IX
Cómo la Revolución para hacerse aceptar, se esconde bajo los nombres más sagrados.
Si la Revolución se mostrase tal cual es, espantaría a todas las gentes honradas; por esto se oculta bajo nombres respetables, como el lobo bajo la piel de oveja.
Aprovechando el religioso respeto que la Iglesia imprime hace diez y ocho siglos a las ideas de libertad, de progreso, de ley, de autoridad y civilización, la Revolución se adorna con todos estos nombres venerados, y así seduce a multitud de espíritus sinceros. Si hemos de darle crédito, no pretende sino la felicidad de los pueblos, la destrucción de los abusos, la abolición de la miseria; promete a todos el bienestar, la prosperidad, y no sé qué edad de oro desconocida hasta hoy.
No la creáis. Su padre, la antigua serpiente del paraíso terrenal, ya decía lo mismo a la infeliz Eva: “No temas; escuchádme, y seréis como dioses”. Ya sabéis en qué especie de dioses nos hemos transformado. Los pueblos que escuchan a la Revolución pronto son castigados por aquello mismo en que pecan; pues si las ciudades se embellecen y se multiplican los ferrocarriles (lo que no es, digámoslo muy alto, la obra de la Revolución, sino el simple resultado de un progreso natural), por otra parte la miseria pública aumenta por doquier, se pierde la dicha, todo se materializa, se aumentan los impuestos de un modo enorme, y las buenas libertades desaparecen; en nombre de la libertad, retrocédese poco a poco a la brutal esclavitud de los paganos; en nombre de la civilización piérdese todo el fruto de las conquistas del Cristianismo sobre la barbarie; en nombre de la ley, una autoridad sin freno y que nadie contiene nos impone todos sus caprichos: tal es el progreso.
Por lo demás, cómo podría salir el bien del mal? Y ¿cómo sería capaz de edificar cosa alguna el principio de destrucción?
“Nuestro principio, ha dicho un audaz revolucionario, es la negación de todo dogma; la incógnita que buscamos, la nada. Negar, negar siempre ; allí está nuestro método, que nos ha conducido a sentar como principios: en religión, el ateísmo; en política, la anarquía; en economía política, la abolición de la propiedad”.1
¡Desconfiemos, pues, de la Revolución; desconfiemos de Satanás, bajo cualquier nombre que se oculte!
¡Pobres ovejas! ¿Cuándo escucharéis la voz del buen Pastor que quiere defendernos de los dientes del lobo, y que quiere arrancar a la malvada bestia el suave vellón bajo cuya mentida cubierta penetra hasta lo más interior del aprisco?
X
La Prensa y la Revolución
La prensa, en sí misma, no es buena ni mala. Es un poderoso invento que tanto puede servir para el bien como para el mal; todo depende del uso que de él se haga.
Preciso es confesar, sin embargo, que, a consecuencia del pecado original, la prensa más ha servido para el mal que para el bien, y que se abusa de ella en formidables proporciones.
En nuestro siglo la prensa es la gran palanca de la Revolución. Para no hablar sino del periodismo, que es el estado de la prensa más activo e influyente, nadie podrá negar que los periódicos son el mayor peligro para el trono y el altar. Sin salir de nuestra patria, puede que en quinientos cuarenta periódicos no haya treinta que sean verdaderamente cristianos. Por ochenta o cien mil lectores de papeles públicos y respetuosos con la fe, la Iglesia, el poder y los sanos principios, hay cinco o seis millones que beben sin cesar el veneno destructor que les ofrecen continuamente los periódicos.
La prensa es en manos de la Revolución un gran aparato para hacer con los hombres algo semejante a lo que se hace con los pájaros. Cuando se quiere enseñar a un pájaro un canto cualquiera, se le repite, este canto diez o veinte veces al día, con un instrumento ad hoc. Los jefes del partido revolucionario, para formar, como dicen, la opinión pública, para meter en las cabezas sus fatales ideas, recurren a la prensa; y cada día dan vueltas a la llave del organillo; cada día repiten en sus periódicos la cantinela que quieren enseñar al público, y pronto éste la canta, como los canarios. Ahí tenéis la opinión pública, esa opinión pública que es preciso seguir para ser uno de su tiempo, como dicen muchos que se creen cuerdos y no pocos que quieren pasar por católicos.
Respecto a la Iglesia, que no quiere aprender la canción se emplea otro medio. La Revolución procura adormecerla. Pretende como todos saben, que la Iglesia católica ya no está a la alta del siglo. Con hipócrita benevolencia finge querer armonizarla con las ideas modernas; pero en realidad quiere matarla. Acércase, pues, a la Iglesia y le presenta su pérfido aparato, la prensa; le dice palabras halagadoras, le hace declaraciones piadosas, y procura adormecer a los guardianes de la fe. La Iglesia desconfía, el Papa y los obispos rechazan tales lecciones. Entonces la Revolución arroja la máscara; transforma su aparato en máquina de guerra, y ataca de frente a esa enemiga que no ha podido adoctrinar ni ahogar.
Y lo que digo del periodismo en nuestra patria, debe decirse quizá con más razón, de Inglaterra, Bélgica, Rusia, Alemania, Suiza, y sobre todo del Piamonte y de la infeliz Italia. Mil cuatrocientos o mil quinientos periódicos se publican diariamente en Europa y pocos de éstos son amigos verdaderos de la Iglesia.
Comprende fácilmente que no puede dejar de ser así, quien penetra un poco en los misterios de la redacción de los periódicos. Salvo honrosas y raras excepciones, los periodistas de profesión ejercen un verdadero oficio en detrimento del público. No tienen convicciones religiosas ni políticas; su conciencia está en el tintero, y venden la tinta al que mejor la paga. Según el interés de su bolsillo, harto vacío regularmente por malas conductas, pleitean con noble ardor, por el pro o por el contra, riéndose de sus crédulos lectores. Halagan el espíritu de oposición a fin de aumentar el número de los abonados; y los periódicos más malos y más insulsos son con harta frecuencia los que tienen mejor éxito. ¡He aquí los maestros de la sociedad! ¡Y en qué manos ha venido a parar la conciencia pública!
A impulso de las sociedades secretas, el periodismo revolucionario dispara todas sus plumas contra la Iglesia, y hará perder la fe a Europa, si Dios, en su misericordia, no desbarata pronto esta conspiración vasta e infernal!
XI
Los principios de 1789
Muchos hablan de los principios de 1789,y casi nadie sabe en qué consisten. No es extraño; las palabras con que los formularon son tan clásicas e indefinidas, que cada cual las interpreta a su gusto. Las gentes honradas de cortos alcances, no ven en ellos nada precisamente malo; en cambio los demagogos encuentran en ellos lo que les conviene. Existe a favor de estos principios extraña emulación de cariño; están escritos en veinte banderas rivales; cada cual los defiende contra todos, y todos dicen que los demás los falsean, o los comprometen, o les hacen traición. Procuremos aquí, a la luz indefectible de la fe católica, no falsearlos, ni comprometerlos, ni hacerles traición, sino comprenderlos bien, medir sus profundidades, y descubrir en sus pliegues más ocultos a la vieja serpiente, que es el alma verdadera de tales principios. No exageraremos, pero sí procuraremos examinarlo todo.
Contemplando las obras de esos a quienes se llama con orgullo, padres de la libertad y fundadores de la sociedad moderna, veremos, según la expresión de Bossuet, “si aquellos que se nos presentan como reformadores del género humano, han aumentado o disminuído sus males; si es preciso mirarlos como reformadores que le corrigen, o como azotes enviados por Dios para castigarle”.
La Asamblea constituyente, que en 1789 destruyó, por el derecho del más fuerte, la antigua constitución de la Iglesia en Francia; que el 4 de Agosto suprimió los justos tributos con que subsistía; que en 27 de Septiembre despojó las iglesias de sus vasos sagrados, en 18 de Octubre anuló la Órdenes religiosas, y, en fin, en 2 de Noviembre robó las propiedades eclesiásticas, preparando así el acto herético y cismático a que se dio el nombre de Constitución civil del clero y fue promulgada el año siguiente; es misma Asamblea formuló en diez y siete artículos, lo que se llama la declaración de los derechos del hombre, y que más bien debería haberse llamado la supresión de los derechos de Dios. Esos artículos encierran principios sociales que se han hecho célebres bajo el nombre de principios de 1789.
Algunos católicos, con el loable propósito de ganar para la Iglesia las simpatías de las sociedades modernas, han procurado demostrar, no sin trabajo, que los principios de aquella célebre declaración no estaban en oposición con la fe ni con los derechos de la Iglesia. Quizá pudiera sostenerse esta tesis, si en esa cuestión, esencialmente práctica, fuera dado el atenerse rigurosamente al valor gramatical de las palabras, abstrayendo de ellas el espíritu que las anima, que las dictó, que las aplica, y que expresa su genuino sentido. Por desgracia los principios de 1789 no son letra muerta: se han manifestado por hecho, leyes y crímenes enormes que no pueden dejar duda de su verdadero carácter. La Revolución, la Revolución anticristiana los proclama como sus principios propios, atribuyéndoles la gloria de sus pretendidas hazañas; y los revolucionarios no dejan de invocarlos contra la Iglesia.
¿Cómo, pues, estos famosos principios no horrorizan a los hombres honrados? Porque en ellos se encuentran la verdad hábilmente confundida con la mentira, y ésta pasa aquí, como siempre, a la sombra de aquélla.
En efecto, varios de los principios de 1789, son verdades antiguas del derecho francés o del derecho político cristiano, que los abusos del cesarismo galicano habían relegado al olvido y que la pueril ignorancia de los constituyentes les hizo tomar por un descubrimiento admirable. Otros son verdades de sentido común, que nadie se atrevería hoy día a formular seriamente; pero todas estas verdades están dominadas por un principio, que da el verdadero carácter a esta declaración, y es el principio revolucionario de la independencia absoluta de la sociedad: principio que rechaza en lo sucesivo toda dirección cristiana, que quiere que el hombre solo dependa de sí mismo y no tenga más leyes que su voluntad, sin ocuparse de lo que Dios enseña y prescribe por medio de su Iglesia. La voluntad del pueblo soberano sustituída a la del Dios soberano; la ley humana pisoteando la verdad revelada; el derecho puramente natural haciendo abstracción del derecho católico; en una palabra, sustituir esos pretendidos derechos del hombre a los derechos eternos de Jesucristo: tal es la declaración de 1789.
Hasta entonces se había reconocido a la Iglesia como el órgano de Dios respecto de las sociedades y de los individuos; y si bien es verdad que da algunos siglos acá nose le quería reconocer en la práctica este derecho de suprema dirección moral, nunca llegó la osadía hasta el punto de negárselo formalmente.
Así, pues, los principios de 1789, considerados asiladamente distan mucho de ser enteramente revolucionarios; pero en su conjunto, y sobre todo en la idea que los domina, constituyen una audaz rebeldía del hombre contra Dios, y un rompimiento sacrílego entre la sociedad y nuestro Señor Jesucristo, Rey de los pueblos y Rey de reyes. En los principios de 1789, lo que vituperamos es este elemento de rebelión anticristiana; lejos de repudiarlas, defendemos como nuestras las grandes máximas de verdadera libertad, de igualdad y fraternidad universal, que la Revolución trastorna y pretende haber dado al mundo.
En conciencia, no puede un católico admitir todos los principios de 1789. Menos aún le es permitido inspirarse en el espíritu que los dictó, y que los interpreta y aplica.
Pero siendo este asunto muy complejo, lo precisaremos más y más.
Cómo la Revolución para hacerse aceptar, se esconde bajo los nombres más sagrados.
Si la Revolución se mostrase tal cual es, espantaría a todas las gentes honradas; por esto se oculta bajo nombres respetables, como el lobo bajo la piel de oveja.
Aprovechando el religioso respeto que la Iglesia imprime hace diez y ocho siglos a las ideas de libertad, de progreso, de ley, de autoridad y civilización, la Revolución se adorna con todos estos nombres venerados, y así seduce a multitud de espíritus sinceros. Si hemos de darle crédito, no pretende sino la felicidad de los pueblos, la destrucción de los abusos, la abolición de la miseria; promete a todos el bienestar, la prosperidad, y no sé qué edad de oro desconocida hasta hoy.
No la creáis. Su padre, la antigua serpiente del paraíso terrenal, ya decía lo mismo a la infeliz Eva: “No temas; escuchádme, y seréis como dioses”. Ya sabéis en qué especie de dioses nos hemos transformado. Los pueblos que escuchan a la Revolución pronto son castigados por aquello mismo en que pecan; pues si las ciudades se embellecen y se multiplican los ferrocarriles (lo que no es, digámoslo muy alto, la obra de la Revolución, sino el simple resultado de un progreso natural), por otra parte la miseria pública aumenta por doquier, se pierde la dicha, todo se materializa, se aumentan los impuestos de un modo enorme, y las buenas libertades desaparecen; en nombre de la libertad, retrocédese poco a poco a la brutal esclavitud de los paganos; en nombre de la civilización piérdese todo el fruto de las conquistas del Cristianismo sobre la barbarie; en nombre de la ley, una autoridad sin freno y que nadie contiene nos impone todos sus caprichos: tal es el progreso.
Por lo demás, cómo podría salir el bien del mal? Y ¿cómo sería capaz de edificar cosa alguna el principio de destrucción?
“Nuestro principio, ha dicho un audaz revolucionario, es la negación de todo dogma; la incógnita que buscamos, la nada. Negar, negar siempre ; allí está nuestro método, que nos ha conducido a sentar como principios: en religión, el ateísmo; en política, la anarquía; en economía política, la abolición de la propiedad”.1
¡Desconfiemos, pues, de la Revolución; desconfiemos de Satanás, bajo cualquier nombre que se oculte!
¡Pobres ovejas! ¿Cuándo escucharéis la voz del buen Pastor que quiere defendernos de los dientes del lobo, y que quiere arrancar a la malvada bestia el suave vellón bajo cuya mentida cubierta penetra hasta lo más interior del aprisco?
X
La Prensa y la Revolución
La prensa, en sí misma, no es buena ni mala. Es un poderoso invento que tanto puede servir para el bien como para el mal; todo depende del uso que de él se haga.
Preciso es confesar, sin embargo, que, a consecuencia del pecado original, la prensa más ha servido para el mal que para el bien, y que se abusa de ella en formidables proporciones.
En nuestro siglo la prensa es la gran palanca de la Revolución. Para no hablar sino del periodismo, que es el estado de la prensa más activo e influyente, nadie podrá negar que los periódicos son el mayor peligro para el trono y el altar. Sin salir de nuestra patria, puede que en quinientos cuarenta periódicos no haya treinta que sean verdaderamente cristianos. Por ochenta o cien mil lectores de papeles públicos y respetuosos con la fe, la Iglesia, el poder y los sanos principios, hay cinco o seis millones que beben sin cesar el veneno destructor que les ofrecen continuamente los periódicos.
La prensa es en manos de la Revolución un gran aparato para hacer con los hombres algo semejante a lo que se hace con los pájaros. Cuando se quiere enseñar a un pájaro un canto cualquiera, se le repite, este canto diez o veinte veces al día, con un instrumento ad hoc. Los jefes del partido revolucionario, para formar, como dicen, la opinión pública, para meter en las cabezas sus fatales ideas, recurren a la prensa; y cada día dan vueltas a la llave del organillo; cada día repiten en sus periódicos la cantinela que quieren enseñar al público, y pronto éste la canta, como los canarios. Ahí tenéis la opinión pública, esa opinión pública que es preciso seguir para ser uno de su tiempo, como dicen muchos que se creen cuerdos y no pocos que quieren pasar por católicos.
Respecto a la Iglesia, que no quiere aprender la canción se emplea otro medio. La Revolución procura adormecerla. Pretende como todos saben, que la Iglesia católica ya no está a la alta del siglo. Con hipócrita benevolencia finge querer armonizarla con las ideas modernas; pero en realidad quiere matarla. Acércase, pues, a la Iglesia y le presenta su pérfido aparato, la prensa; le dice palabras halagadoras, le hace declaraciones piadosas, y procura adormecer a los guardianes de la fe. La Iglesia desconfía, el Papa y los obispos rechazan tales lecciones. Entonces la Revolución arroja la máscara; transforma su aparato en máquina de guerra, y ataca de frente a esa enemiga que no ha podido adoctrinar ni ahogar.
Y lo que digo del periodismo en nuestra patria, debe decirse quizá con más razón, de Inglaterra, Bélgica, Rusia, Alemania, Suiza, y sobre todo del Piamonte y de la infeliz Italia. Mil cuatrocientos o mil quinientos periódicos se publican diariamente en Europa y pocos de éstos son amigos verdaderos de la Iglesia.
Comprende fácilmente que no puede dejar de ser así, quien penetra un poco en los misterios de la redacción de los periódicos. Salvo honrosas y raras excepciones, los periodistas de profesión ejercen un verdadero oficio en detrimento del público. No tienen convicciones religiosas ni políticas; su conciencia está en el tintero, y venden la tinta al que mejor la paga. Según el interés de su bolsillo, harto vacío regularmente por malas conductas, pleitean con noble ardor, por el pro o por el contra, riéndose de sus crédulos lectores. Halagan el espíritu de oposición a fin de aumentar el número de los abonados; y los periódicos más malos y más insulsos son con harta frecuencia los que tienen mejor éxito. ¡He aquí los maestros de la sociedad! ¡Y en qué manos ha venido a parar la conciencia pública!
A impulso de las sociedades secretas, el periodismo revolucionario dispara todas sus plumas contra la Iglesia, y hará perder la fe a Europa, si Dios, en su misericordia, no desbarata pronto esta conspiración vasta e infernal!
XI
Los principios de 1789
Muchos hablan de los principios de 1789,y casi nadie sabe en qué consisten. No es extraño; las palabras con que los formularon son tan clásicas e indefinidas, que cada cual las interpreta a su gusto. Las gentes honradas de cortos alcances, no ven en ellos nada precisamente malo; en cambio los demagogos encuentran en ellos lo que les conviene. Existe a favor de estos principios extraña emulación de cariño; están escritos en veinte banderas rivales; cada cual los defiende contra todos, y todos dicen que los demás los falsean, o los comprometen, o les hacen traición. Procuremos aquí, a la luz indefectible de la fe católica, no falsearlos, ni comprometerlos, ni hacerles traición, sino comprenderlos bien, medir sus profundidades, y descubrir en sus pliegues más ocultos a la vieja serpiente, que es el alma verdadera de tales principios. No exageraremos, pero sí procuraremos examinarlo todo.
Contemplando las obras de esos a quienes se llama con orgullo, padres de la libertad y fundadores de la sociedad moderna, veremos, según la expresión de Bossuet, “si aquellos que se nos presentan como reformadores del género humano, han aumentado o disminuído sus males; si es preciso mirarlos como reformadores que le corrigen, o como azotes enviados por Dios para castigarle”.
La Asamblea constituyente, que en 1789 destruyó, por el derecho del más fuerte, la antigua constitución de la Iglesia en Francia; que el 4 de Agosto suprimió los justos tributos con que subsistía; que en 27 de Septiembre despojó las iglesias de sus vasos sagrados, en 18 de Octubre anuló la Órdenes religiosas, y, en fin, en 2 de Noviembre robó las propiedades eclesiásticas, preparando así el acto herético y cismático a que se dio el nombre de Constitución civil del clero y fue promulgada el año siguiente; es misma Asamblea formuló en diez y siete artículos, lo que se llama la declaración de los derechos del hombre, y que más bien debería haberse llamado la supresión de los derechos de Dios. Esos artículos encierran principios sociales que se han hecho célebres bajo el nombre de principios de 1789.
Algunos católicos, con el loable propósito de ganar para la Iglesia las simpatías de las sociedades modernas, han procurado demostrar, no sin trabajo, que los principios de aquella célebre declaración no estaban en oposición con la fe ni con los derechos de la Iglesia. Quizá pudiera sostenerse esta tesis, si en esa cuestión, esencialmente práctica, fuera dado el atenerse rigurosamente al valor gramatical de las palabras, abstrayendo de ellas el espíritu que las anima, que las dictó, que las aplica, y que expresa su genuino sentido. Por desgracia los principios de 1789 no son letra muerta: se han manifestado por hecho, leyes y crímenes enormes que no pueden dejar duda de su verdadero carácter. La Revolución, la Revolución anticristiana los proclama como sus principios propios, atribuyéndoles la gloria de sus pretendidas hazañas; y los revolucionarios no dejan de invocarlos contra la Iglesia.
¿Cómo, pues, estos famosos principios no horrorizan a los hombres honrados? Porque en ellos se encuentran la verdad hábilmente confundida con la mentira, y ésta pasa aquí, como siempre, a la sombra de aquélla.
En efecto, varios de los principios de 1789, son verdades antiguas del derecho francés o del derecho político cristiano, que los abusos del cesarismo galicano habían relegado al olvido y que la pueril ignorancia de los constituyentes les hizo tomar por un descubrimiento admirable. Otros son verdades de sentido común, que nadie se atrevería hoy día a formular seriamente; pero todas estas verdades están dominadas por un principio, que da el verdadero carácter a esta declaración, y es el principio revolucionario de la independencia absoluta de la sociedad: principio que rechaza en lo sucesivo toda dirección cristiana, que quiere que el hombre solo dependa de sí mismo y no tenga más leyes que su voluntad, sin ocuparse de lo que Dios enseña y prescribe por medio de su Iglesia. La voluntad del pueblo soberano sustituída a la del Dios soberano; la ley humana pisoteando la verdad revelada; el derecho puramente natural haciendo abstracción del derecho católico; en una palabra, sustituir esos pretendidos derechos del hombre a los derechos eternos de Jesucristo: tal es la declaración de 1789.
Hasta entonces se había reconocido a la Iglesia como el órgano de Dios respecto de las sociedades y de los individuos; y si bien es verdad que da algunos siglos acá nose le quería reconocer en la práctica este derecho de suprema dirección moral, nunca llegó la osadía hasta el punto de negárselo formalmente.
Así, pues, los principios de 1789, considerados asiladamente distan mucho de ser enteramente revolucionarios; pero en su conjunto, y sobre todo en la idea que los domina, constituyen una audaz rebeldía del hombre contra Dios, y un rompimiento sacrílego entre la sociedad y nuestro Señor Jesucristo, Rey de los pueblos y Rey de reyes. En los principios de 1789, lo que vituperamos es este elemento de rebelión anticristiana; lejos de repudiarlas, defendemos como nuestras las grandes máximas de verdadera libertad, de igualdad y fraternidad universal, que la Revolución trastorna y pretende haber dado al mundo.
En conciencia, no puede un católico admitir todos los principios de 1789. Menos aún le es permitido inspirarse en el espíritu que los dictó, y que los interpreta y aplica.
Pero siendo este asunto muy complejo, lo precisaremos más y más.
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