Si bien el gobierno podría
definirse como la forma en que una comunidad se encuentra políticamente
organizada, las nociones fundamentales
de gobierno tienen que ver con las relaciones entre los que dirigen y los que
son dirigidos, o entre los que mandan y los que obedecen.
Existe gobierno, pues, en todas
las organizaciones humanas en las que se asocia el hombre para un propósito
común, ya sea en el orden religioso, educacional, comercial o político, o aun
en el familiar.
Aunque el Estado puede mantener
su identidad histórica y los vínculos comunitarios que originan su existencia,
el gobierno, en cambio, puede sufrir alteraciones y transformaciones capaces de
alterar su fisonomía externa. Por ello, a pesar de que se puede establecer una
distinción entre «Estado» y «Gobierno», los dos conceptos no permanecen enteramente
divorciados porque el gobierno es muchas veces la expresión de los gobernados
en cuanto hace a las relaciones entre los que reglan y los reglados.
Entonces, también decimos que la
disolución de un gobierno puede llegar a disolver un Estado y dar forma a uno
nuevo (la Rusia zarista, por ejemplo), aunque la mayoría de las veces este
fenómeno es apenas un episodio que también permite reconocer las
características permanentes de un Estado (el Estado romano es igualmente
reconocible bajo la república o bajo los césares).
Justo es, entonces, preguntarnos
cuál es el origen del gobierno, su naturaleza y la necesidad de tenerlo; los
fines que sirve y cómo esos mismos fines ayudan a definir sus alcances y a
limitar sus medios. Claro, los orígenes, naturaleza y necesidad de tener gobierno
gravita sobre sus medios y fines, lo cual también tiene mucho que ver con la legitimidad
y la justicia asociados con éste. De tal noción tienen que surgir interrogantes
acerca de dónde proviene la legitimidad de que un hombre gobierne a otro, o de
si ella está limitada por la distinción entre un buen y un mal gobierno, o de
si la preservación de un Estado es causa justificadora de la existencia de un
gobierno, por malo que éste sea.
Al otro lado del espectro yace la
noción de que ningún gobierno es necesario para mantener la paz entre los
asociados, idea de corte anarquista de ninguna manera ajena al pensamiento
marxista que veía en la desaparición del Estado el ideal de esa dictadura proletaria.
Ya vimos cómo, en el marco de la ingeniería social, va desapareciendo
gradualmente el sistema jerárquico, reemplazado por un sistema igualitarista
que eventualmente conduce a la “democracia directa”. Pero es de aquí de donde,
precisamente, ha venido surgiendo en los últimos tiempos la nueva noción de
gobierno popular que, a través de una activa participación ciudadana, haga
nugatoria toda forma de gobierno representativo, porque si bien la llamada
“guerra de clases” y las desigualdades sociales continúan, ya no será necesaria
la revolución comunista, ni el régimen de producción colectivista impuesto
desde arriba porque el pueblo, en su sabiduría y soberanía, gobernará de
acuerdo con lo que más le convenga a la sociedad. Esta es una idea tomada del esquema
griego en el que el pueblo se congregaba para deliberar y decidir cómo lo hacen
los miembros de un congreso democrático moderno. Sin embargo, la democracia directa
no es posible en un mundo donde el tamaño de la población y la complejidad delos
problemas anulan este esfuerzo colectivo.
Quienes desean volver a ese
estado de la Grecia decadente olvidan que la actuación política requiere de
cierto grado de conocimiento y especialización (como en las Comisiones Constitucionales
en que se divide la acción legislativa) que obligan al intercambio de ideas y a
un proceso de negociación que hace difícil su delegación al poder popular.
De otro lado, el verdadero
trabajo investigativo, consultivo y negociador, suele recaer sobre muy pocos
que son los líderes que guían la opinión y la encauzan hacia ciertos
resultados. Ello hace que este tipo de democracia “pura” no sea realizable so pena
de que degenere en oclocracia, forma en verdad extrema de decadencia por cuanto
las grandes decisiones pasan de las minorías informadas al grueso público
desinformado y muchas veces ignorante. Por ello ha sido mantenida como verdad
que la mayoría, por ser mayoría, no es fuente de derecho. Para el sistema pre-constitucional
del occidente cristiano las leyes eran secundarias puesto que lo que debía
primar era la justicia. El principio democrático, por tanto, no puede
significar que existe un dominio sin límites de la voluntad general, ni que el
Estado puede hacer todo lo que quiera por el sólo hecho de tener un mandato del
pueblo soberano; porque, si al decir de Rousseau, con la voluntad general del
pueblo el Estado se convertía en una especie de “ser único, en un individuo”, para
el caso es lo mismo que haya un tirano o un colectivo tiránico, puesto que voluntad
omnímoda de un sólo hombre, o voluntad omnímoda de todos, es la misma cosa.
Es esta la formulación de una
nueva anarquía tiránica (que no significa ausencia total de gobierno, porque
éste es asumido por el “pueblo”) muy distante, por supuesto, de aquella vieja
concepción Tomista de que aun si el hombre viviera en un estado de inocencia y
perfección moral la vida social no existiría a menos que el gobierno
representativo arbitrara el bien común. Quienes sueñan con este tipo de
democracia son sólo demagogos que derivan de la teoría del derecho la noción de
que los principios rectores y las leyes provienen únicamente de la voluntad de
los asociados. O, paralelamente, que mientras menos calidad tenga y más
populachera sea la representación, más auténticamente democrático es el país.
Fue en este sentido como se reformó la Constitución Colombiana de 1886 que
exigía calidades mínimas a los congresistas; la Constitución de 1991 dejó sin
requisitos la capacidad para ser legislador. Esto conduciría a cualquier persona
razonable a pensar que la esterilidad, o pobreza intelectual, no puede ser la marca
de una democracia viable.
La idea de esta “democracia
directa” o “participativa” y el “gobierno del pueblo” no es más que otra de
estas tendencias que han entrado a formar parte de las ideas posthumanistas contemporáneas;
constituyen tales ideas la negación de la autoridad y del poder que a través
del sistema representativo confieren capacidad al gobernante para ejercer el
mando. El derecho y la fuerza legítima del gobierno representativo provienen tanto
de la autoridad como del poder limitado; son éstos instrumentos los únicos que pueden
ponerse al servicio de interpretar lo que procede con serenidad y justicia y,
así mismo, timonear la conducción de un pueblo que otorga su consentimiento.
No existe democracia, que siendo
representativa, no sea participativa, si en el propio concepto de
representación está la participación de la gente. Inútil sería alterar tal concepto,
como en el caso de la llamada democracia participativa (léase directa), aunque el
propósito sea superficialmente el más loable; sin embargo, al proporcionarse
una amplísima base de participación popular en las decisiones de Estado y de
Iglesia lo que se consigue es minar los fundamentos de la legitimidad y
destruir la eficacia de los mismos procesos democráticos. Un gobernante que se
vea obligado a refrendar del pueblo sus decisiones ha claudicado su autoridad
de gobernante. Abre paso a la dictadura popular. En el caso reciente del
gobierno colegiado de la Iglesia con la colegiatura apostólica, se abre paso
también a la demagogia teologal, como la que se estableció en el Concilio
Vaticano II que adoptó el artificio consagrado por la Revolución Francesa en 1790
según el cual era preciso reorganizar la Iglesia bajo aquellos principios
“democráticos”.
Se recordará que entonces se
llegó al exceso de elegir a párrocos y obispos por sufragio universal; es
decir, tenían derecho a elegir hasta el papado los católicos y los ateos que,
por éste no derivarse de la voluntad popular, fue abolido en tiempos de la ocupación
francesa de Roma. Sea como quiera, tanto el democraterismo popular como las
prácticas parlamentarias en el seno de la Iglesia son dos extremos donde se
percibe el abuso del poder; en el primer caso, por el poder tiránico del
pueblo; en el segundo, por las claras rupturas con la tradición considerada
apostólica.
Las viejas tesis jesuitas de la
soberanía popular cuya consecuencia extrema fue la contraposición de la
soberanía del pueblo con la de las asambleas legislativas que abrieron, a la
postre, paso a la democracia directa como una manifestación natural de la misma.
Lo que seguirá es, muy posiblemente, la dominación de un gobierno mundial, primero
constituido por los tratados internacionales y luego como una realidad formal y
absoluta. Por supuesto, la propia soberanía de los Estados, y no se diga de la civilización
cristiana, ha sucumbido al asalto. El propio Hegel había objetado el enfrentamiento
entre la “soberanía del pueblo” y la “soberanía del monarca” como algo
verdaderamente salvaje y artificial. Ahora estamos frente a la disyuntiva de la
“soberanía del pueblo” y la “soberanía supranacional de todos los pueblos”.
Derívase, entonces, de la
anterior reflexión que el concepto de “soberanía del pueblo”, cuya versión
extrema es la democracia directa o la “soberanía compartida” es un estado de
caos donde el enfrentamiento y la manipulación política, la dispersión de las
ideas y las creencias es la norma, mientras el sereno discurrir, la excepción.
Es, si se quiere, el tránsito del gobierno de leyes al gobierno de los hombres.
Si bien este concepto de la
“soberanía popular” también puede conducir a la manipulación de los resultados
mediante referendos y plebiscitos formulados para satisfacer la debilidad de
los mandatarios, no es menos cierto que también habrá de conducir a la
anulación misma del concepto de la democracia. ¿Para qué los cuerpos
colegiados, el poder ejecutivo o judicial, si cualquier acto de poder puede
quedar convalidado, o invalidado, mediante la manipulación de la opinión pública
con un simple acto popular?
Este tipo de democracia directa
no es más que un mecanismo inventado para que el gobernante no ponga a prueba
su habilidad y lo libre de la responsabilidad connatural al gobierno; pero más
importante aún, para debilitar las verdaderas instituciones democráticas —que
deben representar el poder limitado, y no absoluto— y para que, finalmente, se
abra paso cualquier idea o acción que permita instituir las más variadas formas
de “reivindicaciones” sociales, el abierto atropello a las minorías, o
cualquiera otro desbordamiento sancionado por el “poder soberano” del pueblo.
Subyacen en esta tendencia los
nuevos afanes por construir un criterio oficialista de utilitarismo colectivo
que someta al ciudadano a la moralidad según la defina el Estado, o según la
defina un consejo de obispos que sólo tenga en mente el discurrir democrático, como
el que recientemente marcó equidistancias con el terrorismo de la ETA en junio
de 2002. No podría aceptarse tal tendencia sin también aceptar la teoría
totalitaria de la moralidad acorde con lo ya definido por el filósofo griego:
“legislamos en función de lo que es mejor para todo Estado pues hemos colocado,
con justicia, los intereses del individuo en un plano inferior de valores”.380
En el caso de la tradición doctrinal de la Iglesia, la verdad no puede ser
absolutamente democrática, como que tampoco lo puede ser en el caso de la
sociedad. Hay valores más altos que se deben, en todo momento, consultar.
Estos son las nuevas utopías de
un mundo en el que el hombre agoniza presa de las más extrañas patologías del
pensamiento; es una cultura posthumanista, descreída y pragmática, que abre sus
puertas a un socialismo moral y cultural larvado y enquistado en una modernidad
y prosperidad difícilmente conquistadas381 que auspicia un decaimiento no sólo
de los valores sino de la cultura, y dentro de ella, de la familia y el
individuo; en esta nueva anti-cultura ha surgido el nacionalismo y el
separatismo muchas veces como consecuencia de que las regiones más prósperas
tienen que pagar una parte desproporcionada de la factura producida por los
excesos del Estado benefactor y paternalista; por supuesto, también del hecho
de que la tolerancia y la condescendencia implican la invasión de costumbres y
hábitos culturales extraños a Occidente, y me refiero particularmente a los
traídos por la inmigración musulmana, verdadera amenaza contra una civilización
ya de por sí descompuesta. Esto, al tiempo que se inclina la balanza de la
intolerancia en los países invasores que excluyen todo lo foráneo de sus
costumbres, conservan un sistema legal que produce escándalo en Occidente, como
la Sharia, e invitan a la guerra santa como método de conversión de los
«infieles», que son todos aquellos que no pertenecen a su religión.
Intolerancia, como en el caso de la adolescente que en la localidad pakistaní
de Punjab fue condenada a ser violada por cuatro hombres para castigar las
relaciones «ilícitas» que un hermano adolescente de la joven mantenía con una
mujer perteneciente a una tribu considerada de mayor rango social.
Después de la violación efectuada
en Meerwala, la joven fue obligada a volver desnuda a su casa; o el demente
Zahid Sha, condenado a morir por un clérigo en Faisalabad, Pakistán, acusado de
«blasfemar» contra el Islam por aseverar que él era “el último profeta del
Islam”; o el más reciente caso, de los que se saben, en Nigeria, de la joven Amina
Nawal, condenada a morir lapidada por el Tribunal Islámico de Apelación de Funtua
por haber quedado embarazada fuera del matrimonio.
La condena se llevará a cabo
cuando termine de criar a su bebé, dentro de dos años. Todas estas son
respuestas al ecumenismo eclesial y político de Occidente.
Ahora bien, el neofascismo se ha
levantado como una alternativa al coste social y económico que implica la
emulación de sistemas caducos, como el comunismo y que, al insertarse en el
capitalismo, producen elevados niveles de desempleo. El odio racial también se
erige como alternativa a un mundo que se ve amenazado y cuyas minorías más
activas fanáticas encuentran en la confrontación la única vía de escape
posible. En Francia, Alemania, Holanda, Austria y España se acentúa en algunos
sectores el mencionado encono del nacionalismo, el odio hacia lo foráneo como
preludio de movimientos neonazis que pueden llegar algún día al poder. En Sudamérica
misma ya se vislumbran brotes de violencia nacionalista y, como contraste, en
Colombia subsiste la violencia comunista de viejos guerrilleros venidos a
narcotraficantes salidos del anacrónico fondo de una economía prósperamente
abierta, o en vías de apertura, y de la llamada teología de la liberación que
envió a tantos sacerdotes a predicar la doctrina del odio y a tomar las armas
contra un sistema que reputaban injusto. Todo esto hace patente que el éxito
económico general del capitalismo, pese a sus deficiencias y altos costos
inducidos, también incuba el descontento; pero, lo que es peor, la pasividad y
esterilización ideológica y religiosa de las masas de occidente no sólo ha
generado la radicalización de algunos grupos conscientes del nuevo fenómeno
político y cultural sino que se ha abierto paso, sin que apenas sea advertido
por las mayorías sociales que, a la vez, rechazan a quienes se atienen
firmemente a las tradiciones, sean éstas de carácter político o religioso; en
cambio, aquellos que profesan doctrinas heterodoxas son ampliamente aceptados.
Estas mayorías, juguetes de tales
experimentos culturales, son simples espectadoras del gran escenario donde
discurre la civilización.
Es en ese escenario de gran
confusión doctrinal donde comienza a surgir un poder hegemónico fundamentado en
la economía y el poder militar que se organiza como el único guardián de la
moral laica y de la conducta de las naciones bajo la égida de las sociedades
secretas y el báculo aplastante de las Naciones Unidas y sus agencias. No obstante,
estas fuerzas victoriosas, positivistas, agnósticas, utilitaristas y sin freno
alguno, no se percatan de la existencia de esas otras, también anárquicas y
diluyentes, que simbióticamente perviven en su seno y que amenazan de manera
real, aunque sutil, los fundamentos tanto de la prosperidad como del poder hegemónico.
En el nuevo Estado y sociedad que se vislumbran no sólo la democracia de poder
limitado —que parece ser la única aceptable— desaparecería sino que se
entronizaría la peor de las tiranías, a saber, aquella que no es claramente
identificable, y la peor de las incertidumbres, aquella referente a las
creencias religiosas del hombre en un mundo donde las ideologías van
desapareciendo, las verdades sabidas se entierran en el subjetivismo y la
Iglesia se va desvaneciendo como un poder espiritual de primer orden. Hemos
pasado del Derecho Natural al Derecho Positivo y del Derecho Positivo al
Derecho Supranacional, subjetivista, inmanentista y utilitario en el que los
jueces subsumen todos los poderes, el ejecutivo, legislativo y judicial, se
erigen en Poder Constituyente y abren paso al peor de los genocidios conocidos:
la destrucción del acerbo cultural de Occidente.
(tomado de : "LOS INSTRUMENTOS DEL NUEVO ORDEN MUNDIAL: EL DERECHO, LA ECONOMÍA, LA CIENCIA, EL LENGUAJE Y LA RELIGIÓN EN LA SOCIEDAD DEL SIGLO XXI" , Pablo Victoria Wilches )
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