendida como
absoluta autonomía, en ausencia de todo criterio objetivo. De una u otra forma
los grandes movimientos de pensamiento y las grandes transformaciones acaecidas
desde entonces, se pueden interpretar como escalones en esa dirección.
¿Y qué tenemos en la posmodernidad (suponiendo que esa
categoría sea válida)? Pues tenemos, entre otras cosas, la ideología de género,
que es en pocas palabras el absurdo e inútil intento por liberar radicalmente a
la persona de toda atadura, ya no solo de la religión, o de la teología, o de
los regímenes monárquicos, o del capitalismo, o de la moral, sino liberarla
incluso de sí misma, convertir a la persona humana en una masa informe,
obediente solo al capricho…de la libertad creadora humana.
Pues bien, resulta que el año 2020 nos mostró con crudeza lo
endeble que es esa libertad que tanto se ha buscado, esa libertad en cuyo altar
se ha sacrificado tanto, a cuyo impulso se han derribado tronos, desechado
creencias y combatido incluso la propia identidad.
Porque ante la amenaza, estadísticamente ínfima, de que un
pequeño virus le enfermara y le causara la muerte, el hombre moderno entregó
gustoso el que parecía ser su más precioso bien: su libertad. La entregó en
manos de los gobiernos de turno, quienes no tuvieron inconveniente alguno en
establecer y hacer obedecer las medidas más draconianas que se pudieran
imaginar. No es necesario hacer aquí una enumeración de esas medidas puesto que
son de todos conocidas y por todos han sido sufridas de una u otra forma.
El punto es el siguiente: se construyó la modernidad en
torno a la búsqueda de la libertad como panacea…y ante la perspectiva de
enfermar o morir se la entregó sin pestañear. Al parecer el hombre moderno, “liberado”
por ese gigantesco proceso que resumimos arriba, no valoraba como se creía el “tesoro”
de su “libertad”; o dicho tesoro en realidad no fue más que un ídolo con pies
de barro, un espejismo sin substancia que sirvió solo de slogan propagandístico
para justificar el derribo de tradiciones venerables. Porque uno se pregunta,
¿qué viene a ser en realidad esa libertad que con tanta facilidad se entrega?
¿Se puede decir que el moderno era verdaderamente libre? ¿Qué era en el fondo
esa libertad a cuya consecución se consagró la humanidad por siglos, derribando
todo a su paso? Preguntas que ameritan una sincera reflexión.
Leonardo Rodríguez Velasco
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