Hace algunos años conocí, como por accidente, a Santo Tomás de Aquino, mejor dicho, conocí sus escritos, porque Santo Tomás vivió hace siete siglos, en Europa. En ese tiempo yo era un joven como muchos, es decir, despreocupado por cosas que consideraba aburridas, como la lectura, la filosofía o el simple hecho de sentarse a pensar en algo trascendente (de hecho no conocía el significado de esa palabra).
En semejantes circunstancias, mi
hermana me convenció de leer un libro que a ella le había gustado mucho, el
libro era “El nombre de la rosa” de Umberto Eco, un escritor italiano. Al ver
el entusiasmo con que ella hablaba de la trama del libro, me entró la
curiosidad y comencé a leerlo en mis ratos libres. Confieso que después de las
primeras páginas el libro me atrapó, atrajo totalmente mi atención. La trama
policiaca era intrigante, y eso sumado a la época en que se desarrollaban los
acontecimientos, la edad media, una época llena de misterios y cosas ocultas,
eran la receta perfecta para despertar un gran interés, incluso en alguien que
nunca había disfrutado de la lectura. Leí el libro hasta el final y luego lo
volví a leer.
Ese libro despertó en mí el
interés por conocer más sobre los monjes. Independientemente de la intención
del autor del libro (el cual, según averigüé después, es un abierto crítico del
catolicismo), lo que en mí causó fue curiosidad y admiración por la vida
misteriosa de esos hombres extraños que prácticamente se sepultaban en esos
lugares llamados monasterios y se dedicaban solo a rezar, leer y escribir.
Del libro de Eco, pasé a textos
de historia de la edad media, y la figura de la Iglesia se me aparecía cada vez
con mayor realce. Parecía haber sido la gran protagonista de aquellos años, lo
cual no debía ser algo malo, dado que es una institución que ha dado al mundo
tantas personas admirables como San Francisco de Asís, Santa teresa o el famoso
Padre Pío del siglo pasado.
Ahora bien, resulta imposible
pasearse por la edad media sin encontrarse tarde o temprano con la enorme
figura de un célebre monje italiano, que en su juventud fue apodado por sus
compañeros de clase como “el buey mudo”, a causa de su gran tamaño físico y su
continua actitud silenciosa y meditabunda, pero sobre el cual, su maestro
Alberto, al enterarse del apodo que le habían puesto, lanzó una profecía que se
ha cumplido al pie de la letra: “ustedes lo llaman buey mudo, pues bien, yo os
digo que los mugidos de este buey un día se escucharán por el mundo entero”.
Parte de esos mugidos llegaron,
siete siglos después, a los oídos de
quien esto escribe, y fue aquel el comienzo de una aventura que está lejos aun
de terminar.
Confieso que al principio me
interesaba de Santo Tomás sobre todo su biografía, llegué a leer varias, hasta
casi aprender de memoria los acontecimientos más importantes de su vida. Su
filosofía y su teología eran para mí, obviamente, incomprensibles.
Desgraciadamente la educación que se recibe hoy en el bachillerato no prepara
para cosas de esa altura. Muy diferente era el bachillerato de hace algunos años.
En cierta ocasión, visitando un sitio de libros viejos, encontré un manual de
filosofía para bachillerato, más exactamente para estudiantes de entre 15 y 16
años. Lo compré y aún lo conservo en mi casa; su tabla de contenido es
asombrosa, me pregunto de qué estaban hechos los jóvenes de aquellos años,
porque si ese era el texto usado para su enseñanza, entonces esos adolescentes
sabían más de filosofía que muchos que hoy día se gradúan de las facultades
universitarias. Es que el nivel ha descendido muchísimo y casi que ni nos hemos
dado cuenta, por lo lento del proceso.
El punto es que para adentrarme
en su pensamiento tuve que esperar algunos años, pero lo importante ya había
ocurrido, sabía de su existencia, conocía su vida, admiraba su obra y solo era
cuestión de tiempo.
Por aquellos mismos años, el
texto que me introdujo definitivamente en el gusto por la filosofía fue
“Lecciones preliminares de filosofía”, de un maestro español, don Manuel García
Morente. Todavía hoy tengo con él una deuda de gratitud inmensa, impagable,
porque con sus superiores dotes pedagógicas, hizo en aquel libro una exposición
de algunos problemas filosóficos, con la suficiente claridad y paciencia, como
para que los pudieran entender los principiantes. Ya no recuerdo cuantas veces
leí ese libro, cada vez su claridad expositiva me hacía penetrar con más y más
seguridad en los problemas filosóficos, explicando algunos conceptos
importantes; poniendo ante los ojos del lector las teorías más relevantes de
algunos filósofos, etc. Un libro cuya lectura sigo recomendando a quienes
desean una vista panorámica y gratificante de lo que es la filosofía.
Pues bien, del libro de don
Manuel volví a Tomás de Aquino, ¿cómo?; resulta que leyendo un día la biografía
de don Manuel me enteré de que en algún momento de su vida se había hecho
sacerdote, luego de ser profesor de filosofía durante toda su vida, decidió
ingresar al seminario y hacerse sacerdote, y me enteré también de que una de
las primeras cosas que había hecho en su nueva vida había sido escribir un
libro sobre… Santo Tomás de Aquino, pues su filosofía lo había cautivado.
Tenemos entonces que un célebre
profesor de filosofía, reconocido internacionalmente por sus dotes expositivas,
por su conocimiento profundo de la filosofía alemana, por sus traducciones de
obras maestras de la filosofía a la lengua española, etc. Había sido cautivado
por la filosofía de un humildísimo monje que había vivido 7 siglos antes que
él, en una época que muchos, por ignorancia, calificaban de oscura.
De manera que, a ejemplo de don
Manuel, yo también decidí volver a Tomás de Aquino.
Hay muchos manuales de filosofía
escolástica (que así se llama comúnmente la filosofía de aquella época),
algunos son de fácil lectura, otros son un verdadero tormento; por regla general
lo mejor es leer a Santo Tomás directamente, es muy claro una vez que se le ha
“agarrado el ritmo”; Sin embargo, los manuales son muy útiles a la hora de
tratar de entender algunas cosas que no son explícitamente dichas por Tomás,
sino que él las supone ya sabidas, como los rudimentos en lógica aristotélica.
Santo Tomás escribía para estudiantes que ya habían cursado esos grados
elementales, en los cuales se preparaban en lógica, por ello en su discurso
Tomás daba por sabidas todas esas cosas. Como a nosotros hoy no se nos prepara
en nada de eso, nos toca recurrir a los manuales para aprender, entre otras
cosas, las 8 reglas del silogismo…
A medida que avanzaba en el
conocimiento del sistema tomista (que es como se le conoce hoy), me iba
aficionando a él de tal manera, que las demás “opciones” fueron gradualmente
palideciendo ante la figura superior del monje italiano, cuyos mugidos
acallaban con facilidad las soberbias posturas del idealismo, las limitadas
posturas del empirismo, las groseras posturas del materialismo, las lastimeras
posturas del existencialismo y las grotescas posturas del marxismo. Todo
guardaba silencio ante la voz potente del autor de la Summa Teológica.
Al día de hoy, mis convicciones
al respecto no han hecho otra cosa que afirmarse. A medida que he ido tomado
contacto con otras corrientes de pensamiento, todas ellas me han ido
pareciendo, sucesivamente, débiles empeños, en comparación con la sólida
apuesta tomista.
Paso por alto una parte de mi
“biografía”, en la cual tuve la oportunidad de aprender latín, cosa que me ha
abierto las puertas al conocimiento de los principales comentadores tomistas,
así como a la lectura de Tomás en su idioma original. Estoy seguro de que sin
eso, mi acercamiento a Tomás hubiera permanecido irremediablemente incompleto,
pues casi toda la literatura tomista se encuentra aún sin traducir, lo que
dificulta el acceso a las fuentes y limita al interesado a lo que puedan decir
de Tomás los manuales corrientes, los cuales la mayoría de las veces presentan
del tomismo una visión distorsionada que no contribuye en nada a su aprecio por
parte del lector contemporáneo. Siempre ando repitiendo: a Tomás se le conoce
leyendo a Tomás, y Tomás escribió en latín, y lo mejor que se ha escrito sobre
su sistema, ha sido escrito en latín.
Nunca agradeceré lo suficiente a
Eco (que de seguro no fue su intención orientarme hacia el tomismo), o al
maestro García Morente, el don que me hicieron con sus escritos. Hoy lo puedo
decir sin temor a equivocarme, sin esos dos libros hoy mi vida sería totalmente
otra, ¿por qué? Porque no hubiera conocido a Santo Tomás, y ese santo universal
me señaló un rumbo claro y fascinante, rumbo que me esfuerzo por seguir, con
todo y mis limitaciones, hasta el día de hoy. Hasta el punto de adoptar como
lema: VAE MIHI SI NON THOMISTIZAVERO… Ay de mí si no difundo el tomismo.
Sancte Thoma, ora pro nobis.
LEONARDO RODRÍGUEZ
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