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domingo, 25 de diciembre de 2011

HACIA UN NUEVO ORDEN MUNDIAL (4)


 



 Hacia una nueva forma de gobierno civil y eclesiástico



Si bien el gobierno podría definirse como la forma en que una comunidad se encuentra políticamente organizada, las nociones fundamentales de gobierno tienen que ver con las relaciones entre los que dirigen y los que son dirigidos, o entre los que mandan y los que obedecen.

Existe gobierno, pues, en todas las organizaciones humanas en las que se asocia el hombre para un propósito común, ya sea en el orden religioso, educacional, comercial o político, o aun en el familiar.


Aunque el Estado puede mantener su identidad histórica y los vínculos comunitarios que originan su existencia, el gobierno, en cambio, puede sufrir alteraciones y transformaciones capaces de alterar su fisonomía externa. Por ello, a pesar de que se puede establecer una distinción entre «Estado» y «Gobierno», los dos conceptos no permanecen enteramente divorciados porque el gobierno es muchas veces la expresión de los gobernados en cuanto hace a las relaciones entre los que reglan y los reglados.

Entonces, también decimos que la disolución de un gobierno puede llegar a disolver un Estado y dar forma a uno nuevo (la Rusia zarista, por ejemplo), aunque la mayoría de las veces este fenómeno es apenas un episodio que también permite reconocer las características permanentes de un Estado (el Estado romano es igualmente reconocible bajo la república o bajo los césares).

Justo es, entonces, preguntarnos cuál es el origen del gobierno, su naturaleza y la necesidad de tenerlo; los fines que sirve y cómo esos mismos fines ayudan a definir sus alcances y a limitar sus medios. Claro, los orígenes, naturaleza y necesidad de tener gobierno gravita sobre sus medios y fines, lo cual también tiene mucho que ver con la legitimidad y la justicia asociados con éste. De tal noción tienen que surgir interrogantes acerca de dónde proviene la legitimidad de que un hombre gobierne a otro, o de si ella está limitada por la distinción entre un buen y un mal gobierno, o de si la preservación de un Estado es causa justificadora de la existencia de un gobierno, por malo que éste sea.

Al otro lado del espectro yace la noción de que ningún gobierno es necesario para mantener la paz entre los asociados, idea de corte anarquista de ninguna manera ajena al pensamiento marxista que veía en la desaparición del Estado el ideal de esa dictadura proletaria. Ya vimos cómo, en el marco de la ingeniería social, va desapareciendo gradualmente el sistema jerárquico, reemplazado por un sistema igualitarista que eventualmente conduce a la “democracia directa”. Pero es de aquí de donde, precisamente, ha venido surgiendo en los últimos tiempos la nueva noción de gobierno popular que, a través de una activa participación ciudadana, haga nugatoria toda forma de gobierno representativo, porque si bien la llamada “guerra de clases” y las desigualdades sociales continúan, ya no será necesaria la revolución comunista, ni el régimen de producción colectivista impuesto desde arriba porque el pueblo, en su sabiduría y soberanía, gobernará de acuerdo con lo que más le convenga a la sociedad. Esta es una idea tomada del esquema griego en el que el pueblo se congregaba para deliberar y decidir cómo lo hacen los miembros de un congreso democrático moderno. Sin embargo, la democracia directa no es posible en un mundo donde el tamaño de la población y la complejidad delos problemas anulan este esfuerzo colectivo.

Quienes desean volver a ese estado de la Grecia decadente olvidan que la actuación política requiere de cierto grado de conocimiento y especialización (como en las Comisiones Constitucionales en que se divide la acción legislativa) que obligan al intercambio de ideas y a un proceso de negociación que hace difícil su delegación al poder popular.

De otro lado, el verdadero trabajo investigativo, consultivo y negociador, suele recaer sobre muy pocos que son los líderes que guían la opinión y la encauzan hacia ciertos resultados. Ello hace que este tipo de democracia “pura” no sea realizable so pena de que degenere en oclocracia, forma en verdad extrema de decadencia por cuanto las grandes decisiones pasan de las minorías informadas al grueso público desinformado y muchas veces ignorante. Por ello ha sido mantenida como verdad que la mayoría, por ser mayoría, no es fuente de derecho. Para el sistema pre-constitucional del occidente cristiano las leyes eran secundarias puesto que lo que debía primar era la justicia. El principio democrático, por tanto, no puede significar que existe un dominio sin límites de la voluntad general, ni que el Estado puede hacer todo lo que quiera por el sólo hecho de tener un mandato del pueblo soberano; porque, si al decir de Rousseau, con la voluntad general del pueblo el Estado se convertía en una especie de “ser único, en un individuo”, para el caso es lo mismo que haya un tirano o un colectivo tiránico, puesto que voluntad omnímoda de un sólo hombre, o voluntad omnímoda de todos, es la misma cosa.

Es esta la formulación de una nueva anarquía tiránica (que no significa ausencia total de gobierno, porque éste es asumido por el “pueblo”) muy distante, por supuesto, de aquella vieja concepción Tomista de que aun si el hombre viviera en un estado de inocencia y perfección moral la vida social no existiría a menos que el gobierno representativo arbitrara el bien común. Quienes sueñan con este tipo de democracia son sólo demagogos que derivan de la teoría del derecho la noción de que los principios rectores y las leyes provienen únicamente de la voluntad de los asociados. O, paralelamente, que mientras menos calidad tenga y más populachera sea la representación, más auténticamente democrático es el país. Fue en este sentido como se reformó la Constitución Colombiana de 1886 que exigía calidades mínimas a los congresistas; la Constitución de 1991 dejó sin requisitos la capacidad para ser legislador. Esto conduciría a cualquier persona razonable a pensar que la esterilidad, o pobreza intelectual, no puede ser la marca de una democracia viable.

La idea de esta “democracia directa” o “participativa” y el “gobierno del pueblo” no es más que otra de estas tendencias que han entrado a formar parte de las ideas posthumanistas contemporáneas; constituyen tales ideas la negación de la autoridad y del poder que a través del sistema representativo confieren capacidad al gobernante para ejercer el mando. El derecho y la fuerza legítima del gobierno representativo provienen tanto de la autoridad como del poder limitado; son éstos instrumentos los únicos que pueden ponerse al servicio de interpretar lo que procede con serenidad y justicia y, así mismo, timonear la conducción de un pueblo que otorga su consentimiento.

No existe democracia, que siendo representativa, no sea participativa, si en el propio concepto de representación está la participación de la gente. Inútil sería alterar tal concepto, como en el caso de la llamada democracia participativa (léase directa), aunque el propósito sea superficialmente el más loable; sin embargo, al proporcionarse una amplísima base de participación popular en las decisiones de Estado y de Iglesia lo que se consigue es minar los fundamentos de la legitimidad y destruir la eficacia de los mismos procesos democráticos. Un gobernante que se vea obligado a refrendar del pueblo sus decisiones ha claudicado su autoridad de gobernante. Abre paso a la dictadura popular. En el caso reciente del gobierno colegiado de la Iglesia con la colegiatura apostólica, se abre paso también a la demagogia teologal, como la que se estableció en el Concilio Vaticano II que adoptó el artificio consagrado por la Revolución Francesa en 1790 según el cual era preciso reorganizar la Iglesia bajo aquellos principios “democráticos”.

Se recordará que entonces se llegó al exceso de elegir a párrocos y obispos por sufragio universal; es decir, tenían derecho a elegir hasta el papado los católicos y los ateos que, por éste no derivarse de la voluntad popular, fue abolido en tiempos de la ocupación francesa de Roma. Sea como quiera, tanto el democraterismo popular como las prácticas parlamentarias en el seno de la Iglesia son dos extremos donde se percibe el abuso del poder; en el primer caso, por el poder tiránico del pueblo; en el segundo, por las claras rupturas con la tradición considerada apostólica.

Las viejas tesis jesuitas de la soberanía popular cuya consecuencia extrema fue la contraposición de la soberanía del pueblo con la de las asambleas legislativas que abrieron, a la postre, paso a la democracia directa como una manifestación natural de la misma. Lo que seguirá es, muy posiblemente, la dominación de un gobierno mundial, primero constituido por los tratados internacionales y luego como una realidad formal y absoluta. Por supuesto, la propia soberanía de los Estados, y no se diga de la civilización cristiana, ha sucumbido al asalto. El propio Hegel había objetado el enfrentamiento entre la “soberanía del pueblo” y la “soberanía del monarca” como algo verdaderamente salvaje y artificial. Ahora estamos frente a la disyuntiva de la “soberanía del pueblo” y la “soberanía supranacional de todos los pueblos”.

Derívase, entonces, de la anterior reflexión que el concepto de “soberanía del pueblo”, cuya versión extrema es la democracia directa o la “soberanía compartida” es un estado de caos donde el enfrentamiento y la manipulación política, la dispersión de las ideas y las creencias es la norma, mientras el sereno discurrir, la excepción. Es, si se quiere, el tránsito del gobierno de leyes al gobierno de los hombres.

Si bien este concepto de la “soberanía popular” también puede conducir a la manipulación de los resultados mediante referendos y plebiscitos formulados para satisfacer la debilidad de los mandatarios, no es menos cierto que también habrá de conducir a la anulación misma del concepto de la democracia. ¿Para qué los cuerpos colegiados, el poder ejecutivo o judicial, si cualquier acto de poder puede quedar convalidado, o invalidado, mediante la manipulación de la opinión pública con un simple acto popular?

Este tipo de democracia directa no es más que un mecanismo inventado para que el gobernante no ponga a prueba su habilidad y lo libre de la responsabilidad connatural al gobierno; pero más importante aún, para debilitar las verdaderas instituciones democráticas —que deben representar el poder limitado, y no absoluto— y para que, finalmente, se abra paso cualquier idea o acción que permita instituir las más variadas formas de “reivindicaciones” sociales, el abierto atropello a las minorías, o cualquiera otro desbordamiento sancionado por el “poder soberano” del pueblo.

Subyacen en esta tendencia los nuevos afanes por construir un criterio oficialista de utilitarismo colectivo que someta al ciudadano a la moralidad según la defina el Estado, o según la defina un consejo de obispos que sólo tenga en mente el discurrir democrático, como el que recientemente marcó equidistancias con el terrorismo de la ETA en junio de 2002. No podría aceptarse tal tendencia sin también aceptar la teoría totalitaria de la moralidad acorde con lo ya definido por el filósofo griego: “legislamos en función de lo que es mejor para todo Estado pues hemos colocado, con justicia, los intereses del individuo en un plano inferior de valores”.380 En el caso de la tradición doctrinal de la Iglesia, la verdad no puede ser absolutamente democrática, como que tampoco lo puede ser en el caso de la sociedad. Hay valores más altos que se deben, en todo momento, consultar.

Estos son las nuevas utopías de un mundo en el que el hombre agoniza presa de las más extrañas patologías del pensamiento; es una cultura posthumanista, descreída y pragmática, que abre sus puertas a un socialismo moral y cultural larvado y enquistado en una modernidad y prosperidad difícilmente conquistadas381 que auspicia un decaimiento no sólo de los valores sino de la cultura, y dentro de ella, de la familia y el individuo; en esta nueva anti-cultura ha surgido el nacionalismo y el separatismo muchas veces como consecuencia de que las regiones más prósperas tienen que pagar una parte desproporcionada de la factura producida por los excesos del Estado benefactor y paternalista; por supuesto, también del hecho de que la tolerancia y la condescendencia implican la invasión de costumbres y hábitos culturales extraños a Occidente, y me refiero particularmente a los traídos por la inmigración musulmana, verdadera amenaza contra una civilización ya de por sí descompuesta. Esto, al tiempo que se inclina la balanza de la intolerancia en los países invasores que excluyen todo lo foráneo de sus costumbres, conservan un sistema legal que produce escándalo en Occidente, como la Sharia, e invitan a la guerra santa como método de conversión de los «infieles», que son todos aquellos que no pertenecen a su religión. Intolerancia, como en el caso de la adolescente que en la localidad pakistaní de Punjab fue condenada a ser violada por cuatro hombres para castigar las relaciones «ilícitas» que un hermano adolescente de la joven mantenía con una mujer perteneciente a una tribu considerada de mayor rango social.

Después de la violación efectuada en Meerwala, la joven fue obligada a volver desnuda a su casa; o el demente Zahid Sha, condenado a morir por un clérigo en Faisalabad, Pakistán, acusado de «blasfemar» contra el Islam por aseverar que él era “el último profeta del Islam”; o el más reciente caso, de los que se saben, en Nigeria, de la joven Amina Nawal, condenada a morir lapidada por el Tribunal Islámico de Apelación de Funtua por haber quedado embarazada fuera del matrimonio.

La condena se llevará a cabo cuando termine de criar a su bebé, dentro de dos años. Todas estas son respuestas al ecumenismo eclesial y político de Occidente.

Ahora bien, el neofascismo se ha levantado como una alternativa al coste social y económico que implica la emulación de sistemas caducos, como el comunismo y que, al insertarse en el capitalismo, producen elevados niveles de desempleo. El odio racial también se erige como alternativa a un mundo que se ve amenazado y cuyas minorías más activas fanáticas encuentran en la confrontación la única vía de escape posible. En Francia, Alemania, Holanda, Austria y España se acentúa en algunos sectores el mencionado encono del nacionalismo, el odio hacia lo foráneo como preludio de movimientos neonazis que pueden llegar algún día al poder. En Sudamérica misma ya se vislumbran brotes de violencia nacionalista y, como contraste, en Colombia subsiste la violencia comunista de viejos guerrilleros venidos a narcotraficantes salidos del anacrónico fondo de una economía prósperamente abierta, o en vías de apertura, y de la llamada teología de la liberación que envió a tantos sacerdotes a predicar la doctrina del odio y a tomar las armas contra un sistema que reputaban injusto. Todo esto hace patente que el éxito económico general del capitalismo, pese a sus deficiencias y altos costos inducidos, también incuba el descontento; pero, lo que es peor, la pasividad y esterilización ideológica y religiosa de las masas de occidente no sólo ha generado la radicalización de algunos grupos conscientes del nuevo fenómeno político y cultural sino que se ha abierto paso, sin que apenas sea advertido por las mayorías sociales que, a la vez, rechazan a quienes se atienen firmemente a las tradiciones, sean éstas de carácter político o religioso; en cambio, aquellos que profesan doctrinas heterodoxas son ampliamente aceptados.

Estas mayorías, juguetes de tales experimentos culturales, son simples espectadoras del gran escenario donde discurre la civilización.

Es en ese escenario de gran confusión doctrinal donde comienza a surgir un poder hegemónico fundamentado en la economía y el poder militar que se organiza como el único guardián de la moral laica y de la conducta de las naciones bajo la égida de las sociedades secretas y el báculo aplastante de las Naciones Unidas y sus agencias. No obstante, estas fuerzas victoriosas, positivistas, agnósticas, utilitaristas y sin freno alguno, no se percatan de la existencia de esas otras, también anárquicas y diluyentes, que simbióticamente perviven en su seno y que amenazan de manera real, aunque sutil, los fundamentos tanto de la prosperidad como del poder hegemónico. En el nuevo Estado y sociedad que se vislumbran no sólo la democracia de poder limitado —que parece ser la única aceptable— desaparecería sino que se entronizaría la peor de las tiranías, a saber, aquella que no es claramente identificable, y la peor de las incertidumbres, aquella referente a las creencias religiosas del hombre en un mundo donde las ideologías van desapareciendo, las verdades sabidas se entierran en el subjetivismo y la Iglesia se va desvaneciendo como un poder espiritual de primer orden. Hemos pasado del Derecho Natural al Derecho Positivo y del Derecho Positivo al Derecho Supranacional, subjetivista, inmanentista y utilitario en el que los jueces subsumen todos los poderes, el ejecutivo, legislativo y judicial, se erigen en Poder Constituyente y abren paso al peor de los genocidios conocidos: la destrucción del acerbo cultural de Occidente.

(tomado de :  "LOS INSTRUMENTOS DEL NUEVO ORDEN MUNDIAL: EL DERECHO, LA ECONOMÍA, LA CIENCIA, EL LENGUAJE Y LA RELIGIÓN EN LA SOCIEDAD DEL SIGLO XXI" , Pablo Victoria Wilches )



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