Ardua y difícil se presenta desde
luego la cuestión, pues contra la indisolubilidad del vínculo matrimonial ha
estallado hoy más que nunca en las regiones del derecho y de la filosofía una
verdadera tormenta que de día en día crece, se enfurece, se presenta terrible e
imponente, y negra y aciaga amenaza destruir con sus violentos torbellinos la más
sagrada de las instituciones sociales. En los países en donde aún los
legisladores no se han hecho eco de los sofismas sostenidos por jurisconsultos y
filósofos, se siente en las masas una viva inquietud, a cada instante resuena
entre ellas una maldición o un anatema horrible lanzado contra la
indisolubilidad del matrimonio, « ficción inhumana, delirio cruel, que obliga a
vivir bajo un mismo techo a dos seres que mutuamente se odian, y da a los
deberes de la fidelidad conyugal una duración
más larga que la de los vínculos del amor. » Así es que en otro tiempo hubieran
bastado para demostrar la indisolubilidad del matrimonio las breves razones que
expuse al sentar cada uno de los principios de la ley natural sobre esta institución;
pero en hoy se hace precisa mayor amplitud al tratar de este asunto.
El matrimonio es por su
naturaleza perpetuo e indisoluble; tal axioma lleva escrito el hombre en su corazón
en el momento solemne de unirse en conyugal consorcio: axioma evidente de por
sí, pero que admite, sin embargo, infinitas pruebas en su confirmación.
Dios ha puesto en el corazón
humano un misterioso atractivo, un poderoso sentimiento que le impele hacia el
matrimonio: por la fuerza de este
sentimiento se une con otro ser semejante a él; y una vez formada por el amor
la sociedad conyugal, surge el deber como complemento y apoyo del amor y como
necesario elemento de la nueva sociedad. Pues bien; si demostramos que el amor
conyugal es por su naturaleza perpetuo, y que el mismo carácter tienen los deberes
matrimoniales, habremos demostrado que la institución es también perpetua e
indisoluble por su naturaleza.
Tan característico aparece el
deseo de la perpetuidad en el amor verdadero, que sin él no podríamos
comprender la existencia de esta pasión. El amigo ama al amigo con el fin de
quererle perpetuamente; el padre ama a su hijo con la intención de quererle
constantemente; el marido ama a su esposa con el firme deseo de amarla en la
eternidad. Ved, si no, cuál es la primera promesa que se hacen dos amantes; empiezan
siempre jurándose eterno amor; y la misma promesa formula el seductor al
quererse encubrir hipócrita con el manto fingido de la verdadera pasión. El
verdadero amor, el amor puro del alma, busca instintivamente la eterna duración,
y se presenta siempre en el corazón como vehemente suspiro hacia lo infinito.
Insaciable por naturaleza, no se contenta con el abrazo de un momento, ni con
los días breves y fugaces de la vida terrena, no puede conformarse con la idea
de la muerte, y anhelante dirige constantemente sus miradas hacia la inmortalidad.
Vivir eternamente junto al objeto amado; tal es su aspiración suprema. Y cuando
la frialdad de la tumba le separó del ser querido se arrodilla junto a la losa del
sepulcro y vive melancólico en el mundo de la esperanza. Por eso en el amor impuro,
en el amor que halaga únicamente los sentidos nunca nos hallamos satisfechos;
nos embriagamos en sensuales placeres, nos hastiamos en materiales goces, satisfacemos
todos nuestros deseos, todos nuestros caprichos, y, sin embargo , deseamos
siempre, sentimos en nosotros profundo vacío , nos abruma indefinible tristeza,
y es porque habiendo prostituido la pasión más noble de nuestra alma, nuestros
depravados instintos nos alejan de la constancia y de la eterna fidelidad del cariño.
Quitad al amor el deseo de la perpetuidad, privadle del sentimiento de lo infinito,
y lo habréis convertido en apetito grosero, en liviano desenfreno. La eternidad
del cariño y del afecto constituye por lo tanto el ideal supremo del amor verdadero
y el dorado ensueño de sus aspiraciones. No puede haber amor donde no existe el
deseo de amar perpetuamente. Y de aquí podemos, por consiguiente, deducir un
primer principio en favor de la indisolubilidad del matrimonio, diciendo que la
promesa de eterna fidelidad que mutuamente se hacen el marido y la mujer al
tiempo de formar la sociedad conyugal, lejos de ser contraria a la naturaleza
del amor realiza su más ideal aspiración.
Veamos ahora si los deberes
matrimoniales son también perpetuos. Desde luego se presenta una razón, breve por
cierto, pero clara y concluyente. Los deberes matrimoniales tienen por objeto
el cumplimiento de los fines de la sociedad conyugal, y estos fines son perpetuos,
luego perpetuos deben ser también los deberes. El niño al nacer se ve rodeado
de necesidades, de miserias; incapaz de subsistir por sí solo, ha menester que
sus padres alimenten el soplo de vida que alienta en su cuerpo tan frágil; ha
menester de las tiernas solicitudes, de las caricias, de las miradas de su
madre; su cuna ha de mecerse en medio del santuario doméstico, y apoyarse a la vez
en el heroísmo incomparable de la madre y en la abnegación del cariño paterno.
Pero mientras vela la madre sobre la cuna de su hijo, mientras le mantiene en
la aurora de la existencia con su propia sangre, con su propia vida, ella también
ha menester a su vez de un hombre que la proteja, que la cuide, que traiga al
hogar el sustento, que sea en fin la providencia y el amparo de la madre y del
niño. Y también después de estos días tan críticos, cuando se va formando luego
la educación del hijo, seguirá siendo siempre necesaria la unión de los padres:
la madre inculcará en su pecho los tiernos y generosos sentimientos, los
conmovedores afectos; y el padre dotará su corazón de fuerza, valor, energía,
le enseñará el cumplimiento heroico de todos los deberes.
Negar por lo tanto la indisolubilidad
del matrimonio, convertir en pasajera y accidental la unión del varón y de su
compañera, separar al padre y a la madre, más aún, hacer sólo posible esta separación,
sería entregar la madre al completo desamparo, a la más profunda miseria; sería
permitir al padre el desenfreno de todas las pasiones y sancionar sin remedio
la muerte del hijo, o por lo menos destruir para siempre en él todos los
gérmenes morales de su porvenir. Sintetizando este argumento sin réplica,
podemos, por lo tanto, decir que entre los fines esenciales de la sociedad
conyugal está la procreación y educación de los hijos. El hijo, para vivir,
necesita del amparo de su padre y de su madre; necesita también para su educación
el mutuo auxilio de sus padres; y esta necesidad es continua, perpetua: luego
continua, perpetua, indisoluble debe ser la unión de los padres.
Y si del terreno de la razón
abstracta pasamos al terreno de los sentimientos y de los afectos, veremos que allí
también se multiplican las pruebas de la indisolubilidad del matrimonio. Hay en
el ser humano un sentimiento que brota desde la infancia, crece con los años y alegra
y embellece los días de la vejez; este sentimiento es el de la perpetuidad de
los lazos de familia. En todas partes el apellido de familia, pendón de gloria
y amor, une en un mismo hogar a las generaciones de hoy y a las generaciones que
fueron, y estrecha en un mismo eterno abrazo a los miembros vivos de una
familia, así como más tarde recogerá sus restos mortales bajo una misma losa
sepulcral. Mueren los que se intitularon esposos, mueren aquellos que se
llamaron hermanos; pero en el apellido familiar dejaron para siempre impreso el
recuerdo de su mutuo amor, y sus descendientes venerarán su memoria, y el
cariño que mutuamente se profesaron será el ejemplo que sus hijos se propongan
por modelo. En una palabra, tan firme y arraigado convencimiento tiene el hombre
de que los afectos y vínculos de familia son eternos, tan grato es siempre para
él este sentimiento de su corazón que en él busca a cada instante un consuelo,
y cuando se ve rodeado de amargura en él confía y en él espera. Y si tan
arraigado y tan profundo se halla en nosotros el sentimiento de la perpetuidad
del parentesco, ¿podrá acaso no ser también perpetuo e indisoluble el vínculo
creado por el matrimonio?
¿Afirmaríamos que existe entre
hermanos perpetuo é indisoluble parentesco, y negaríamos este carácter a la unión
más fuerte aún y más íntima que constituye la sociedad conyugal? ¿Serian perpetuos
nuestros vínculos de forzoso y natural cariño con un hermano, y no lo sería el
que nos une con la madre de nuestros hijos? No: por más que digan lo contrario
los legisladores humanos, por más que hagan del matrimonio una unión accidental
y pasajera, leyes tan injustas e inicuas nunca podrán borrar de la frente de dos
cónyuges el sello indeleble de la perpetuidad de su unión.
Podrán estos últimos separarse,
podrán contraer nuevos enlaces, pero siempre subsistirán los vínculos del
primer matrimonio, su separación quizás habrá sido legítima si fue motivada, mas
los nuevos enlaces que contrajeron no merecerán otro nombre que el de
adulterios legales o barraganías.
La ley natural del parentesco
tiene por carácter primero el sello de la perpetuidad y no hay poder en la
tierra que pueda negarle este carácter. Dos hermanos, por distinta que sea su condición
por más que el uno sea poderoso monarca y el otro pobre artesano, siempre serán
hermanos, los dos habrán tenido un mismo origen, por las venas de uno y otro
circulará la sangre de un mismo padre y de una misma madre, y los lazos que los
unan serán eternos. Los vínculos del matrimonio son también vínculos de
parentesco: y después de los que existen entre padres e hijos, bien podremos
decir que son los vínculos de parentesco por excelencia; por tanto también
deben ser necesariamente perpetuos e indisolubles. Y desde el momento en que
dos seres humanos se consideraron como cónyuges, desde el momento que entre
ellos existieron relaciones conyugales, encadenó su corazón una ley de amor
cuyo sello indeleble ni aun la muerte siquiera será capaz de destruir.
(Tomado de "El matrimonio: su Ley Natural, su historia, su importancia social" de Joaquín Sánchez de Toca Calvo )
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