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sábado, 5 de octubre de 2013

VIGÉSIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS



Continuación del santo Evangelio, según San Juan (Jn., IV, 46-53).


"En aquel tiempo había un régulo cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaúm. Cuando supo que Jesús venía de Judea a Galilea, fue a él y le rogó que bajase, y curase a su hijo, que comenzaba a morirse. Díjole entonces Jesús: Si no viereis milagros y prodigios, no creéis. Díjole el régulo: Señor, baja antes de que muera mi hijo. Díjole Jesús: Vete, tu hijo vive. Creyó el hombre lo que le dijo Jesús, y se fue. Cuando ya bajaba, le salieron al encuentro los siervos y le dijeron que su hijo vivía. Él les preguntó la hora en que había mejorado. Y le dijeron: Ayer, a las siete, le dejó la fiebre. Y vio el padre que era la misma hora en que le había dicho Jesús: Tu hijo vive: y creyó él y toda su casa".
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Pongamos todo nuestro esmero únicamente en no merecer los reproches que dirigía a la fe incompleta de la generación de que formaba parte el oficial de Cafarnaúm. Sabemos que no necesita bajar del cielo a la tierra para dar su eficacia a las órdenes emanadas de su voluntad misericordiosa. Si tiene a bien multiplicar los milagros y los prodigios en nuestro derredor, le quedaremos agradecidos por nuestros hermanos más flacos en la fe: de aquí debemos tomar ocasión para ensalzar su gloria, pero afirmando que nuestra alma no necesita ya para creer en Él de las manifestaciones de su poder. El antiguo pueblo, arrastrando su merecida desdicha a través de todas las tierras lejanas, vuelve hoy en el Ofertorio a sentimientos de penitencia y canta ahora con la Iglesia su admirable Salmo 136, que superó siempre a todo canto de destierro de cualquier lengua.

(tomado del "Año litúrgico" de don Gueranger)

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