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viernes, 24 de mayo de 2013

LA VIRGEN MARÍA Y EL PLAN DIVINO 2



Jesucristo autor del conocimiento de Dios.

Este es un hecho divino. Siendo la naturaleza humana,  entregada a sí misma,  lo que los siglos que han precedido al cristianismo nos han hecho ver en ella, para que esta naturaleza haya sido elevada a la sublimidad del Evangelio, y que se haya sostenido en esta altura desde diez y ocho siglos ha cual si le fuera propia y natural, es menester una acción sobrenatural, cuyo prodigio, manifiesto y palpable en el origen del cristianismo, no ha cesado de ser sorprendente y de causar admiración a pesar de ser continuo: circunstancia que lo hace aun mayor. Es él en el orden moral e intelectual lo que el universo en el orden sensible: una creación, y creación continua.

Es menester pues que examinemos nosotros su principio generador. Este principió es el cristianismo: esto es, el Verbo tomando carne, el Hijo de Dios hecho hombre.

He aquí, según los santos Padres el secreto de esta economía misericordiosa.

Dios, considerado inmediatamente, dice uno después de otros muchos, san Bernardo, era invisible, inaccesible, y absolutamente inimaginable para el hombre. Las criaturas, cuyas perfecciones sensibles habían de levantarnos y elevar hasta el conocimiento de las perfecciones invisibles de su Autor, habían tomado el asiento de este en el corazón del hombre; y como entre todas las criaturas, no hay idea más natural al hombre que el hombre mismo, este, en error y equivocación tan grande como fatal, se sentía movido naturalmente a aplicar a un cuerpo y a una forma humana la idea que le quedaba de la divinidad. Tal ha sido el origen de la idolatría. Para conformarse, para ponerse de acuerdo con esta bajeza del espíritu del hombre, juzgó Dios que debía abajar su grandeza hasta presentar al hombre un Hombre que fuese Dios, a fin de hacer entrar en su espíritu, con las acciones de esta humanidad deificada, la justicia eterna y la verdad soberana que no podía contemplar el hombre en ellas mismas.

Cualquiera otra imagen de Dios era falsa e idolátrica; pero haciéndose él mismo hombre, nos ha dado Dios el derecho de representárnosle como un hombre, de contemplarle en un establo, en los brazos de María, predicando en la montaña, muriendo en la cruz, adorándole en esos estados diferentes. Esto hace que san Agustín llame a este misterio la sabiduría convertida en leche: esto es, la sabiduría eterna proporcionada por un artificio divino de su amor a la grosería de nuestros sentidos.
Pero si Dios se ha acomodado así a nuestra flaqueza, es para enseñarnos con ella y para sacarnos de ella. El Hombre-Dios, en todos los estados, en todos los misterios de su vida debe efectivamente ser adorado. A su nombre solo ha de doblarse toda rodilla en cielo, tierra e infierno. Y esa adoración ha de abrazar a todo el Hombre-Dios, a su humanidad y a su divinidad; porque el único sujeto subsistente en él en sus dos naturalezas, la única persona que recibe adoraciones es la del Hijo de Dios, tal como es de toda eternidad en el seno del Padre, con el cual y con el Espíritu Santo no hace sino un solo Dios, el único Dios. Al tomar la naturaleza humana, la asumió desprovista de personalidad, como naturaleza, y la adaptó a su Persona divina; se la apropió, y le pertenece a Él como nuestro cuerpo pertenece a nuestra alma: y está aquella en Él como están en nosotros nuestra alma y cuerpo; por manera que en su humanidad misma adoramos a Él, Hijo de Dios; a Él, Dios.

Pero por mas adorable que sea el Dios-Hombre, no ha «querido ser el término final de la adoración, sino la vía, el camino adorable de la adoración, el cual, desde su humanidad como desde el escabel de sus pies, ha de elevarse a su divinidad personal, y por esta ha de llegar hasta aquella adoración en espíritu y en verdad de la divinidad invisible del Padre, cumbre y coronamiento de toda la religión.

Todos los discursos, toda la conducta de Jesucristo desde su Encarnación a su Ascensión, giran en torno de esa verdad que es propiamente la verdad cristiana, a saber: que él es el camino, el mediador, el reconciliador, primogénito venido a este mundo para establecer en él el reino de su Padre, de nuestro Padre que está en los cielos. Nos despacha continuamente a esa divinidad del Padre, a ese reino celestial cuya espiritualidad invisible resalta por contraste u oposición con la visible aparición del Dios hecho hombre, y brilla en todas las palabras, en todas las acciones, en todos los misterios de su vida, como en un espejo animado, cual en una imagen viva.

La santa humanidad del Hijo de Dios en sus distintos estados es como un teatro en que los atributos constitutivos de la divinidad: amor, santidad, justicia, poder, sabiduría, se hacen presentes a nuestros ojos, comprensibles a nuestro espíritu, sensibles a nuestro corazón; y desde el cual nos elevamos a contemplar y adorarlos en el seno del Padre al que no cesa de referirlos. Y para que no padeciésemos engaño u equivocación, y que la adoración cuyo objeto justo es Cristo, no se limite a su humanidad, o a su sola divinidad personal, él mismo, a pesar de ser Dios, pero en razón de la naturaleza humana que se ha unido, se hace o constituye el primer orador, ruega a su Padre, le obedece, y dice que no hace sino enseñar la doctrina y ejercer o poner en planta el poder que de aquel ha recibido: se confunde y anonada, por decirlo así, incesantemente para descubrirle, o más bien no aparece él sino para mostrarnos al Padre. 

Por esta razón, ¡oh designio admirable! no ha comparecido ni ha dejado ver en sí sino lo que era menester ese objeto único de su misión: bastantemente, para condescender con la humana flaqueza, mas no sobrado, para animarla, para sacarla de su bajeza. Anunciado y esperado durante cuatro mil años, y teniendo que hablar de sí todo el resto de los tiempos hasta el fin del mundo, no aparece sino durante treinta y tres años en un rincón oscuro de la Judea, y aun de esos treinta y tres años substrae treinta en la oscuridad de una baja condición social. Y es, porque basta ver una vez aquello de que sin cesar tenemos que acordarnos, y que la humanidad en todas las generaciones que o han precedido o han seguido a la aparición del Hijo de Dios, es, respecto de la espera o del recuerdo, como un solo hombre que, en la persona de los Apóstoles ha visto, ha oído, ha palpado al Verbo de vida, ha reclinado la cabeza en su corazón. Quod audivimus, quod vidimus oculis nostris, quod perspeximus, et manus nostrae contrectaverunt de Verbo vitae (Juan, 1, 1). Bástale a Dios aparecer un instante en solo un punto para llenar todos los tiempos y todos los lugares con su presencia, tocar tan solamente la tierra para santificarla; y hubiera sido demasiado prolongar más su aparecimiento cuando no tenía este otro objeto que sacarnos del amor de las criaturas visibles para atraernos a lo invisible. Por esta razón no hizo sino como aparecer el Hijo de Dios.

No ha hecho sino pasar para hacerse seguir; para sacarnos, en pos de sí, de lo visible a lo invisible, de la tierra al cielo, no permaneciendo entre nosotros con ese designio sino en su Sacramento y en su Iglesia.

Por esa razón, queriéndonos explicar este misterio, decía: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu. Dentro de muy poco tiempo el mundo no me verá ya; pero vosotros me veréis, porque estoy vivo y vosotros viviréis (Juan., XVI, 7, 8). Acabáis de oírme; yo me voy, y vuelvo a vosotros. Si me amarais, os regocijaríais de que me voy a mi Padre, porque mi Padre es mayor que yo (Juan., XIV, 28). Esto es: si yo no os quito la vista sensible de mi humanidad, no me veréis como Dios quiere ser visto, en espíritu; si no os desteto de esta leche de mi presencia, no tomareis nunca gusto al manjar espiritual del alma. Pero en tanto que no me verá más el mundo, mientras que él me discutirá, vosotros, discípulos míos, me veréis en espíritu en el cielo y en mis misterios en la tierra; porque yo estoy vivo en medio de vosotros en este estado, y vosotros viviréis de mi propia vida.

Por esto me voy yo visiblemente, y no me voy místicamente: yo me voy descubiertamente, y vuelvo encubiertamente, espiritualmente a mi Iglesia, y aun corporalmente en mi Sacramento, pero invisiblemente: y vosotros debéis regocijaros conmigo de que me vaya así a mi Padre; porque es para glorificarle y para atraeros a Él.

Con tan maravilloso procedimiento de la divina sabiduría, lo invisible, lo inaccesible abajándose a nosotros, nos levanta a él, y el espíritu humano ha penetrado en las profundidades de su santuario.


El águila de Pathmos, que ha podido mirar tanto resplandor sin parpadear, y que nos ha ofuscado con tanta luz en su Apocalipsis, cuenta que: Me fue dada una caña semejante a una vara y se me dijo: Levántate y  mide el templo de Dios, el altar, y a todos los que allí están adorando» (Apoc, xi). ¿Qué caña es esta con cuyo socorro le fue dado medir el cielo, la tierra, a Dios y al hombre, y conocer de este modo todas las cosas? Esa medida misteriosa no puede ser otra que Jesucristo, el cual nos ha parecido en efecto una caña de flaqueza. Pero esta caña era más que una caña inteligente y pensadora; porque era una caña de Dios, y que por él y por la fe en Jesucristo, como dice san Pablo, nos ha sido otorgado medir y comprender cuánta es la latitud, la longitud, la altura y la profundidad de la divinidad: Det vobis Christum inhabitare per fidem in cordibus vestris, ut possitis comprehendere quae sit latitudo, et longitudo, et sublimitas, et profundum.

AUGUSTO NICOLÁS - La Virgen María y el plan divino

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