Considera cómo el infierno es una infelicísima prisión
llena de fuego. En aquel fuego están sumergidos los condenados, teniendo un
abismo de fuego, por encima, alrededor y por debajo. Fuego en los ojos, fuego
en la boca, fuego por todo el cuerpo. Todos los sentidos, tienen su propia
pena: los ojos atormentados por el humo, por las tinieblas y por la vista de
los otros condenados y de los demonios. Los oídos escuchan de noche y día
continuos alaridos, llantos y blasfemias. El olfato está atormentado por el
hedor de aquellos innumerables cuerpos putrefactos. El gusto por ardentísima
sed y hambre canina, sin poder alcanzar nunca una gota de agua, o una migaja de
pan. Por lo cual aquellos infelices encarcelados, abrasados por la sed,
devorados por el fuego, afligidos por los tormentos, lloran, se desesperan, más
no hay ni habrá quien los alivie y consuele. ¡Oh infierno, infierno! no te
quieren creer algunos hasta que caen dentro. ¿Qué dices tú que lees esto? Si
ahora te llegara la muerte, ¿a dónde irías? Tú que no puedes sufrir la
impresión de una chispa sobre la mano, ¿podrás estar en un lago de fuego que te
abrasase por toda la eternidad?
Considera después la pena que tendrán las potencias
del alma. La memoria será atormentada por el remordimiento de la conciencia;
este remordimiento es como un gusano que sin cesar roerá al condenado, pensando
que está perdido por su propia elección y por unos placeres envenenados. ¡Ay!
¿Qué le parecerán entonces aquellos momentos de gusto, después de mil millones
de años en el infierno? Este gusano le recordará el tiempo que Dios le dio para
enmendarse, los medios que le proporcionó para salvarse, los buenos ejemplos de
los compañeros, los propósitos hechos y no cumplidos. Entonces verá que ya no
le queda remedio para evitar su ruina eterna. ¡Oh Dios! ¡Qué doble infierno
será éste! La voluntad, siempre contrariada, jamás alcanzará nada de lo que
desea, y siempre tendrá lo que aborrece, es decir los tormentos. El
entendimiento conocerá el gran bien que ha perdido, que es Dios y el cielo. ¡Oh
Dios mío! ¡Oh Padre Eterno! Perdonadme por amor de Jesucristo.
Pecador, tú que ahora desprecias la pérdida de la
gloria y de Dios, conocerás tu ceguedad cuando veas a los bienaventurados
triunfar y gozar en el reino de los cielos, y que tú, como perro hediondo,
serás excluido de aquella patria bienaventurada y de la presencia de Dios, de
la compañía de María Santísima, de los Ángeles y de los Santos. Entonces,
desesperado, dirás: ¡Oh Paraíso de eternos contentos! ¡Oh Dios, oh bien
infinito, no eres, ni jamás serás mío! Haz penitencia, antes que a ti también
te falte el tiempo, conságrate a Dios, empieza a amarle de veras: ruega a
Jesucristo, ruega a María Santísima que tenga piedad de ti.
(Tomado de "Verdades eternas")
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