Continuación del santo Evangelio, según San Juan (Jn., IV,
46-53).
"En aquel tiempo había un régulo cuyo hijo estaba enfermo en
Cafarnaúm. Cuando supo que Jesús venía de Judea a Galilea, fue a él y le rogó
que bajase, y curase a su hijo, que comenzaba a morirse. Díjole entonces Jesús:
Si no viereis milagros y prodigios, no creéis. Díjole el régulo: Señor, baja
antes de que muera mi hijo. Díjole Jesús: Vete, tu hijo vive. Creyó el hombre
lo que le dijo Jesús, y se fue. Cuando ya bajaba, le salieron al encuentro los
siervos y le dijeron que su hijo vivía. Él les preguntó la hora en que había
mejorado. Y le dijeron: Ayer, a las siete, le dejó la fiebre. Y vio el padre
que era la misma hora en que le había dicho Jesús: Tu hijo vive: y creyó él y
toda su casa".
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Pongamos todo nuestro esmero
únicamente en no merecer los reproches que dirigía a la fe incompleta de la
generación de que formaba parte el oficial de Cafarnaúm. Sabemos que no necesita
bajar del cielo a la tierra para dar su eficacia a las órdenes emanadas de su
voluntad misericordiosa. Si tiene a bien multiplicar los milagros y los
prodigios en nuestro derredor, le quedaremos agradecidos por nuestros hermanos más
flacos en la fe: de aquí debemos tomar ocasión para ensalzar su gloria, pero
afirmando que nuestra alma no necesita ya para creer en Él de las manifestaciones
de su poder. El antiguo pueblo, arrastrando su merecida desdicha a través de
todas las tierras lejanas, vuelve hoy en el Ofertorio a sentimientos de
penitencia y canta ahora con la Iglesia su admirable Salmo 136, que superó
siempre a todo canto de destierro de cualquier lengua.
(tomado del "Año litúrgico" de don Gueranger)
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