(LA REVOLUCIÓN - Monseñor De Segur)
XVI
La Revolución sabe muy bien que en fondo no es sino la anarquía y que ésta infunde terror a todos. Para disimular su principio y tomar las apariencias de orden, se adorna enfáticamente con lo que llama legalidad, diciendo que sólo obra en nombre de la ley. En 1789 minó el orden social, político y religioso en nombre de la ley; en nombre de la ley decretó en 1791 el cisma y la persecución, y en 1793, siempre en nombre de la ley, asesinó al Rey de Francia, estableció el Terror, y cometió los horribles atentados que todos saben. En nombre de la ley desde medio siglo hace la guerra a la Iglesia, al Poder y a la verdadera libertad. No será, pues, inútil recordar aquí brevemente la verdadera noción de la ley.
La ley es la expresión de la voluntad legítima del legítimo superior. Para que una ley nos obligue en conciencia, y para que sea verdaderamente una ley, son precisas esas dos condiciones esenciales: 1ª que emane de nuestro legítimo superior; 2ª que no sea un capricho, una voluntad mala y perversa de este mismo superior. Por eso dije antes una voluntad legítima.
¿Cuáles son nuestros legítimos superiores? ¿Cuándo son legítimas sus voluntades? Dos preguntas fáciles de resolver.
Sólo Dios, propiamente hablando, es nuestro superior; y si en la tierra estamos obligados a obedecer a otros hombres, es porque Dios les confía el poder de mandarnos. Son nuestros superiores, como depositarios de la autoridad de Dios. Todo superior sobre la tierra no es más que un delegado de Dios, un representante suyo, que nunca debe imponer a sus subordinados una voluntad opuesta a la de Dios. Este principio es el fundamento de toda ley.
Nosotros tenemos en el mundo tres clases de superiores: el Papa y el Obispo en el orden religioso, el soberano en el orden civil y político, el padre en el orden de la familia. Cada uno de éstos es superior legítimo, y tiene derecho de mandarnos en nombre de Dios; pero observando por su parte y ante todo, el orden por Él establecido. Este orden, como hemos dicho, es la subordinación regular de la familia al Estado, y del uno y de la otra a la Iglesia.
Así, pues, para que una disposición de mi madre me obligue en conciencia, es absolutamente necesario lo que he afirmado; pero también basta para ello que no esté en oposición evidente con una ley superior, esto es, con la ley del Estado o la ley de la Iglesia. Para que un mandato de la ley civil me obligue a su vez, es preciso y basta que no sea contrario a una ley o a la dirección de la Iglesia. Sin esta condición indispensable no estamos obligados a obedecer, a lo menos en conciencia, y lejos de ser una ley, este mandato no es más que un abuso del poder, un capricho tiránico, una violación flagrante y culpable del orden divino.
En cuanto a la Iglesia, su garantía con respecto a nosotros descansa sobre la palabra del mismo Dios, quien la asiste siempre en el ejercicio de su poder. Ella tiene el privilegio divino e incomunicable de la infalibilidad en toda su doctrina, de tal suerte, que tanto las naciones como los individuos, pueden entregarse con toda confianza y sin ningún riesgo a su dirección, y recibir sus mandatos. Escuchar a la Iglesia, es siempre escuchar a Dios; despreciarla, es siempre despreciar a Dios: “Quien os escucha, me escucha: quien os desprecia, me desprecia”.
No existe, pues, relación alguna entre la ley, la verdadera ley, y lo que la Revolución se atreve a llamar ley. Ella dice: “La ley es la expresión de la voluntad general”. No por cierto; la ley es la voluntad de Dios; y la voluntad general es nada, o más bien es criminal, desde que está en oposición con esta voluntad divina promulgada infaliblemente por la Iglesia católica. Aquí no es posible la duda, es cuestión de fe y de sentido común.
En el Estado cesárico la ley, la verdadera ley que obliga en conciencia, no es tampoco la expresión de la voluntad del soberano, me refiero a su voluntad caprichosa, opuesta a la de Dios, Soberano de los soberanos. El cesarismo es la dominación autocrática y brutal del hombre. La ley cesárica no es ley; a menudo no es otra cosa que blasfemia y sacrilegio enmascarado de ley. La ley, por tanto, no es la expresión de la voluntad del hombre, independiente de la de Dios.
Tampoco es la expresión de la voluntad del pueblo o de los representantes de éste. Las naciones, como los individuos, tienen por primer deber estar sometidos en todas las cosas a la santa voluntad de Dios y a las enseñanzas de la Iglesia. Si la ley fuese verdaderamente expresión de la voluntad general, sería el sufragio universal quien fabricaría la ley, no sólo con mayor autoridad, sino también con más perfección. Pero de ochenta años acá, harto vemos por desgracia qué es lo que da de sí el sufragio universal; invención revolucionaria, ciega, absurda, monstruosa; que conduce a los abismos, y que no ha mucho llamaba Pío XI con tanta razón “la mentira universal”.
Observemos, finalmente, en la definición de la ley por los hombres de 1789, la habilidad pérfida de la incredulidad revolucionaria: no ataca de frente el dogma católico; hace como si éste no existiera, y así acostumbra a los pueblos y a los mismos soberanos a prescindir de Dios, de la Iglesia y del Cristianismo entero. Es como la religión del hombre de bien, que pretende remplazar a la religión cristiana, y que no es otra cosa que la ausencia completa de religión. El ateísmo social y legal data de 1789; es muy real, aunque puramente negativa. No más Dios, no más Cristo, no más Iglesia, no más fe; y lugar de todo esto, el pueblo y la ley. Yo considero la ley y la legalidad, tal cual la Revolución nos la hace practicar, como una seducción satánica, más peligrosa que todas las violencias.
Excusado es decir que todas las leyes civiles y políticas que no son contrarias a las leyes y derechos de la Iglesia, obligan en conciencia a sacerdotes y obispos, lo mismo que a los otros ciudadanos. En caso de duda, solamente la Iglesia, por medio de los Obispos y del Soberano Pontífice, tiene facultad para decidir si es preciso obedecer. Si, al contrario, la ley civil es evidentemente contraria al derecho católico, entonces viene el caso de contestar, como los primeros discípulos de Jesucristo. “Más vale obedecer a Dios que a los hombres”. En otros términos, es preciso saber padecer y morir.
La Revolución sabe muy bien que en fondo no es sino la anarquía y que ésta infunde terror a todos. Para disimular su principio y tomar las apariencias de orden, se adorna enfáticamente con lo que llama legalidad, diciendo que sólo obra en nombre de la ley. En 1789 minó el orden social, político y religioso en nombre de la ley; en nombre de la ley decretó en 1791 el cisma y la persecución, y en 1793, siempre en nombre de la ley, asesinó al Rey de Francia, estableció el Terror, y cometió los horribles atentados que todos saben. En nombre de la ley desde medio siglo hace la guerra a la Iglesia, al Poder y a la verdadera libertad. No será, pues, inútil recordar aquí brevemente la verdadera noción de la ley.
La ley es la expresión de la voluntad legítima del legítimo superior. Para que una ley nos obligue en conciencia, y para que sea verdaderamente una ley, son precisas esas dos condiciones esenciales: 1ª que emane de nuestro legítimo superior; 2ª que no sea un capricho, una voluntad mala y perversa de este mismo superior. Por eso dije antes una voluntad legítima.
¿Cuáles son nuestros legítimos superiores? ¿Cuándo son legítimas sus voluntades? Dos preguntas fáciles de resolver.
Sólo Dios, propiamente hablando, es nuestro superior; y si en la tierra estamos obligados a obedecer a otros hombres, es porque Dios les confía el poder de mandarnos. Son nuestros superiores, como depositarios de la autoridad de Dios. Todo superior sobre la tierra no es más que un delegado de Dios, un representante suyo, que nunca debe imponer a sus subordinados una voluntad opuesta a la de Dios. Este principio es el fundamento de toda ley.
Nosotros tenemos en el mundo tres clases de superiores: el Papa y el Obispo en el orden religioso, el soberano en el orden civil y político, el padre en el orden de la familia. Cada uno de éstos es superior legítimo, y tiene derecho de mandarnos en nombre de Dios; pero observando por su parte y ante todo, el orden por Él establecido. Este orden, como hemos dicho, es la subordinación regular de la familia al Estado, y del uno y de la otra a la Iglesia.
Así, pues, para que una disposición de mi madre me obligue en conciencia, es absolutamente necesario lo que he afirmado; pero también basta para ello que no esté en oposición evidente con una ley superior, esto es, con la ley del Estado o la ley de la Iglesia. Para que un mandato de la ley civil me obligue a su vez, es preciso y basta que no sea contrario a una ley o a la dirección de la Iglesia. Sin esta condición indispensable no estamos obligados a obedecer, a lo menos en conciencia, y lejos de ser una ley, este mandato no es más que un abuso del poder, un capricho tiránico, una violación flagrante y culpable del orden divino.
En cuanto a la Iglesia, su garantía con respecto a nosotros descansa sobre la palabra del mismo Dios, quien la asiste siempre en el ejercicio de su poder. Ella tiene el privilegio divino e incomunicable de la infalibilidad en toda su doctrina, de tal suerte, que tanto las naciones como los individuos, pueden entregarse con toda confianza y sin ningún riesgo a su dirección, y recibir sus mandatos. Escuchar a la Iglesia, es siempre escuchar a Dios; despreciarla, es siempre despreciar a Dios: “Quien os escucha, me escucha: quien os desprecia, me desprecia”.
No existe, pues, relación alguna entre la ley, la verdadera ley, y lo que la Revolución se atreve a llamar ley. Ella dice: “La ley es la expresión de la voluntad general”. No por cierto; la ley es la voluntad de Dios; y la voluntad general es nada, o más bien es criminal, desde que está en oposición con esta voluntad divina promulgada infaliblemente por la Iglesia católica. Aquí no es posible la duda, es cuestión de fe y de sentido común.
En el Estado cesárico la ley, la verdadera ley que obliga en conciencia, no es tampoco la expresión de la voluntad del soberano, me refiero a su voluntad caprichosa, opuesta a la de Dios, Soberano de los soberanos. El cesarismo es la dominación autocrática y brutal del hombre. La ley cesárica no es ley; a menudo no es otra cosa que blasfemia y sacrilegio enmascarado de ley. La ley, por tanto, no es la expresión de la voluntad del hombre, independiente de la de Dios.
Tampoco es la expresión de la voluntad del pueblo o de los representantes de éste. Las naciones, como los individuos, tienen por primer deber estar sometidos en todas las cosas a la santa voluntad de Dios y a las enseñanzas de la Iglesia. Si la ley fuese verdaderamente expresión de la voluntad general, sería el sufragio universal quien fabricaría la ley, no sólo con mayor autoridad, sino también con más perfección. Pero de ochenta años acá, harto vemos por desgracia qué es lo que da de sí el sufragio universal; invención revolucionaria, ciega, absurda, monstruosa; que conduce a los abismos, y que no ha mucho llamaba Pío XI con tanta razón “la mentira universal”.
Observemos, finalmente, en la definición de la ley por los hombres de 1789, la habilidad pérfida de la incredulidad revolucionaria: no ataca de frente el dogma católico; hace como si éste no existiera, y así acostumbra a los pueblos y a los mismos soberanos a prescindir de Dios, de la Iglesia y del Cristianismo entero. Es como la religión del hombre de bien, que pretende remplazar a la religión cristiana, y que no es otra cosa que la ausencia completa de religión. El ateísmo social y legal data de 1789; es muy real, aunque puramente negativa. No más Dios, no más Cristo, no más Iglesia, no más fe; y lugar de todo esto, el pueblo y la ley. Yo considero la ley y la legalidad, tal cual la Revolución nos la hace practicar, como una seducción satánica, más peligrosa que todas las violencias.
Excusado es decir que todas las leyes civiles y políticas que no son contrarias a las leyes y derechos de la Iglesia, obligan en conciencia a sacerdotes y obispos, lo mismo que a los otros ciudadanos. En caso de duda, solamente la Iglesia, por medio de los Obispos y del Soberano Pontífice, tiene facultad para decidir si es preciso obedecer. Si, al contrario, la ley civil es evidentemente contraria al derecho católico, entonces viene el caso de contestar, como los primeros discípulos de Jesucristo. “Más vale obedecer a Dios que a los hombres”. En otros términos, es preciso saber padecer y morir.
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