SOCIABILIDAD DEL HOMBRE.
No estoy yo solo en el universo. Al mirar en torno mío, me
contemplo en mis semejantes, y en ellos hallo mi propia imagen mil y mil veces
repetida; y si penetro en su corazón, admiro en él como en el mío una misma ley
de justicia y de puro y divino amor, y encuentro con asombro las pasiones y los
sentimientos del alma mía, y aquella fuerza interior, vaga, misteriosa,
invisible, que me impele hacia el bien y me extasía ante la virtud ; y si
abarco la humanidad con la mirada inmensa del pensamiento, veo por todas partes
unidad de fin, armonía de inteligencias, concordia de voluntades; veo, en fin,
al ser humano que, unido en una misma ley social, avanza libre y majestuoso
persiguiendo al través del tiempo y del espacio la perfección indefinida: fin
grandioso y sublime destino que a sus acciones impuso el Ser Supremo.
El hombre es por su naturaleza un ser social; hijo de una sociedad,
es la sociabilidad uno de los elementos constitutivos de su ser; nace y vive
entre sus semejantes, y sólo entre ellos le es grata la existencia, sólo entre ellos
puede cumplir la ley de cariño y de amor que siente en su corazón; sólo entre
ellos puede caminar hacia su destino de perfección indefinida. Y reparad cómo
en todos los períodos de la vida humana sobresale este instinto de
sociabilidad. Nace el niño, abre los ojos, y al instante tiende los brazos a su
madre, gime y llora, no puede hablar; pero el instinto, supliendo en él la
falta de razón, le hace implorar la piedad materna, para que se apiade de él y
no le abandone, pues necesita largos años y el calor del regazo materno y el
amor inefable de un padre. Rodeado desde el nacer de necesidades y flaquezas, no
podría sin el cariño incomparable de los que le dieron el ser pasar el período
más crítico de su existencia, el largo y penoso período de la infancia.
Corren los años, y van disminuyendo insensiblemente las
debilidades de la niñez; pero surge entonces un nuevo vínculo social, que no es
ni el de la imperiosa necesidad, ni el del instinto de conservación, sino el
vínculo admirable del amor filial, que sólo brota en el corazón del hombre y trae
consigo al hogar doméstico días de pura e inocente alegría, años demasiado
breves, de grato consuelo y de dulce esperanza. Brotan luego sucesivamente mil
diversos sentimientos, mil distintos afectos; se enciende poco a poco el fuego
de las pasiones, y el amor y el odio, el cariño y la aversión, la alegría y la
tristeza, la ira y la templanza empeñan cruda guerra en el pecho del
adolescente.
Alcanzan toda su madurez los bríos juveniles, y se apodera de su
ánimo no sé qué espíritu de independencia, no sé qué aspiraciones de libertad,
que convierten en insufrible opresión el más dulce y suave de todos los yugos,
el yugo de la autoridad paterna. Cuando sopla, este viento huracanado, es
cuando más podría pensar el hombre en separarse de sus semejantes, en alejarse
de la sociedad, y en ir a pasar en el fondo de un desierto el resto de su
existencia: fuerte y robusto se siente entonces su cuerpo, ningún temor le
arredra, busca frenético peligros y aventuras; mas entonces estalla en su
corazón una pasión vehemente, insaciable, irresistible, que hasta aquel día
permaneció oculta: ama con delirio el joven, y el amor, nuevo vínculo social del
hombre , le une en conyugal consorcio y crea la sociedad matrimonial, que sólo
terminará con los días de su existencia. Entonces crece también la ambición,
que únicamente puede realizar sus fines en medio del trato de los hombres; y
así encadenado por sus pasiones, sigue el hombre necesitando para su existencia
el elemento natural de la vida social.
Y cuando pasaron ya los hermosos días de la primavera de nuestra
vida, y los de la madurez de la edad; cuando vivimos en el límite supremo del
mundo de los recuerdos y del mundo de la eternidad, brotan de nuevo las
necesidades de la infancia, y uniéndose al entrañable cariño de nuestros hijos,
y a los estrechos vínculos del grato recuerdo de antiguas amistades, esperarnos
tranquilos y contentos la hora postrera de la separación, confiando en que con veneración
se cumplirán nuestras últimas voluntades, y llenos del dulce consuelo de que
sobre nuestra tumba se oirán piadosas oraciones, y que con lágrimas de cariño
se regarán las matas de melancólicas flores que en torno de nuestra losa
sepulcral plantó la tierna piedad de una mano amiga.
Sí: es la sociedad una institución divina, en la cual tiene el
hombre que pasar su existencia; es el complemento de la personalidad humana, la
portentosa naturaleza donde vive, crece y se desarrolla el rey de la creación,
y la atmósfera misteriosa en la cual únicamente puede respirar nuestro entendimiento
y en cuyas ideales regiones nos es dado alcanzar la perfección indefinida.
Tanto se ha hablado ya sobre el pacto social, que inútil se hace
recordar los incontestables argumentos que destruyen su ridícula teoría. No
expondré aquí el conocido dilema histórico, que él solo bastaría para desechar tan
perniciosa doctrina, Si nació de un pacto la sociedad, este pacto es un hecho,
y un hecho notable entre todos, pues de él nacieron todos nuestros derechos y nuestros
deberes sociales. Pero si es un hecho tan trascendental, deben existir pruebas
palpables de su existencia; y estas pruebas las reclama la humanidad por él
encadenada; la humanidad, que no contentándose con paradojas de sofistas, pide
con razón que se le enseñe tan siquiera un documento en donde vea que renunció
a su libertad y a su albedrío, y que enajenó su igualdad y su independencia para
vivir en la opresión y en la esclavitud social. En vano se buscará tal
documento en el eterno archivo de la Historia, pues sólo en el siglo pasado fue
cuando se le ocurrió a un filósofo enseñar a la humanidad que, libre en un principio,
andando el tiempo se esclavizó por un capricho.
Los filósofos del pacto social, saliéndose de todas las tradiciones
de la Historia y negando los más íntimos sentimientos de la naturaleza humana,
suponen a nuestros primeros padres viviendo aislados vida salvaje en medio de
los bosques; crean hombres abstractos en selvas abstractas; hacen de ellos
seres desgraciados , sin sentimientos, sin creencias , sin necesidades morales;
seres infortunados, sin porvenir y sin destino, que, como los filósofos de la
Enciclopedia , viven en el caos absoluto del entendimiento: escépticos por
instinto, porque desconocen los inefables consuelos que tiene para el ser humano
la fe arraigada y el profundo convencimiento, y sienten vacío el corazón porque
en él no ha brotado la más leve sensación de ternura y de cariño. El siglo XVIII,
al fantasear los autores del pacto social, al fingir unos inventores de la sociedad
humana, inconscientemente reflejó en ellos su propio carácter: les negó todo
sentimiento religioso, todo instinto poético y toda idea de amor y de cariño,
que espontáneamente crecen en el corazón del hombre durante los días de la
infancia de las sociedades; y en lugar de esos vínculos de unión, en lugar de
esos elementos de progreso y de sociabilidad, colocó en sus manos el hacha y la
flecha del salvaje, símbolos eternos de destrucción y de discordia; les dio el
genio que destruye y no el genio que edifica; pintó en ellos el carácter escéptico
y frio del enciclopedista y no el entusiasmo religioso, los poéticos y nobles
sentimientos del hombre, al verse por vez primera rey de la creación y al
contemplar las bellezas indecibles de la primera aurora. El hombre no es, no,
el autor de la sociedad y menos aún el hombre primitivo de Rousseau; la
invención del hacha de piedra y de la flecha no son, como lo afirman los
partidarios del pacto, el primer paso dado por el ser humano hacia el estado de
sociedad; así como al nacer el león se dirigió al desierto, así como el águila
se elevó a las inaccesibles alturas de los montes, el rey de la creación,
obedeciendo a una ley imperiosa de su naturaleza, amó a sus semejantes, y en la
sociedad buscó el destino de su existencia.
El hombre se reunió en sociedad porque es un ser social por
naturaleza; porque siente en su corazón una ley imperiosa de amar a sus semejantes;
porque se lo dice su conciencia; porque se lo dicta su razón y se lo exigen las
necesidades de su alma y de su cuerpo. Alejad al hombre de la sociedad, le
veréis envilecerse y embrutecerse gradualmente, y será su condición poco
superior a la de las fieras del bosque; tendrá, si se quiere, más que instinto,
tendrá razón, tendrá también en sí el germen de la moralidad de sus acciones,
de la, perfección y del progreso indefinido; pero son plantas estas que sólo crecen
con la unión y el trato de los hombres y que sólo se desarrollan respirando el
ambiente social. Sin sociedad no hay lenguaje; sin lenguaje no hay comunicación
de ideas, y sin comunicación de ideas no existen ni artes ni ciencias, y
permanece la sociedad en eterna infancia, condenada a vivir en círculo
angustioso y fatal, que ni se ensancha ni se estrecha, y ofrece a su insaciable
actividad en el largo trascurso de los siglos el mismo limitado y monótono horizonte.
Ser ideal e inmenso, nació la sociedad al mismo tiempo que el
hombre, y desde entonces nunca ha dejado de existir.
Creada por el Supremo Hacedor para ser el santuario del progreso y
de la perfección humana, se cierne majestuosa sobre el inmenso espacio y boga
en el mar de las edades; a sus pies mueren los hombres, pasan los siglos, desaparecen
las generaciones, cambia la faz de los pueblos, y ella, avanzando siempre,
sigue inalterable en su ley de perfección. El tiempo destruye en torno suyo; pero
ella, creciendo grandiosa sobre las ruinas, recoge la herencia de lo pasado en
la agonía de los imperios y de las edades, para depositarla en la cuna de las
nuevas civilizaciones que a su vez espirarán en sus brazos. Y así, embellecida
por los siglos, atesora en su fecundo seno las riquezas del entendimiento, da vida
a las ciencias y a las artes, y comunica a las nuevas generaciones las
conquistas del tiempo pasado; por ella progresa la humanidad y camina hacia su perfección;
por ella alienta la noble ambición en el corazón humano, y la caridad, la fama,
el bienestar, la riqueza y la gloria son bienes que por ella sólo existen en el
mundo.
No quiero ni puedo detenerme en el examen de la teoría del pacto
presunto o tácito del género humano y en la refutación de las doctrinas de las demás
escuelas políticas y sociales que traen su origen de la utopía de Rousseau y se
empeñan en hallar el principio de la sociedad únicamente en la voluntad humana.
Hijas degeneradas de las doctrinas del pacto social, se destruyen todas ellas con
los mismos argumentos que antes enunciaba.
Queriendo evitar ciertas contradicciones, incurren todas ellas en inexplicables
errores; suponen que el hombre aislado, cuya inteligencia apenas funciona, pudo
concebir el estado más perfecto de la sociedad civil; suponen que esta concepción
entró igualmente y a un mismo tiempo en la mente del mayor número de los
hombres; suponen que, libres y sin freno, buscaron éstos un freno y una opresión;
suponen que los descendientes obedecieron sin resistencia al pacto inicuo de
sus ascendientes; suponen que siendo la sociedad hija de un contrato entre los
hombres, los derechos y las obligaciones que nos impone no pueden modificarse
ni destruirse por el mutuo consentimiento de las partes ; y suponen, en fin,
que el hombre cambió de naturaleza, por un acto de su voluntad , y que ser
libre y aislado en un principio, se convirtió por un contrato en un ser social
y esclavo. ¿Puede reunirse en menos trecho mayor número de absurdos errores?
Fruto legítimo de las funestas doctrinas de los siglos XVII y XVIII la teoría del
pacto social está destinada a servir de escarnio y mofa a las venideras
generaciones, que nunca podrán figurarse, en su asombro, cómo pudo tener jamás
partidarios tan extraña locura, y sobre todo, cómo pudieron realizarse a nombre
suyo tantas y tan sangrientas revoluciones.
Al lado de estas aberraciones de la inteligencia, surge otra
escuela que con más nobles, aunque erróneas doctrinas, pretende que a la
familia debe la sociedad su origen.
La familia ha sido en efecto la forma primera de la sociedad; ha
sido la primera esfera en que se ha agitado la actividad social del hombre, ha
sido el origen histórico de las tribus y de las naciones, el molde de la
sociedad política, pero de ningún modo el origen natural y primitivo de la sociedad;
y pretender lo contrario es confundir el efecto con la causa, es afirmar que
existe en nosotros la sociabilidad, porque existe la familia, mientras por el
contrario se reúne el hombre en familia porque siente en su naturaleza la ley
de sociabilidad. Nosotros creemos que la sociedad primera fue la sociedad conyugal,
y que de ella se derivan todas las demás sociedades particulares; pero es al
mismo tiempo nuestra firme creencia que de la sociabilidad humana nace a su vez
la sociedad conyugal, y que ésta no fue más que el primer producto, la creación
primera de aquella ley eterna.
Antes que existiese el hombre, tintes que fueran los mundos, antes
que de la nada saliera el universo, existía la sociabilidad en el ser
inconcebible del Altísimo: era una de las leyes de sus planes eternos, uno de
los elementos constitutivos del tipo humano, que precediendo los tiempos de la
creación vivía en la inmensidad de la concepción divina. Y cuando después de
aquellos días misteriosos de la creación, la divina omnipotencia hubo formado
los mundos: cuando hubo creado cada ser con leyes propias de existencia, sacó también
al hombre de la nada, y realizando en él la idea concebida en el presente eterno
de su incomprensible eternidad , puso en su corazón la inteligencia , y con
ella la sociabilidad. Y obedeciendo a esta ley, el hombre ha buscado siempre la
sociedad, porque es el elemento de su existencia y la esencia de su naturaleza;
sin ella perecería su cuerpo y quedaría sin desarrollo su inteligencia.
La sociedad humana es, por consiguiente, la consecuencia de la
sociabilidad del hombre. Y siendo la sociabilidad una ley eterna, puesta en
nosotros por el supremo Hacedor, la sociedad es de origen divino y no de origen
humano ; nació porque quiso Dios que el ser humano cumpliera en ella los destinos
de su existencia terrena , y no porque así lo pactaron los hombres.
Para entrar en sociedad el hombre no necesitó cambiar de
naturaleza, como lo pretenden Rousseau y su escuela; le bastó seguir los
impulsos de su corazón y cumplir las leyes de su naturaleza. Ser infinito,
inteligente y libre, se vio rodeado de sus semejantes, que como él tenían un
mismo origen y un mismo fin y aspiraban a un mismo bien; su razón le descubrió
el principio de su ser moral; su conciencia le reveló que en él existía un
natural amor para con sus hermanos; y haciendo uso de las facultades que le dio
el divino Hacedor, vio, conoció, amó; y desde entonces formó necesariamente la
sociedad humana, hija de la ley divina que obraba en su corazón, y no de un
pacto dictado por su conveniencia y contrario a su naturaleza.
Pero si el ser social forma una propiedad esencial de la
naturaleza humana, hay dos clases de sociedades en las cuales ejerce el hombre
su actividad social: constituye la primera de estas clases la sociedad
universal de todo el género humano, y pertenecen al segundo orden las
sociedades que pueden llamarse particulares.
La sociedad universal es la unión de todos los hombres en el logro
de un mismo bien, con medios legítimos entre sí concertados. El hombre, desde
el momento en que nace, pertenece a esta sociedad en calidad de miembro de la
gran familia del género humano, y no es en él potestativo el renunciar a vivir
en su seno, pues al crearle la voluntad divina, le destinó a pasar su
existencia en medio de sus semejantes. El aislamiento sería para él un
verdadero suicidio; sería ir contra sus naturales sentimientos, contra sus
naturales inclinaciones; sería, por fin, alejarse del elemento donde únicamente
puede vivir su ser moral. En esta sociedad, Dios es la autoridad única y
suprema; puso en el hombre las leyes de su infinita sabiduría, y a la criatura
no le corresponde más que obedecer y cumplir sumisa los designios de la voluntad
divina.
En la sociedad particular, Dios ejerce, por el contrario, su
autoridad de una manera mediata, pues un ser humano individual o colectivo es
el que ejerce la autoridad inmediata. La sociedad universal es siempre necesaria;
la particular puede ser necesaria y voluntaria; aquella resulta siempre por sus
fines justa y buena; ésta puede ser buena o mala: ante Dios todos los hombres son
iguales, y por consiguiente, los miembros de la sociedad universal tienen
siempre igualdad de derechos; pero la sociedad particular admite desigualdad de
los derechos de sus asociados. Una, invariable, eterna, la sociedad universal
es la grandiosa e inconmensurable esfera donde se desarrolla la actividad
social del género humano; unidos todos los hombres en su seno, se aman y se quieren
entre sí, y abrazándose se apellidan hermanos; en ella únicamente adquiere la
humanidad todo su desarrollo y cumple sus destinos de indefinida perfección; por
ella no forman los hombres más que una familia inmensa, que dirigida por el
cariño paternal y divino del Supremo Hacedor, a un mismo tiempo progresa y se
perfecciona, a un mismo tiempo ama, suspira y desea, sufre y padece, confía y
espera. Varia en su esencia, la sociedad particular es a la sociedad universal
lo que el individuo a la sociedad; es la limitada pero admirable esfera donde
libremente se agita la actividad individual del hombre en unión con otras
voluntades; en ella son más fuertes los vínculos sociales ; en ella crece, vive
y se desarrolla la institución divina de la familia; en ella aparece el amor
conyugal y el vivo y tierno cariño del padre y de la madre , del hijo y del
hermano; en ella brota, en fin, la pura alegría y el dulce consuelo de la
amistad, que uniendo a dos almas en los mismos afectos y en los mismos sentimientos,
constituye en la tierra el puro reflejo de la unión celestial de los hombres en
la vida de la eternidad.
(Tomado de "El matrimonio: su Ley Natural, su historia, su importancia social" de Joaquín Sánchez de Toca Calvo )
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