Todo pecado, efectivamente, supone un gran error en el entendimiento, sin el cual sería psicológicamente imposible. Como ya dijimos al hablar del último fin del hombre y de los actos humanos, el objeto propio de la voluntad es el bien, como el de los ojos el color y el de los oídos el sonido. Es psicológicamente imposible que la voluntad se lance a la posesión de un objeto si el entendimiento no se lo presenta como un bien. Si se lo presentara como un mal, la voluntad lo rechazaría en el acto y sin vacilación alguna. Pero ocurre que el entendimiento, al contemplar un objeto creado, puede confundirse fácilmente en la recta apreciación de su valor al descubrir en él ciertos aspectos halagadores para alguna de las partes del compuesto humano (v.gr., para el cuerpo), a pesar de que, por otro lado, ve que presenta también aspectos rechazables desde otro punto de vista (v.gr., el de la moralidad).
El entendimiento vacila entre ambos
extremos y no sabe a qué carta quedarse. Si acierta a prescindir del griterío
de las pasiones, que quieren a todo trance inclinar la balanza a su favor, el
entendimiento juzgará rectamente que es mil veces preferible el orden moral que
el halago y satisfacción de las pasiones, y presentará el objeto a la voluntad
como algo malo o inconveniente, y la voluntad lo rechazará con energía y
prontitud. Pero si, ofuscado y entenebrecido por el ímpetu de las pasiones, el
entendimiento deja de fijarse en aquellas razones de inconveniencia y se fija
cada vez con más ahínco en los aspectos halagadores para la pasión, llegará un
momento en que prevalecerá en él la apreciación errónea y equivocada de que, después
de todo, es preferible en las actuales circunstancias aceptar aquel objeto que
se presenta tan seductor, y, cerrando los ojos al aspecto moral, presentará a
la voluntad aquél objeto pecaminoso como un verdadero bien, es decir, como algo
digno de ser apetecido; y la voluntad se lanzará ciegamente a él dando su
consentimiento, que consumará definitivamente el pecado. El entendimiento,
ofuscado por las pasiones, ha incurrido en el fatal error de confundir un bien
aparente con un bien real, y la voluntad lo ha elegido libremente en virtud de
aquella gran equivocación.
Precisamente esta psicología del
pecado, a base de la defectibilidad del entendimiento humano ante los bienes
creados, es la razón profunda de la impecabilidad intrínseca de los bienaventurados
en el cielo. Al contemplar cara a cara la divina esencia como Verdad infinita y
al poseerla plenamente como supremo e infinito Bien, el entendimiento quedará
plenamente anegado en el océano de la Verdad y no le quedará ningún resquicio
por donde pueda infiltrarse el más pequeño error. Y la voluntad, a su vez,
quedará totalmente sumergida en el goce beatífico del supremo Bien y le será
psicológicamente imposible desear algún otro bien complementario. En estas
condiciones, el pecado será psicológica y metafísicamente imposible, como lo
sería también en este mundo si pudiéramos ver con toda claridad y serenidad de
juicio la infinita distancia que hay entre el Bien absoluto y los bienes
relativos. El pecado supone siempre una gran ignorancia y un gran error
inicial, ya que es el colmo de la ignorancia y del error conmutar el Bien
infinito por el goce fugaz y transitorio de un bien perecedero y caduco como el
que ofrece el pecado.
Tomado de "Teología moral para seglares"
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