ECUATORIANO. —Tengo sobre la mesa
las cinco grandes cuestiones que me propusisteis en nuestra conferencia
anterior. Escribilas para que no se me escapasen de la memoria: son éstas: 1)
¿Quiénes son los revolucionarios? 2) ¿Por qué hacen las revoluciones? 3) ¿Para
qué las hacen ?4) ¿De qué medios se valen? 5) ¿Cuáles son las consecuencias y
frutos de las mismas revoluciones en los pueblos? Son ellas tan importantes, que
muy bien merecen detenido estudio: pero notadlo, querido filósofo, yo no quisiera
estudiarlas en las regiones puramente especulativas y científicas, sino en el
terreno práctico y moral; porque estoy firmemente persuadido de que sólo así
podemos prometernos buenos resultados. Estoy cansado de especulaciones, y tengo
para mí que una de las funestas aberraciones de nuestro siglo consiste en ventilar
de un modo especulativo cuestiones esencialmente prácticas.
FILÓSOFO.—Esto y muy de acuerdo
con vos en este punto. Los publicistas se dan contra las paredes, idealizando
sobre el derecho de insurrección, mientras los revolucionarlos, burlándose de
todas las teorías, dan al traste con las repúblicas y los Estados. Hablemos,
pues, de las revoluciones, en el terreno de los hechos, en el orden práctico y
moral.
E.—Mu y bien, muy bien, amigo
mío. Mas para que nuestros razonamientos tengan una base común, desearía saber:
¿cuál es el concepto que tenéis de las revoluciones que agitan á los pueblos
incipientes, y muy en especial á las repúblicas sudamericanas?
F.—Pues yo entiendo por revoluciones
esos trastornos públicos del orden constituido, causados por bandos y caudillos
ignorantes, ambiciosos y perversos que, hacinando todos los elementos de
destrucción y ruina de que pueden disponer, se empeñan en derrocar á mano armada
el gobierno legítimo, para adueñarse del poder y dar el triunfo apetecido á sus
pasiones desenfrenadas, sin tener en cuenta los verdaderos intereses del país, ni
los fundamentos naturales de las humanas sociedades. Esto, y no otra cosa, son
en mi concepto nuestras revoluciones; ¿estáis conmigo?
E.—Muy de corazón: si bien no
faltarán quienes tilden de prolija esta definición de nuestras revoluciones.
F.—Poco me importa esa nota, si
la definición es exacta y muy concreta. Cuando el objeto que se define es muy
complejo, siempre me ha parecido cosa cruel encerrar el pensamiento dentro de
un aro de hierro; porque las múltiples notas de la comprensión del mismo objeto
no permiten abreviar su descripción hasta el punto de estrecharla en dos
palabras, de las cuales sea precisamente la primera el genero próximo, y la
segunda, la última diferencia.
Por otra parte, si vos me
comprendéis, quedo contento, aunque mi descripción no merezca los aplausos de
las de Boecio.
E.—Ni á mí me agradan las
disputas de palabras: vamos al grano. Supuesta la definición que acabáis de dar
de nuestras revoluciones, decidme: ¿qué clase de hombres son los revolucionarios?
F.—Mucho hay que decir sobre este
punto: mas para proceder con orden debo advertiros dos cosas. Primera, que aquí
no consideraré á los revolucionarios como hombres políticos, sino como
perturbadores de la tranquilidad pública y como enemigos de la sociedad en sus más
vitales elementos, á saber, la religión y la moral. Segunda, que podemos
distinguirlos en tres clases: los caudillos, los agentes, los instrumentos.
E.—Admitida esta razonable
división, ¿qué clase de hombres son los caudillos de nuestras revoluciones?
F.—Generalmente hablando son
hombres ambiciosos, quebrados, inmorales, enemigos de la patria; y si no
declaradamente impíos, á lo menos falsos católicos y habitualmente transgresores
de los preceptos de Dios y de la Iglesia. Están, pues, en pecado mortal y en
estado de condenación eterna. Son hijos de la revolución contemporánea, y están
imbuidos en todos ó en muchos errores de los liberales, socialistas,
comunistas, francmasones: aunque se profesan hijos de la Iglesia, tienen ojeriza
contra el Papa, contra los obispos, contra el clero, contra las órdenes
religiosas, y en especial contra las más adictas á la Santa Sede; proclaman los
principios de la revolución francesa, los derechos del hombre, la
desamortización de los bienes de manos muertas, el matrimonio civil, la secularización
de la enseñanza, la autonomía del Estado y todos los demás absurdos, con el nombre
de progreso y de civilización moderna. Acarician estos errores no tanto porque
están de ellos convencidos, como porque así halagan los malos instintos y
pasiones de las turbas, para encaramarse sobre ellas y adueñarse del poder á
que aspiran sin descanso, á fin de satisfacer su ambición insaciable y sacar,
como dicen, el vientre de mal año. Tales son, por lo común, los caudillos de las
revoluciones
E. — ¿Y quiénes son los agentes?
F.—Esos viles aduladores de los
jefes de partido que, para medrar á su sombra, les ofrecen todo el contingente
de su actividad y celo en la obra de destrucción que con tanto encarnizamiento
persiguen. Son hombres inquietos turbulentos, fanáticos, semi-sabios,
semi-literatos, eruditos á la violeta, descontentadizos, soberbios, enemigos
del reposo público y de todo gobierno establecido. Son hombres desocupados, sin
oficio ni beneficio, que no sabiendo en qué emplear el tiempo, se dan á la
política, la cual, en su triste concepto, no es sino la conspiración activa y permanente
contra las instituciones, leyes y gobierno de la patria. Veréis figurar á estos
hombres en toda revolución, y militar á las órdenes de los más opuestos
caudillos. Estos hombres no se mueven sino
para el mal.
E. — ¿Y los instrumentos?
F.—Son los hijos del pueblo
infeliz que violentados, ó engañados, ó corrompidos por los agentes y caudillos
de las facciones, se precipitan por la pendiente del crimen, y se lanzan ciegos
á los campos de batalla, para dar y recibir la muerte en interminables y
sangrientas luchas fratricidas.
E. — ¿Cuál os parece que será la
causa de ese espíritu revolucionario que agita á tantos hombres, especialmente
en la América del Sur? Porque á mí me parece que sería muy importante el conocerla
para aplicar un eficaz remedio á tamaño mal.
F.—Yo creo, amigo mío, que no
una, sino muchas causas han concurrido á colocar esas infortunadas repúblicas
en ese estado permanente de revolución y de anarquía que todos deploramos,
Podríamos distinguir dos especies de ellas: históricas y morales. A las
primeras se refieren el perverso ejemplo de los conquistadores de América,
antes de su emancipación de la Metrópoli; y el influjo funestísimo de la revolución
francesa en la guerra de la Independencia. La historia política del tiempo
colonial no nos presenta sino competencias, rivalidades y escándalos de
conquistadores que se disputaban la autoridad y el poder. Ese funesto ejemplo
pasó de padres á hijos, y vició la constitución política de estos países in
radice, como decía muy bien el inmortal García Moreno. Más tarde, la guerra de
la Independencia coincidió, por desgracia, con la época funesta en que se hallaban
más difundidos en el mundo los errores de Rousseau y de Voltaire, la filosofía
del siglo diez y ocho, y las que llamaron en Francia conquistas de los derechos
del hombre. De aquí es que los próceres de aquella guerra en América estaban más
ó menos imbuidos en el espíritu de su época, y dieron á los nuevos Estados una
dirección que no podía menos de conducirlos á la anarquía; y el cambio brusco
de gobierno monárquico en republicano y democrático arrojó á las nuevas
repúblicas al campo de Agramante, desatando todas las pasiones populares y la
ambición y codicia de los más audaces.
Confesiones son éstas del mismo
Bolívar, cuyas palabras se citan con frecuencia en Sudamérica. A las causas
morales se pueden referir la mala educación de los hijos en el hogar doméstico.
Niños mimados, voluntariosos, consentidos, indisciplinados; niños que no
conocen el yugo de la autoridad paterna, y reciben habitualmente el escándalo
de padres que tampoco respetan á las autoridades constituidas, sin duda alguna
son revolucionarios en ciernes, sobre todo si son ricos y nobles. Jóvenes que
en colegios y universidades extravían sus ideas con textos reprobados y
lecturas indiscretas y corruptoras; jóvenes alentados por las exhortaciones y
ejemplos de maestros avezados á toda clase de trastornos y revueltas; jóvenes
ardientes é imaginativos, sin freno alguno en las pasiones de su edad
borrascosa, son amenaza de la tranquilidad y reposo públicos. Hombres habituados
á vivir de empleos, consideran el erario público como el único medio de su propia
subsistencia, y cuando, merced á la alternabilidad del sistema republicano, son
destituidos de sus cargos, naturalmente pasan al bando de los descontentos,
para conspirar con ellos y recobrar sus puestos. A todas estas causas se debe
añadir también el funesto influjo de la secta francmasónica y de las escuelas
liberales de Europa en Sudamérica, el cual no ha podido menos de sorprender la
ignorancia y alentar la malicia y las pasiones de muchos hombres públicos que
se empeñan en perpetuar en estos pueblos el reinado de una desastrosa anarquía.
E.—Ahora comprendo, querido
filósofo, cuánto debe la República del Ecuador á su héroe inmortal García
Moreno, quien, en su sabio gobierno, no aspiró á otra cosa que á proscribir de
su patria todas las causas de su ruina.
Ahora comprendo que el único
medio de cimentar la paz entre nosotros no es sino resucitar, conservar y desenvolver
el espíritu de esa administración. Desengañémonos: la única escuela de la
seguridad es la escuela de García Moreno; el único remedio de las revoluciones consiste
en salvar el principio de autoridad. Así lo van comprendiendo Colombia y el
Ecuador en su último Congreso. Mas, volviendo á nuestro propósito, desearía
saber: ¿por qué se hacen las revoluciones?
F.—Habiéndoos descrito el
carácter moral de los caudillos, agentes é instrumentos de las revueltas y trastornos,
fácilmente podéis reconocer en él sus verdaderas causas. Pláceme, sin embargo,
explicároslas de un modo más concreto en un resumen histórico de la mayor parte
de nuestra revoluciones. Pasa así la cosa.
Va á terminar el período
constitucional de dos, tres ó cuatro años de un presidente. Entramos en la
época peligrosísima de elecciones de nuevo Jefe de la nación: despiértanse
todas las ambiciones y codicias, y empiezan á resonar los nombres de diez,
veinte, treinta ó cincuenta candidatos, cada uno de los cuales tiene, como dicen,
su círculo, sus amigos, sus paniaguados, en una palabra, su partido; trabájase
con encarnizamiento por el triunfo de cada cual; á nada se atiende sino al
interés del partido; cada uno ensalza á su caudillo y deprime al otro; arden los
odios; cruje la prensa; vuelan los dicterios; cómpranse los votos; extravíase
el criterio de la elección; el poderoso al débil, el rico al pobre, el noble al
plebeyo, el más astuto al sencillo impone su voluntad, y en ella el nombre del
candidato. Preparado así el pueblo, llega el gran día del sufragio popular;
arrójanse unos y otros á las mesas electorales, cométense mil violencias y
engaños, danse sendos remoquetes, dispáranse á las veces armas de fuego, y
quedan dueños del campo los que han trabajado con mayor audacia ó más tino.
Tenemos ya nuevo presidente: es D. N. de N. pero D. N. de N. representa un solo partido; por
consiguiente un solo partido es el vencedor. Luego D. N. de N. y su partido
tiene que habérselas, durante todo el período de su administración, con los diez,
veinte, treinta ó cincuenta candidatos y partidos juntos que, si bien quedaron
vencidos en las elecciones, juraron sin embargo el mismo día trabajar de
consuno hasta derrocar el nuevo gobierno. Si en un combate triunfa la traición,
ó la conspiración, ó como quiera llamarse, entonces el vencedor se llama Jefe
Supremo dé la República, el cual, vencidos y desterrados ó escondidos sus
rivales, convoca una nueva Convención, rasga en mil pedazos la constitución anterior,
y dicta otra de acuerdo con el espíritu de su bando. Esta nueva constitución
regirá mientras los caídos estén debajo; pero á vueltas de uno ó dos lustros,
se levantarán seguramente las caídos, y caerá la anterior constitución, y se
hará otra nueva. De este modo en los pueblos anárquicos todo es hacer y
deshacer, tejer y destejer sin fin, sin consuelo, sin esperanza.
E.—Habláis como un libro; decís
la verdad monda y lironda. Esta es la verdadera historia de nuestras
revoluciones, y ella sola señala las causas verdaderas de los mismos trastornos,
que no son sino las ambiciones, codicias é intereses de hombres y partidos habituados
á vivir del erario público y á figurar en nuestra política mezquina é inmoral.
Os pregunto ahora ¿y qué fin se proponen los revolucionarios?
F.—Quien los oye hablar, quien
lee sus escritos puede fácilmente creer que el fin que se proponen es altísimo,
nobilísimo provechosísimo. Preséntanse como los verdaderos redentores del pueblo,
declaran la guerra á la opresión y tiranía del gobierno constituido, prometen
al pueblo toda clase de libertad, del pensamiento, de la palabra, de la prensa,
de cultos, de asociación, prometen dar al pueblo un lugar distinguido en el
banquete espléndido de la civilización moderna, ó elevarle hasta los cuernos de
la luna en alas del progreso contemporáneo, prométenle mil goces y venturas y
la satisfacción de todas las pasiones y concupiscencias.
Pero en realidad de verdad todo
esto no son sino vanas promesas. El verdadero fin no es más que colocarse ellos
en el poder para figurar en la política y para enriquecerse y enriquecer á sus
amigos. La prueba es que apenas han escalado el poder, ponen mordaza á la prensa,
allanan casas y habitaciones de sus rivales, destierran á sus enemigos, y
ordenan todo su gobierno al único fin de perpetuarse en el mando y robustecer
su partido, aunque sea á costa de los más dolorosos sacrificios del pobre pueblo,
mil veces engañado. De este modo, siempre se verifica, en contra del pueblo,
aquella profunda sentencia que traducíamos niños en las fábulas de Fedro: "En
los cambios de jefes de los pueblos, los pobres no truecan sino el nombre de su
señor."
E.—Así es, amigo mío, el pueblo,
el pobre pueblo es siempre el ludibrio y la víctima de sus falsos y mentidos
redentores. Yo no sé, muy incorregibles somos los hombres cuando tan tristes
desengaños no nos enmiendan. ¿Y cuáles son los medios de que suelen echar mano
los revolucionarios para perturbar el orden y encender la guerra civil en los
pueblos?
F.—Esos medios son muy conocidos,
y todos ellos en extremo inmorales y corruptores. Porque en primer lugar los
revolucionarios comienzan por sembrar en todo el país el descontento del
gobierno legítimo, sirviéndose para ello de la detracción, de la censura
amarga, de la maledicencia, de la calumnia; excitando las pasiones populares
contra la autoridad constituida, despertando aspiraciones á otro orden ó desorden
de cosas, lamentándose de los males presentes, y prometiendo su remedio en la
caída del gobierno. Congréganse luego los fautores de la revolución en juntas
secretas y subterráneas donde, al calor de los brindis, organizan el partido de
oposición al gobierno, decretan la publicación de una hoja incendiaria y
sediciosa, se imponen contribuciones voluntarias para derrocar al gobierno,
nombran los agentes de la revolución en todas las provincias, excogitan los
medios más eficaces para corromper los cuarteles y sus jefes; designan, en caso
necesario, los nombres de las víctimas que han de caer asesinadas, si no hay
otro modo de quitarlas del medio; procuran armar á los más fanáticos y audaces,
para que levanten el grito de guerra ya aquí, ya allí. Ya estamos en guerra: comienza
la lucha, y con ella las violencias, tropelías, perfidias, traiciones,
crueldades, furores y venganzas de todo género.
Arrójanse los revoltosos á los
pueblos indefensos, todo lo llevan á fuego y sangre, apodéranse del tesoro,
cargan de cadenas ó matan bárbaramente á los empleados de gobierno, y prosiguen
en su carrera de devastación y ruina, hasta dar consigo en la penitenciaría ó
dar con el gobierno en tierra. En uno y otro caso la víctima es siempre el pueblo
que devorará en silencio todas las penas y amarguras consiguientes á la
revolución. Dejo á un lado esas dictaduras y oligarquías violentas, tiránicas,
ruinosas que lanzan más de una vez á los pueblos á todos los horrores de una
guerra intestina que conmueve los últimos fundamentos de la sociedad y lleva
por doquiera los estragos de la corrupción y desmoralización públicas.
E.—Esto es en extremo aflictivo,
y, por desgracia, exactísimo. ¿Qué pueden esperar los pueblos de esta anarquía
permanente? ¿Qué luz puede brotar de semejante caos?
F.—¿Qué pueden esperar los
pueblos? Su ruina, y nada más que su ruina. Funestísimos son, en efecto, los
resultados y consecuencias de la desventurada condición política de los pueblos
anárquicos. Porque primeramente las frecuentes revueltas y trastornos producen,
como lo observaréis, cierto espíritu de inconstancia, de versatilidad, de
volubilidad opuesto á toda disciplina, y á todo orden, que va gradualmente
debilitando más y más los caracteres y haciendo poco menos que imposible fijar
las instituciones, costumbres, leyes y espíritu nacional. En segundo lugar las
frecuentes revoluciones crean en los pueblos un odio y aversión profundos y
sistemáticos á toda autoridad, en virtud de los cuales se hacen ellos ingobernables,
y la autoridad, nula é irrisoria. En tercer lugar, las frecuentes revoluciones
corrompen todas las virtudes sociales. Los pueblos revolucionarios son crueles,
pérfidos, traidores, desidiosos, voluptuosos, desleales, altaneros, soberbios,
ignorantes, presuntuosos: en una palabra, son el nido ó la guarida de todos los
vicios y de todas las pasiones. En cuarto lugar, las revoluciones son la
paralización del trabajo, de la industria, de la agricultura, del comercio; ciegan
ellas todas las fuentes de la riqueza pública, derrochan el último resto de la
herencia de la patria, y condenan al pueblo á todos los horrores del hambre y de
la miseria. Ved aquí, amigo mío, algunas de las consecuencias de tan funesto
mal; ved aquí lo que debieran considerar seriamente los hombres públicos á fin
de reunir todas las fuerzas intelectuales, morales y religiosas, para formar
con ellas una Cruzada, de la Paz y concurrir todos á la más completa extirpación
del espíritu revolucionario.
E.—Yo me ofrezco á vos, querido
filósofo, como el primer soldado de esta hermosa Cruzada de la Paz. Os ofrezco
todo el contingente de mis escasas fuerzas, y espero que todo hombre sensato os
dará su nombre, por la Religión y por la Patria, para llevar adelante esta gloriosa
empresa, única esperanza de los pueblos anárquicos.
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