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sábado, 21 de enero de 2012

La República


(LA REVOLUCIÓN - Monseñor De Segur)


XV

La Revolución se siente irresistiblemente atraída a esa forma de gobierno que llaman república, al propio tiempo que profesa invencible antipatía a las otras dos formas de gobierno: aristocracia y monarquía.

Y sin embargo, una república puede muy bien no ser revolucionaria, y una monarquía o una aristocracia pueden serlo completamente. No es la forma política de un gobierno lo que le hace pasar al campo de la Revolución, sino los principios que adopta y según los cuales se dirige. Todo gobierno que no respeta, en teoría y en práctica, en su legislación y en sus actos, los derechos imprescriptibles de Dios y de la Iglesia, es un gobierno revolucionario. Sea monarquía hereditaria, electiva o constitucional; sea aristocracia o Parlamento; sea república, confederación, etc., siempre será revolucionario si se subleva contra el orden divino; pero no cuando lo respeta.


Sentado esto, no deja de ser curioso observar que la forma democrática o republicana es la única que no tiene ninguna sanción divina. Las dos sociedades constituidas directamente por Dios recibieron de su paternal sabiduría la forma monárquica, templada, o mejor, fortalecida por la aristocracia. La familia es una monarquía en la que el padre manda y gobierna como soberano, pero con la asistencia de la madre, que representa el elemento aristocrático y cuya autoridad es real, aunque secundaria. En cuanto a los hijos, elemento democrático, no tienen en la familia ninguna autoridad propiamente dicha.

Lo mismo sucede con la Iglesia. Esta es una monarquía espiritual fortalecida por la aristocracia. El Papa es verdaderamente el monarca religioso de los hombres; pero al lado de su poder supremo, Dios estableció el poder del Episcopado, que forma en la Iglesia el poder aristocrático. La multitud de los fieles, que es el elemento democrático, no tiene más autoridad que los hijos en la familia.

¿No sería razonable deducir de este doble acto divino que la democracia no es hija del cielo, y que la república, al menos tal como se le entiende en nuestros días, tiene relaciones secretas con el principio fatal de la Revolución? “La democracia, dice Proudhon, definidor nada sospechoso, ES LA ENVIDIA”.  Ahora bien, la envidia, según Bossuet, no es más que “el negro secreto efecto de un orgullo importante”. Un gracioso algo cáustico decía no ha mucho: “¡Democracia!” Puede que la comparación sea fuerte, pero algo de verdad pudiera encerrar. Lo cierto es que, siendo casi siempre las repúblicas unas verdaderas behetrías, todos los enredadores, todos los abogados sin pleitos, todos los médicos sin clientela, todos los habladores y todos los ambiciosos de baja estofa, encuentran fácilmente en ellas su comedero; y el diablo nada pide más que pescar en esta agua turbia. La república trae invariablemente en pos de sí la anarquía o el despotismo, y por esto es tan querida de la Revolución.

En Francia la experiencia lo ha demostrado hasta la evidencia. Por tres veces este desdichado y loco país ha ensayado la república: en 1792 la república se trocó inmediatamente en la horrible Convención, con el Terror, con el sangriento reinado del cadalso con la bancarrota, con la guerra civil, con la destrucción de la Religión, con las locuras y crueldades del Directorio y con la ruina pública; en 1848 originó inmediatamente las matanzas de Junio y las amenazas de una espantosa sedición; en 1870 bajó en seguida hasta la Comune, cuyo sólo nombre es sinónimo de todos los crímenes y de todas las vergüenzas. En el momento en que escribo, ¡sabe Dios qué nuevos abismos abre bajo nuestros pies! Las dos primeras repúblicas trajeron, como fatal consecuencia, el cesarismo y el despotismo imperial, y todo hace prever que, si Dios no lo remedia, la tercera tendrá mas terribles resultados, sin contar los horrores prusianos de una nueva invasión.

Sin proscribir absolutamente en sí mismas las ideas republicanas, aconsejo encarecidamente a los jóvenes que desconfíen mucho de ellas, pues de lo contrario, se exponen a perder los verdaderos y buenos instintos de la fe y de la obediencia, sin contar el grave peligro de trastornárseles la cabeza, como a tantos ha sucedido.

Al extremo opuesto se encuentra el absolutismo real o imperial, por otro nombre cesarismo, eso, es el poder sin trono ni intervención alguna, y yo creo verdaderamente que éste es todavía más fatal que la peor de las repúblicas. La nación entera está sujeta, como bajo los emperadores paganos y como el pueblo ruso, a la merced de un solo hombre, y este hombre está armado con todos los poderes. El cesarismo es en sumo anticristiano y revolucionario.

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