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viernes, 30 de diciembre de 2011

(3) LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA





 
Capítulo III




(Padre Garrigou Lagrange) 





La profundidad de la voluntad humana es sin medida. Sólo Dios, visto cara a cara, puede colmarla


Si Santo Tomás dice que en algunos hombres, como el avaro, la concupiscencia del dinero es infinita, ¿qué deberemos decir entonces de la voluntad espiritual? Cuanto más se eleva al conocimiento de los bienes superiores y del bien supremo, más grande se hace ese deseo espiritual; y la fe cristiana añade que sólo Dios, visto cara a cara, puede saciarlo. 


Hemos de reconocer, por consiguiente, que nuestra voluntad es, en cierto sentido, de una profundidad inconmensurable. Y esto porque la bienaventuranza, o la verdadera felicidad, que el hombre desea ya naturalmente, no puede encontrarse en ningún bien limitado y restringido, sino solamente en Dios, conocido al menos con las luces naturales, y amado eficazmente sobre toda cosa. Santo Tomás demuestra que la felicidad del hombre, por el hecho de concebir éste el bien universal, no puede estar ni en las riquezas, ni en los honores, ni en la gloria, ni en el poder, ni en ningún bien del cuerpo, ni en bien alguno finito del alma, como la virtud, o en ningún otro bien limitado. Hará de ello una demostración que hace referencia a la naturaleza misma de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad. Cuando hemos creído encontrar la felicidad en la profundización de una ciencia o de una noble amistad, no tardamos en reconocer que es un bien limitado, lo cual hacía exclamar a Santa Catalina de siena: "si queréis que una amistad dure, si queréis seguiros refrigerando en ese vaso, haced que se llene incesantemente en la fuente de agua viva, pues de otro modo no satisfacerá vuestra sed".

Es realmente imposible que el hombre encuentre la verdadera felicidad, que él naturalmente desea, en un bien limitado, su inteligencia, al comprobar enseguida su limitación, concibe un bien superior y naturalmente lo desea su voluntad.

Aunque nos fuese dado descubrir un ángel y reconocerlo inmediatamente por su belleza suprasensible, puramente espiritual, al principio quedaríamos pasmados; pero nuestra inteligencia, que concibe el bien universal, no tardaría en darse cuenta de que éste es aún un bien finito y, por lo mismo, demasiado pobre en comparación con el bien infinito, sin límites y sin mezcla de imperfección.

El mismo conjunto, incluso simultáneo, de todos los bienes finitos y mezclados de imperfecciones no sería capaz de constituir el bien mismo, concebido y deseado por nosotros, del mismo modo que una multitud de tontos no equivaldría nunca a un hombre genial...

Siguiendo el pensamiento de San Gregorio magno, Santo Tomás observó acerca de esta cuestión: "los bienes temporales nos parecen deseables mientras no se tienen; luego que se poseen, se descubre su pobreza, que no puede responder a nuestro deseo y produce desilusión, tristeza y a veces enfado. Con los bienes espirituales sucede lo contrario: no se presentan como apetecibles para aquellos que no los poseen y desean sólo los bienes sensibles. Pero cuanto más se poseen, mejor se advierte su valor, y, por consiguiente, más se aman". Por la misma razón, mientras los bienes materiales (la misma casa, el mismo campo) no pueden pertenecer simultánea e integralmente a más personas. Los mismos bienes espirituales (la misma verdad, la misma virtud) pueden pertenecer al mismo tiempo y plenamente a todos, y cada uno los posee tanto más cuanto mejor sabe comunicarlos a los demás. Esto es verdad, sobre todo, del bien soberano.

Es, pues, absolutamente necesario que exista ese bien infinito, único capaz de responder a todas nuestras aspiraciones; de otro modo la amplitud universal de nuestra voluntad sería un absurdo psicológico, algo radicalmente ininteligible, sin razón de ser.

Si Dios nos hubiese creado en un estado puramente natural, sin los dones de la gracia, nuestro último fin hubiese sido conocerlo naturalmente, por el reflejo de sus perfecciones en las criaturas, y amarlo eficazmente sobre toda cosa. Pero Él nos ha llamado gratuitamente a conocerlo de modo sobrenatural gracias a la visión inmediata de su divina esencia, a conocerlo como Él se conoce, a amarle sobrenaturalmente como Él se ama, para toda la eternidad. Entonces, sobre todo, experimentaremos que sólo Dios, visto cara a cara, puede llenar el profundo vacío  de nuestro corazón, que sólo Él puede colmar el profundo abismo de nuestra voluntad.

¿En qué sentido carece de medida este abismo? Se podría objetar: "nuestra alma, como toda criatura, es finita y limitada, y, por tanto, finitas son también sus facultades". Sin duda que la más elevada criatura es siempre finita; no solamente nuestro cuerpo es limitado, sino que también lo es el alma, y, por consiguiente, las facultades del alma, como propiedades suyas, son también limitadas. Sin embargo, nuestra inteligencia, aun siendo limitada, está hecha para conocer lo verdadero universal, la verdad infinita misma, que es Dios. Del mismo modo, nuestra voluntad, aun cuando finita, está creada para amar un bien infinito. Sin duda, también en el cielo, nuestro acto de visión beatífica, desde nuestro punto de vista de sujetos cognoscentes, será finito, pero versará sobre un objeto infinito; lo alcanzará según un modo finito sin comprenderlo plenamente; lo comprenderá en cuanto es cognoscible y como Dios se conoce a sí mismo, pero lo comprenderá inmediatamente. Veremos, sin intermediario alguno, la esencia infinitamente perfecta de Dios. Al modo como el ojo viviente, por pequeño que sea, descubre la inmensidad del océano y en la noche puede captar de un solo golpe de vista las estrellas que están a decenas de años luz de nosotros, en el cielo nuestro acto visual de la esencia divina, sin tener la penetración de la visión increada, captará, empero, inmediatamente la esencia divina; nuestro amor de Dios, aun siendo finito por parte del sujeto, versará inmediatamente sobre el bien infinito: lo amaremos según nuestra manera finita pero no podremos descansar más que en Él solo. Ningún otro objeto podrá satisfacer todas nuestras aspiraciones. Sólo entonces, dice el salmista, serán saciados nuestros deseos, cuando su gloria aparecerá. Ya desde ahora nuestro corazón no encuentra un verdadero y durable reposo más que en el amor de Dios.

En este sentido, considerado el objeto único capaz de colmarla de sí, nuestra voluntad es de una profundidad infinita. Finita como ser, al igual que nuestra inteligencia, se abre sobre lo infinito. Dicen los tomistas: "Facultates istae entitative sunt finitae, sed intentionaliter sunt infinitae". Ya en el orden sensible, nuestro ojo, por pequeño que sea, alcanza las nebulosas en la inmensidad del firmamento.


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