(Padre Garrigou Lagrange)
La profundidad de la voluntad
humana es sin medida. Sólo Dios, visto cara a cara, puede colmarla
Si Santo Tomás dice que en
algunos hombres, como el avaro, la concupiscencia del dinero es infinita, ¿qué
deberemos decir entonces de la voluntad espiritual? Cuanto más se eleva al
conocimiento de los bienes superiores y del bien supremo, más grande se hace
ese deseo espiritual; y la fe cristiana añade que sólo Dios, visto cara a cara,
puede saciarlo.
Hemos de reconocer, por
consiguiente, que nuestra voluntad es, en cierto sentido, de una profundidad
inconmensurable. Y esto porque la bienaventuranza, o la verdadera
felicidad, que el hombre desea ya naturalmente, no puede encontrarse en ningún
bien limitado y restringido, sino solamente en Dios, conocido al menos con las
luces naturales, y amado eficazmente sobre toda cosa. Santo Tomás
demuestra que la felicidad del hombre, por el hecho de concebir éste el bien
universal, no puede estar ni en las riquezas, ni en los honores, ni en la gloria,
ni en el poder, ni en ningún bien del cuerpo, ni en bien alguno finito del
alma, como la virtud, o en ningún otro bien limitado. Hará de ello una
demostración que hace referencia a la naturaleza misma de nuestra inteligencia
y de nuestra voluntad. Cuando hemos creído encontrar la felicidad en la
profundización de una ciencia o de una noble amistad, no tardamos en reconocer
que es un bien limitado, lo cual hacía exclamar a Santa Catalina de siena: "si
queréis que una amistad dure, si queréis seguiros refrigerando en ese vaso,
haced que se llene incesantemente en la fuente de agua viva, pues de otro modo
no satisfacerá vuestra sed".
Es realmente imposible que el
hombre encuentre la verdadera felicidad, que él naturalmente desea, en un bien
limitado, su inteligencia, al comprobar enseguida su limitación, concibe un bien
superior y naturalmente lo desea su voluntad.
Aunque nos fuese dado descubrir
un ángel y reconocerlo inmediatamente por su belleza suprasensible, puramente
espiritual, al principio quedaríamos pasmados; pero nuestra inteligencia, que
concibe el bien universal, no tardaría en darse cuenta de que éste es aún un
bien finito y, por lo mismo, demasiado pobre en comparación con el bien
infinito, sin límites y sin mezcla de imperfección.
El mismo conjunto, incluso
simultáneo, de todos los bienes finitos y mezclados de imperfecciones no sería
capaz de constituir el bien mismo, concebido y deseado por nosotros, del
mismo modo que una multitud de tontos no equivaldría nunca a un hombre
genial...
Siguiendo el pensamiento de San
Gregorio magno, Santo Tomás observó acerca de esta cuestión: "los bienes
temporales nos parecen deseables mientras no se tienen; luego que se poseen, se
descubre su pobreza, que no puede responder a nuestro deseo y produce
desilusión, tristeza y a veces enfado. Con los bienes espirituales sucede lo
contrario: no se presentan como apetecibles para aquellos que no los poseen y
desean sólo los bienes sensibles. Pero cuanto más se poseen, mejor se advierte
su valor, y, por consiguiente, más se aman". Por la misma razón, mientras
los bienes materiales (la misma casa, el mismo campo) no pueden pertenecer
simultánea e integralmente a más personas. Los mismos bienes espirituales (la
misma verdad, la misma virtud) pueden pertenecer al mismo tiempo y plenamente a
todos, y cada uno los posee tanto más cuanto mejor sabe comunicarlos a los
demás. Esto es verdad, sobre todo, del bien soberano.
Es, pues, absolutamente necesario
que exista ese bien infinito, único capaz de responder a todas nuestras
aspiraciones; de otro modo la amplitud universal de nuestra voluntad sería un
absurdo psicológico, algo radicalmente ininteligible, sin razón de ser.
Si Dios nos hubiese creado en un
estado puramente natural, sin los dones de la gracia, nuestro último fin
hubiese sido conocerlo naturalmente, por el reflejo de sus perfecciones en las
criaturas, y amarlo eficazmente sobre toda cosa. Pero Él nos ha llamado
gratuitamente a conocerlo de modo sobrenatural gracias a la visión inmediata de
su divina esencia, a conocerlo como Él se conoce, a amarle sobrenaturalmente como
Él se ama, para toda la eternidad. Entonces, sobre todo, experimentaremos que
sólo Dios, visto cara a cara, puede llenar el profundo vacío de nuestro corazón, que sólo Él puede colmar
el profundo abismo de nuestra voluntad.
¿En qué sentido carece de medida este
abismo? Se podría objetar: "nuestra alma, como toda criatura, es finita y limitada,
y, por tanto, finitas son también sus facultades". Sin duda que la más
elevada criatura es siempre finita; no solamente nuestro cuerpo es limitado,
sino que también lo es el alma, y, por consiguiente, las facultades del alma,
como propiedades suyas, son también limitadas. Sin embargo, nuestra
inteligencia, aun siendo limitada, está hecha para conocer lo verdadero
universal, la verdad infinita misma, que es Dios. Del mismo modo, nuestra
voluntad, aun cuando finita, está creada para amar un bien infinito.
Sin duda, también en el cielo, nuestro acto de visión beatífica, desde nuestro
punto de vista de sujetos cognoscentes, será finito, pero versará sobre un
objeto infinito; lo alcanzará según un modo finito sin comprenderlo plenamente;
lo comprenderá en cuanto es cognoscible y como Dios se conoce a sí mismo, pero
lo comprenderá inmediatamente. Veremos, sin intermediario alguno, la esencia
infinitamente perfecta de Dios. Al modo como el ojo viviente, por pequeño que
sea, descubre la inmensidad del océano y en la noche puede captar de un solo
golpe de vista las estrellas que están a decenas de años luz de nosotros, en el
cielo nuestro acto visual de la esencia divina, sin tener la penetración de la
visión increada, captará, empero, inmediatamente la esencia divina; nuestro
amor de Dios, aun siendo finito por parte del sujeto, versará inmediatamente
sobre el bien infinito: lo amaremos según nuestra manera finita pero no podremos
descansar más que en Él solo. Ningún otro objeto podrá satisfacer todas
nuestras aspiraciones. Sólo entonces, dice el salmista, serán saciados nuestros
deseos, cuando su gloria aparecerá. Ya desde ahora nuestro corazón no encuentra
un verdadero y durable reposo más que en el amor de Dios.
En este sentido, considerado el
objeto único capaz de colmarla de sí, nuestra voluntad es de una profundidad
infinita. Finita como ser, al igual que nuestra inteligencia, se abre sobre lo
infinito. Dicen los tomistas: "Facultates istae entitative sunt finitae,
sed intentionaliter sunt infinitae". Ya en el orden sensible, nuestro ojo,
por pequeño que sea, alcanza las nebulosas en la inmensidad del firmamento.
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