Cada día se deja sentir más y más
la necesidad de recordar los preceptos de cristiana sabiduría, para en todo
conformar a ellos la vida, costumbres e instituciones de los pueblos. Porque,
postergados estos preceptos, se ha seguido tal diluvio de males, que ningún
hombre cuerdo puede, sin angustiosa preocupación, sobrellevar los actuales ni
contemplar sin pavor los que están por venir.
Y a la verdad, en lo tocante a los
bienes del cuerpo y exteriores al hombre, se ha progresado bastante; pero
cuanto cae bajo la acción de los sentidos, la robustez de fuerzas, la
abundancia grande de riquezas, si bien proporcionan comodidades, aumentando las
delicias de la vida, de ningún modo satisfacen al alma, creada para cosas más
altas y nobles. Tener la mirada puesta en Dios y dirigirse a Él, es la ley
suprema de la vida del hombre, el cual, creado a imagen y semejanza de su
Hacedor, por su propia naturaleza es poderosamente estimulado a poseerlo. Pero
a Dios no se acerca el hombre por movimiento corporal, sino por la inteligencia
y la voluntad, que son movimientos del alma. Porque Dios es la primera y suma
verdad; es asimismo la santidad perfecta y el bien sumo, al cual la voluntad
solo puede aspirar y acercarse guiada por la virtud.
Y lo que se dice de los individuos
se ha de entender también de la sociedad, ya sea doméstica o civil. Porque la
sociedad no ha sido instituida por la naturaleza para que la busque el hombre
como fin, sino para que en ella y por ella posea medios eficaces para su propia
perfección. Si, pues, alguna sociedad, fuera de las ventajas materiales y
progreso social, con exquisita profusión y gusto procurados, ningún otro fin se
propusiera; si en el gobierno de los pueblos menosprecia a Dios y para nada se
cuida de las leyes morales, se desvía lastimosamente del fin que su naturaleza
misma le prescribe, mereciendo, no ya el concepto de comunidad o reunión de
hombres, sino más bien el de engañosa imitación y simulacro de sociedad.
Ahora bien: el esplendor de aquellos
bienes del alma, antes mencionados, los cuales principalmente se encuentran en
la práctica de la verdadera religión y en la observancia fiel de los preceptos
cristianos, vemos que cada día se eclipsa más en los ánimos por el olvido o
menosprecio de los hombres, de tal manera que, cuánto mayor sea el aumento en
lo que a los bienes del cuerpo se refiere, tanto más caminan hacia el ocaso los
que pertenecen al alma. De cómo se ha disminuído o debilitado la fe cristiana,
son prueba eficaz los insultos con que a vista de todos se injuria con desusada
frecuencia a la religión católica: injurias que en otra época, cuando la
religión estaba en auge, de ningún modo se hubieran tolerado.
Por esta causa es increíble la
asombrosa multitud de hombres que ponen en peligro su eterna salvación; los
pueblos mismos y los reinos no pueden por mucho tiempo conservarse incólumes,
porque con la ruina de las instituciones y costumbres cristianas, menester es
que se destruyan los fundamentos que sirven de base a la sociedad humana. Se
fía la paz pública y la conservación del orden a la sola fuerza material, pero
la fuerza, sin la salvaguardia de la religión, es por extremo débil: a
propósito para engendrar la esclavitud más bien que la obediencia, lleva en sí
misma los gérmenes de grandes perturbaciones. Ejemplo de lamentables desgracias
nos ofrece lo que llevamos de siglo, sin que se vea claro si acaso no han de
temerse otras semejantes.
Y así, la misma condición de los
tiempos aconseja buscar el remedio donde conviene, que no es otro sino
restituir a su vigor, así en la vida privada como en todos los sectores de la
vida social, la norma de sentir y obrar cristianamente, única y excelente
manera de extirpar los males presentes, y precaver los peligros que amenazan. A
este fin, Venerables Hermanos, debemos dirigir Nuestros esfuerzos, y procurarlo
con todo ahínco y por cuantos medios estén a Nuestro alcance; por lo cual,
aunque en diferentes ocasiones, según ofrecía la oportunidad, ya enseñamos lo
mismo, juzgamos, sin embargo, en esta Encíclica, señalar más distintamente los
deberes de los cristianos, porque, si se observan con diligencia, contribuyen
por maravillosa manera al bienestar social. Asistimos a una contienda ardorosa
y casi diaria en torno a intereses de la mayor monta; y en esta lucha, muy
difícil es no ser alguna vez engañados, ni engañarse, ni que muchos no se
desalienten y caigan de ánimo Nos corresponde, Venerables Hermanos, advertir a
cada uno, enseñar y exhortar conforme a las circunstancias para que nadie se
aparte del camino de la verdad.
DEBERES DE LOS CRISTIANOS
Amor a la patria
No puede dudarse de que en la vida
práctica son mayores en número y gravedad los deberes de los cristianos que los
de quienes, o tienen de la religión católica ideas falsas, o la desconocen por
completo. Cuando, redimido el linaje humano, Jesucristo mandó a los Apóstoles
predicar el Evangelio a toda criatura, impuso también a todos los hombres la
obligación de aprender y creer lo que les enseñasen; y al cumplimiento de este
deber va estrechamente unida la salvación eterna. “El que creyere y fuere
bautizado será salvo, pero el que no creyere se condenará” (1). Pero al abrazar
el hombre, como es deber suyo, la fe cristiana, por el mismo acto se constituye
en súbdito de la Iglesia, como engendrado por ella, y se hace miembro de
aquella amplísima y santísima sociedad, cuyo régimen, bajo su cabeza visible,
Jesucristo, pertenece, por deber de oficio y con potestad suprema, al Romano
Pontífice.
Ahora bien: si por ley natural
estamos obligados a amar especialmente y defender la sociedad en que nacimos,
de tal manera que todo buen ciudadano esté pronto a arrostrar aun la misma
muerte por su patria, deber es, y mucho más apremiante en los cristianos,
hallarse en igual disposición de ánimo para con la Iglesia. Porque la Iglesia
es la ciudad santa del Dios vivo, fundada por Dios, y por El mismo establecida,
la cual, aunque peregrina sobre la tierra, llama a todos los hombres, y los
instruye y los guía a la felicidad eterna allá en el cielo. Por consiguiente,
se ha de amar la patria donde recibimos esta vida mortal, pero más entrañable
amor debemos a la Iglesia, de la cual recibimos la vida del alma, que ha de
durar eternamente; por lo tanto, es muy justo anteponer a los bienes del cuerpo
los del espíritu, y frente a nuestros deberes para con los hombres son
incomparablemente más sagrados los que tenemos para con Dios.
Por lo demás, si queremos sentir
rectamente, el amor sobrenatural de la Iglesia y el que naturalmente se debe a
la patria, son dos amores que proceden de un mismo principio eterno, puesto que
de entrambos es causa y autor el mismo Dios; de donde se sigue, que no puede
haber oposición entre los dos. Ciertamente, una y otra cosa podemos y debemos:
amarnos a nosotros mismos y desear el bien de nuestros prójimos, tener amor a
la patria y a la autoridad que la gobierna; pero al mismo tiempo debemos honrar
a la Iglesia como a madre, y con todo el afecto de nuestro corazón amar a Dios.
Y, sin embargo, o por lo desdichado
de los tiempos o por la voluntad menos recta de los hombres, alguna vez el
orden de estos deberes se trastorna. Porque se ofrecen circunstancias en las
cuales parece que una manera de obrar exige de los ciudadanos el Estado, y otra
contraria la religión cristiana; lo cual ciertamente proviene de que los que
gobiernan a los pueblos, o no tienen en cuenta para nada la autoridad sagrada
de la Iglesia, o pretenden que ésta les sea subordinada. De aquí nace la lucha,
y el poner a la virtud a prueba en el combate. Manda una y otra autoridad, y
como quiera que mandan cosas contrarias, obedecer a las dos es imposible:
“Nadie puede servir al mismo tiempo a dos señores” (2); y así es menester
faltar a la una, si se ha de cumplir lo que la otra ordena. Cuál deba llevar la
preferencia, nadie puede ni dudarlo.
Impiedad es por agradar a los
hombres dejar el servicio de Dios; ilícito quebrantar las leyes de Jesucristo
por obedecer a los magistrados, o bajo color de conservar un derecho civil,
infringir los derechos de la Iglesia...: “Conviene obedecer a Dios antes que a
los hombres” (3); y lo que en otro tiempo San Pedro y los demás Apóstoles
respondían a los magistrados cuando les mandaban cosas ilicitas, eso mismo en
igualdad de circunstancias se ha de responder sin vacilar. No hay, así en la
paz como en la guerra, quien aventaje al cristiano consciente de sus deberes;
pero debe arrostrar y preferir todo, aun la misma muerte, antes que abandonar,
como un desertor, la causa de Dios y la Iglesia.
Por lo cual desconocen seguramente
la naturaleza y alcance de las leyes los que reprueban semejante constancia en
el cumplimiento del deber, tachándola de sediciosa. Hablamos de cosas sabidas y
Nos mismo las hemos explicado ya otras veces. La ley no es otra cosa que el
dictamen de la recta razón promulgado por la potestad legítima para el bien
común. Pero no hay autoridad alguna verdadera y legítima si no proviene de
Dios, soberano y supremo Señor de todos, a quien únicamente pertenece el dar
poder al hombre sobre el hombre; ni se ha de juzgar recta la razón cuando se
aparta de la verdad y la razón divina, ni verdadero bien el que repugna al bien
sumo e inconmutable, o tuerce las voluntades humanas y las separa del amor de
Dios.
Sagrado es, por cierto, para los
cristianos el nombre del poder público, en el cual, aun cuando sea indigno el
que lo ejerce, reconocen cierta imagen y representación de la majestad divina;
justa es y obligatoria la reverencia a las leyes, no por la fuerza o amenazas,
sino por la persuasión de que se cumple con un deber, “porque el Señor no nos
ha dado espíritu de temor” (4) ; pero si las leyes de los Estados están en
abierta oposición al derecho divino, si con ellas se ofende a la Iglesia o si
contradicen a los deberes religiosos, o violan la autoridad de Jesucristo en el
Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber, la obediencia es un
crimen, que por otra parte envuelve una ofensa a la misma sociedad, pues pecar
contra la religión es delinquir también contra el Estado.
Echase también de ver nuevamente
cuán injusta sea la acusación de rebelión; porque no se niega la obediencia
debida al príncipe y a los legisladores, sino que se apartan de su voluntad
únicamente en aquellos preceptos para los cuales no tienen autoridad alguna,
porque las leyes hechas con ofensa de Dios son injustas, y cualquiera otra cosa
podrán ser menos leyes.
Bien sabéis, Venerables Hermanos,
ser ésta la mismísima doctrina del apóstol San Pablo, el cual como escribiese a
Tito que se debía aconsejar a los cristianos que estuviesen sujetos a los
príncipes y potestades y obedecer a sus mandatos, inmediatamente añade que
estuviesen dispuestos a toda obra buena (5), para que constase ser lícito
desobedecer a las leyes humanas cuando decretan algo contra la ley eterna de
Dios. Por modo semejante el Príncipe de los Apóstoles, a los que intentaban
arrebatarle la libertad en la predicación del Evangelio, con aliento sublime y
esforzado respondía: “Si es justo delante de Dios, juzgadlo vosotros mismos.
Pero no podemos no hablar de aquellas cosas que hemos visto y oído” (6).
Dos patrias
Amar, pues, a una y otra patria, la
natural y la de la ciudad celestial, pero de tal manera que el amor de ésta
ocupe lugar preferente en nuestro corazón, sin permitir jamás que a los
derechos de Dios se antepongan los derechos del hombre, es el principal deber
de los cristianos, y como fuente de donde se derivan todos los demás deberes. Y
a la verdad que el libertador del linaje humano: “Yo, dice de sí mismo, para
esto he nacido y con este fin vine al mundo, para dar testimonio de la verdad”
(7), y asimismo, “he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que
se encienda?” (8). En el conocimiento de esta verdad, que es la perfección suma
del entendimiento, y en el amor divino, que de igual modo perfecciona la
voluntad, consiste toda la vida y libertad cristiana. Y ambas cosas, la verdad
y la caridad, como patrimonio nobilísimo legado a la Iglesia por Jesucristo, lo
conserva y defiende ésta con incesante esmero y vigilancia.
Pero cuán encarnizada y múltiple es
la guerra que ha estallado contra la Iglesia, ni siquiera es preciso decirlo.
Porque como quiera que le ha cabido en suerte a la razón, ayudada por las
investigaciones científicas, descubrir muchos secretos velados antes por la
naturaleza y aplicarlos convenientemente a los usos de la vida, se han
envanecido los hombres de tal modo, que creen poder ya lanzar de la vida social
de los pueblos a Dios y su divino gobierno.
Llevados de semejante error,
transfieren a la naturaleza humana el principado arrancado a Dios; propalan que
sólo en la naturaleza ha de buscarse el origen y norma de toda verdad; que de
ella provienen y a ella han de referirse cuantos deberes impone la religión.
Por lo tanto, que ni ha sido revelada por Dios verdad alguna, ni para nada ha
de tenerse en cuenta la institución cristiana en las costumbres, ni se debe
obedecer a la Iglesia; que ésta ni tiene potestad para dar leyes ni posee
derecho alguno; más aún: que no debe hacerse mención de ella en las
constituciones de los pueblos.
Ambicionan y por todos los medios
posibles procuran apoderarse de los cargos públicos y tomar las riendas en el
gobierno de los Estados, para poder así más fácilmente, según tales principios,
arreglar las leyes y educar los pueblos. Y así vemos la gran frecuencia con que
o claramente se declara la guerra a la religión católica, o se la combate con astucia;
mientras conceden amplias facultades para propagar toda clase de errores y se
ponen fortísimas trabas a la pública profesión de las verdades religiosas.
En circunstancias tan lamentables,
ante todo es preciso que cada uno entre en sí mismo procurando con exquisita
vigilancia conservar hondamente arraigada en su corazón la fe, precaviéndose de
los peligros, y señaladamente siempre bien armado contra varios sofismas
engañosos. Para mejor poner a salvo esta virtud, juzgamos sobremanera útil y
por extremo conforme a las circunstancias de los tiempos el esmerado estudio de
la doctrina cristiana, según la posibilidad y capacidad de cada cual; empapando
su inteligencia con el mayor conocimiento posible de aquellas verdades que
atañen a la religión y por la razón pueden alcanzarse. Y como quiera que no
sólo se ha de conservar en todo su vigor pura e incontaminada la fe cristiana
sino que es preciso robustecerla más cada día con mayores aumentos, de aquí la
necesidad de acudir frecuentemente a Dios con aquella humilde y rendida súplica
de los Apóstoles: “Aumenta en nosotros la fe” (9).
Deberes contra los enemigos de la
Iglesia
Es de advertir que en este orden de
cosas que pertenecen a la fe cristiana hay deberes cuya exacta y fiel
observancia, si siempre fue necesaria para la salvación, lo es
incomparablemente más en estos tiempos.
Porque en tan grande y universal
extravío de opiniones, deber es de la Iglesia tomar el patrocinio de la verdad
y extirpar de los ánimos el error; deber que está obligada a cumplir siempre e
inviolablemente, porque a su tutela ha sido confiado el honor de Dios y la
salvación de las almas. Pero cuando la necesidad apremia no sólo deben guardar
incólume la fe los que mandan, sino que “cada uno esté obligado a propagar la
fe delante de los otros, ya para instruir y confirmar a los demás fieles, ya
para reprimir la audacia de los infieles” (10). Ceder el puesto al enemigo, o
callar cuando de todas partes se levanta incesante clamoreo para oprimir a la
verdad, propio es, o de hombre cobarde o de quien duda estar en posesión de las
verdades que profesa. Lo uno y lo otro es vergonzoso e injurioso a Dios; lo uno
y lo otro, contrario a la salvación del individuo y de la sociedad: ello
aprovecha únicamente a los enemigos del nombre cristiano, porque la cobardía de
los buenos fomenta la audacia de los malos.
Y tanto más se ha de vituperar la
desidia de los cristianos cuanto que se puede desvanecer las falsas acusaciones
y refutar las opiniones erróneas, ordinariamente con poco trabajo; y, con
alguno mayor, siempre. Finalmente, a todos es dado oponer y mostrar aquella
fortaleza que es propia de los cristianos, y con la cual no raras veces se
quebrantan los bríos de los adversarios y se desbaratan sus planes. Fuera de
que el cristiano ha nacido para la lucha, y cuanto ésta es más encarnizada,
tanto con el auxilio de Dios es más segura la victoria. “Confiad: yo he vencido
al mundo” (11). Y no oponga nadie que Jesucristo, conservador y defensor de la
Iglesia, de ningún modo necesita del auxilio humano porque, no por falta de
fuerza, sino por la grandeza de su voluntad, quiere que pongamos alguna
cooperación para obtener v alcanzar los frutos de la salvación que Él nos ha
conquistado.
Propagar el Evangelio
Lo primero que ese deber nos impone
es profesar abierta y constantemente la doctrina católica y propagarla, cada
uno según sus fuerzas. Porque, corno repetidas veces se ha dicho, y con
muchísima verdad, nada daña tanto a la doctrina cristiana corno el no ser
conocida; pues, siendo bien entendida, basta ella sola para rechazar todos los
errores, y si se propone a un entendimiento sincero y libre de falsos
prejuicios, la razón dicta el deber de adherirse a ella. Ahora bien: la virtud
de la fe es un gran don de la gracia y bondad divina; pero las cosas a que se
ha de dar fe no se conocen de otro modo que oyéndolas.
“¿Cómo creerán en El, si de El nada
han oído hablar? ¿Y cómo oirán hablar de El si no se les predica?. Así que la
fe proviene de oír, y el oír depende de la predicación de la Palabra de Cristo”
(12). Siendo, pues, la fe necesaria para la salvación, síguese que es
enteramente indispensable que se predique la palabra de Cristo. El cargo de
predicar, esto es, de enseñar, por derecho divino compete a los maestros, a los
que “el Espíritu Santo ha instituido Obispos para gobernar la Iglesia de Dios”
(13), y principalmente al Pontífice Romano, Vicario de Jesucristo puesto al
frente de la Iglesia universal con potestad suma como maestro de lo que se ha
de creer y obrar. Sin embargo, nadie crea que se prohíbe a los particulares
poner en uso algo de su parte, sobre todo a los que Dios concedió una buena
inteligencia y el deseo de hacer bien; los cuales, cuando el caso lo exija,
pueden fácilmente, no ya arrogarse el cargo de doctor, pero sí comunicar á los
demás lo que ellos han recibido, siendo así como el eco de la voz de los
maestros. Más aún, a los Padres del Concilio Vaticano les pareció tan oportuna
y fructuosa la colaboración de los particulares, que hasta juzgaron exigírsela:
“A todos los fieles, en especial a los que mandan o tienen cargo de enseñar,
suplicamos encarecidamente por las entrañas de Jesucristo, y aun les mandarnos
con la autoridad del mismo Dios y Salvador nuestro, que trabajen con empeño y
cuidado en alejar y desterrar de la Santa Iglesia estos errores, y manifestar
la luz purísima de la fe” (14).
Lucha, unida
Por lo demás, acuérdese cada uno de
que puede y debe sembrar la fe católica con la autoridad del ejemplo, y
predicarla profesándola con tesón. Por consiguiente, entre los deberes que nos
juntan con Dios y con la Iglesia se ha de contar, entre los principales, el que
cada uno, por todos los medios, procure defender las verdades cristianas y
refutar los errores.
Pero no llenarán este deber como
conviene, colmadamente y con provecho, si bajan a la arena separados unos de
otros.
Ya anunció Jesucristo que el odio y
la envidia de los hombres de que El, antes que nadie, fue blanco, se extendería
del mismo modo a la obra por El fundada, de tal suerte, que a muchos de hecho
se les impediría conseguir la salvación, que El por singular beneficio nos ha
procurado. Por lo cual quiso no solamente formar alumnos de su escuela, sino
además juntarlos en sociedad y unirlos convenientemente en un cuerpo, “que es
la Iglesia” (15), cuya cabeza es El mismo. Así que la vida de Jesucristo
penetra y recorre la trabazón de este cuerpo, nutre y sustenta cada uno de íos
miembros y los tiene unidos entre sí y encaminados al mismo fin, por más que no
es una misma la acción de cada uno de ellos (16)
Por estas causas, no sólo es la
Iglesia sociedad perfecta y mucho más excelente que cualquier otra sociedad,
sino que más le ha impuesto su Fundador la obligación de trabajar por la
salvación del linaje humano “como un ejército formado en batalla” (17) Esta
composición y conformación sociedad cristiana de ningún modo se puede mudar, y
tampoco es permitido a cada uno vivir a su antojo o escoger el modo de pelear
que más le agrade, porque desparrama y no recoge el que no recoge con la
Iglesia y con Jesucristo; y en realidad, pelean contra Dios todos los que no
pelean juntos con El y con la Iglesia (18).
Mas para esta unión de los ánimos y
semejanza en el modo de obrar, no sin causa, formidable a los enemigos del
nombre católico, lo primero de todo es necesaria la concordia de pareceres, a
la cual vemos que el apóstol San Pablo exhortaba a los Corintios con todo
encarecimiento y con palabras de mucho peso: “Mas os ruego encarecidamente,
hermanos míos, por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que todos tengáis un
mismo lenguaje y que no haya entre vosotros cisma; antes bien, viváis
perfectamente unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir” (19). Fácilmente
se entiende la sabiduría de este precepto: porque el entendimiento es el
principio de obrar, y, por consiguiente, ni pueden unirse las voluntades, ni
ser las acciones semejantes, si los entendimientos tienen diverso sentir.
Los que por única guía tienen a la
razón, muy difícil, si no imposible, es que puedan tener unidad de doctrina
porque el arte de conocer las cosas es por difícil y nuestro entendimiento,
débil por naturaleza, es atraído en sentidos distintos por las diversas opiniones
y a menudo engañado por la impresión de la presentación externa de las cosas; a
lo citado se agregan los deseos desordenados, que muchas veces o quitan o por
lo menos disminuyen la facultad de ver la verdad. Por esto, en el gobierno de
los pueblos se recurre muchas veces a mantener unidos por la fuerza aquellos
cuyos ánimos están discordantes.
Muy al contrario los cristianos,
los cuales saben qué han de creer por la Iglesia, con cuya autoridad y guía
están ciertos que conseguirán la verdad. Por lo cual, como es una la Iglesia,
porque uno es Cristo, así una es y debe ser la doctrina de todos los cristianos
del mundo entero. “Uno el Señor, una la fe” (20). Pero teniendo todos un mismo
espíritu de fe (21) alcanzan el principio saludable que les ha de salvar, del
que naturalmente se engendra en todos la misma voluntad y el mismo modo de
obrar.
Unidad y disciplina
Pero, como manda el apóstol San
Pablo, conviene que esta unanimidad sea perfecta.
No apoyándose la fe cristiana en la
autoridad de la razón humana, sino de la divina, porque las cosas “que hemos
recibido de Dios creemos que son verdaderas, no porque con la luz natural de la
razón veamos la verdad intrínseca de las cosas, sino por la autoridad del mismo
Dios que las revela, el cual no puede engañarse ni engañar” (22), se sigue la
absoluta necesidad de abrazar con igual y semejante asentimiento todas y cada
una de las verdades de que nos conste haberlas Dios revelado y que negar el
asentimiento a una sola viene casi a ser lo mismo que rechazarlas todas.
Destruyen, por consiguiente, el fundamento mismo de la fe los que, o niegan que
Dios ha hablado a los hombres, o dudan de su infinita veracidad y sabiduría.
Determinar cuáles son las verdades
divinamente reveladas, es propio de la Iglesia docente a quien Dios ha
encomendado la guarda e interpretación de sus enseñanzas; y el Maestro supremo
en la Iglesia es el Romano Pontífice. De donde se sigue que la concordia de los
ánimos, así como requiere un perfecto consentimiento en una misma fe, así
también pide que las voluntades obedezcan y estén enteramente sumisas a la
Iglesia y al Romano Pontífice, lo mismo que a Dios.
Obediencia que ha de ser perfecta,
porque lo manda la misma fe, y tiene esto de común con ella que ha de ser
indivisible, hasta tal punto que no siendo absoluta y enteramente perfecta,
tendrá las apariencias de obediencia, pero la realidad no.
Y tan importante se reputa en el
cristianismo la perfección de la obediencia, que siempre se ha tenido y tiene
como nota característica y distintiva de los católicos.
Admirablemente explica esto Santo
Tomás de Aquino con estas palabras: “El formal... objeto de la fe es la primera
verdad, en cuanto se revela en las Sagradas Escrituras y en la doctrina de la
Iglesia, que procede de la primera verdad. Luego todo el que no se adhiere como
a regla infalible y divina a la doctrina de la Iglesia, que procede de la
primera verdad manifestada en la Sagrada Escritura, no tiene el hábito de la
fe, sino que lo que pertenece a la fe lo abraza de otro modo que no es por la
fe... Y es claro que aquel que se adhiere a las enseñanzas de la Iglesia como a
regla infalible, da asentimiento a todo lo que enseña la Iglesia, porque de
otro modo, si en lo que la Iglesia enseña abraza lo que quiere y lo que no
quiere no lo abraza, ya no se adhiere a la doctrina de la Iglesia como a regla
infalible, sitio a su propia voluntad (23). Debe ser una la fe de la Iglesia,
según aquello (1 Cor. 1, 10): “Tened todos un mismo lenguaje, y no haya entre
vosotros cismas”, lo cual no se podría guardar a no ser que, en surgiendo
alguna cuestión en materia de fe, sea resuelta por el que preside a toda la
Iglesia, para que su decisión sea abrazada firmemente por toda la Iglesia. Y
por esto sólo a la autoridad del Sumo Pontífice pertenece el aprobar una nueva
edición del símbolo como todo lo demás aun se refiera a toda la obediencia a la
Iglesia”
Tratándose de determinar los
límites de la obediencia, nadie crea que se ha de obedecer a la autoridad de
los Prelados y principalmente del Romano Pontífice solamente en lo que toca a
los dogmas, cuando no se pueden rechazar con pertinacia sin cometer crimen de
herejía. Ni tampoco basta admitir con sincera firmeza las enseñanzas que la
Iglesia, aunque no estén definidas con solemne declaración, propone con su
ordinario y universal magisterio como reveladas por Dios, las cuales manda el
Concilio Vaticano que se crean con le católica y divina, sino además uno de los
deberes de los cristianos es dejarse regir y gobernar por la autoridad y
dirección de los Obispos y, ante todo, por la Sede Apostólica. Muy fácil es,
por lo tanto, el ver cuán conveniente sea esto. Porque lo que se contiene en la
divina revelación, parte se refiere a Dios y parte al mismo hombre y a las
cosas necesarias a la salvación del hombre. Ahora bien: acerca de ambas cosas,
a saber, qué se debe creer y qué se ha de obrar, corno dijimos, prescribe la
Iglesia por derecho divino, y, en la iglesia, el Sumo Pontífice. Por lo cual el
Pontífice, por virtud de su autoridad debe poder juzgar qué es lo que se
contiene en las enseñanzas divinas, qué doctrina concuerda con ellas y cuál se
aparta de ellas, y del mismo modo señalarnos las cosas buenas y las malas: qué
es necesario hacer o evitar para conseguir la salvación; pues de otro modo no
sería para los hombres intérprete fiel de las enseñanzas de Dios ni guía seguro
en el camino de la vida.
DOCTRINA POLITICO -RELIGIOSA
30. Penetremos más íntimamente en
la naturaleza de la iglesia la cual no es un conjunto y reunión casual de los
cristianos, sino una sociedad constituida con admirable providencia de Dios, y
que tiende directa e inmediatamente a procurar la paz y la santificación de las
almas. Y como por divina disposición sólo ella posee lo necesario para esto,
tiene leyes ciertas y deberes ciertos, y en la dirección del pueblo cristiano
sigue un modo y camino conveniente a su naturaleza.
Pero tal gobierno es difícil, y es
frecuente que tropiece con dificultades. Porque la Iglesia gobierna a gentes
diseminadas por todas las partes del mundo de diverso. origen Y costumbres, las
cuales viviendo cada una en su estado y nación, con leyes propias, tienen el
deber de estar a un mismo tiempo sujetas a la potestad civil y a la religiosa.
Y este doble deber, aunque unido en la misma persona, no es el uno opuesto al
otro, según hemos dicho, ni se confunden entre sí, por cuanto el uno se ordena
a la prosperidad de la sociedad civil, y el otro al bien común de la Iglesia y
ambos a conseguir la perfección del hombre.
Determinados de este modo los
derechos y deberes, claramente se ve que las autoridades civiles quedan libres
para el desempeño de sus asuntos, y esto no sólo sin oposición, sino aun con la
declarada cooperación de la Iglesia, la cual, por lo mismo que manda
particularmente que se ejercite la piedad, que es la justicia para con Dios,
ordena también la justicia para con los príncipes. Pero con fin mucho más
noble, tiende la autoridad eclesiástica a dirigir los hombres, buscando “el
reino de Dios y su justicia” (25), y a esto lo endereza todo; y no se puede
dudar, sin perder la fe, que este gobierno de las almas compete únicamente a la
Iglesia, de tal modo que nada tiene que ver en esto el poder civil, pues
Jesucristo no entregó las llaves del reino de los cielos al César, sino a San
Pedro.
Con esta doctrina sobre las cosas
políticas y religiosas tienen íntima relación otras de no poca monta, que no queremos
pasar aquí en silencio.
Es muy distinta la sociedad
cristiana de todas las sociedades políticas; porque si bien tiene semejanza y
estructura de reino, pero en su origen, causa y naturaleza es muy desemejante
de los otros reinos mortales.
Es, pues, justo que viva la Iglesia
y se gobierne con leyes e instituciones conforme a su naturaleza. Y como no
sólo es sociedad perfecta, sino también superior a cualquier sociedad humana,
por derecho y deber propio rehuye en gran manera ser esclava ningún partido y
doblegarse servilmente a las mudables exigencias de la política. Por la misma
razón, guardando sus derechos y respetando los ajenos, piensa que no debe
ocuparse en declarar qué forma de gobierno le agrade más; con qué leyes se ha
de gobernar la parte civil de los pueblos siendo indiferente a las varias
formas de gobierno, mientras queden a salvo la religión y la moral.
Iglesia y partidos
A este ejemplo se han de conformar
los pensamientos y conducta de cada uno de los cristianos. No cabe la menor
duda que hay una contienda honesta hasta en materia de política; y es cuando,
quedando incólumes la verdad y la justicia, se lucha para que prevalezcan las
opiniones que se juzgan ser las más conducentes para conseguir el bien común.
Mas arrastrar la Iglesia a algún partido o querer tenerla como auxiliar para
vencer a los adversarios, propio es de hombres que abusan inmoderadamente de la
religión. Por lo contrario, la religión ha de ser para todos santa e
inviolable, y aun en el mismo gobierno de los pueblos, que no se puede separar
de las leyes morales y deberes religiosos, se ha de tener siempre y ante todo
presente qué es lo que más conviene al nombre cristiano; y si en alguna parte
se ve que éste peligra por las maquinaciones de los adversarios, deben cesar
todas las diferencias; y, unidos los ánimos y proyectos, peleen en defensa de
la religión, que es el bien común por excelencia, al cual todos los demás se
han de referir.
Iglesia y sociedad civil
Creemos necesario exponer esto con
algún mayor detenimiento.
Ciertamente la Iglesia y la
sociedad civil tienen su respectiva autoridad, por lo cual, en el arreglo de
sus asuntos propios, ninguna obedece a la otra; se entiende dentro de los
límites señalados por la naturaleza propia de cada una. De lo cual no se sigue
de manera alguna que deban estar desunidas, y mucho menos en lucha.
Efectivamente, la naturaleza nos ha
dado no sólo el ser físico, sino también el ser moral. Por lo cual, en la
tranquilidad del orden público fin inmediato que se propone la sociedad civil,
busca el hombre el bienestar, y mucho más tener en ella medios bastantes para
perfeccionar sus costumbres; perfección que en ninguna otra cosa consiste sino
en el conocimiento y práctica de la virtud. Juntamente quiere, como es justo,
hallar en la Iglesia los medios convenientes para su perfección religiosa la
cual consiste en el conocimiento y práctica de la verdadera religión, que es la
principal de las virtudes, porque llevándonos a Dios las llena y cumple todas.
De aquí se sigue que al sancionar
las instituciones y leyes se ha de atender a la índole moral y religiosa del
hombre, y se ha de procurar su perfección, pero ordenada y rectamente; y nada
se ha de mandar o prohibir sino teniendo en cuenta cuál es el fin de la
sociedad política y cuál es el de la religiosa. Por esta misma razón no puede
ser indiferente para la Iglesia qué leyes rigen en los Estados; no en cuanto
pertenecen a la sociedad civil, sino porque algunas veces, pasando los limites
prescritos, invaden los derechos de la Iglesia. Más aún: la Iglesia ha recibido
de Dios el encargo de oponerse cuando las leyes civiles se oponen a la
religión, y de procurar diligentemente que el espíritu de la legislación
evangélica vivifique las leyes e instituciones de los pueblos. Y puesto que de
la condición de los que están al frente de los pueblos depende principalmente
la buena o mala suerte de los Estados, por eso la Iglesia no puede patrocinar y
favorecer a aquellos que la hostilizan, desconocen abiertamente sus derechos y
se empeñan en separar dos cosas por su naturaleza inseparables, que son la
Iglesia y el Estado. Por lo contrario, es, como debe serlo, protectora de
aquellos que, sintiendo rectamente de la Iglesia y del Estado, trabajan para
que ambos a una procuren el bien común.
En estas reglas se contiene la
norma que cada católico debe seguir en su vida pública a saber: dondequiera que
la Iglesia permite tomar parte en negocios públicos, se ha de favorecer a las
personas de probidad conocida y que se espera han de ser útiles a la religión;
ni puede haber causa alguna que haga lícito preferir a los más dispuestos
contra ella. De donde se ve qué deber tan importante es mantener la concordia
de los ánimos sobre todo ahora que con proyectos tan astutos se persigue la
religión cristiana.
Cuantos procuran diligentemente
adherirse a la Iglesia, que “es columna y apoyo de la verdad” (26), fácilmente
se guardarán de los maestros “mentirosos... que les prometen libertad cuando
ellos mismos son esclavos de la corrupción”(27), más aún, gracias a la fuerza
de la Iglesia, que participarán, podrán destruir las insidias con su prudencia,
y las violencias con su fortaleza.
Timidez y temeridad en política
No es ocasión ésta de averiguar si
han sido parte y hasta qué punto, para llegar al nuevo estado de cosas, la
cobardía y discordias de los católicos entre sí; pero de seguro no sería tan
grande la osadía de los malos, ni hubiesen sembrado tantas ruinas, si hubiera
estado más firme y arraigada en el pecho de muchos “la fe que obra mediante la
caridad” (28), ni tampoco hubiera decaído tan generalmente la observancia de
las leyes dadas al hombre por Dios. ¡Ojalá que de la memoria de lo pasado
saquemos el provecho de ser más avisados en adelante!
Por lo que hace a los que han de
tomar parte en la vida pública, deben evitar cuidadosamente dos extremos
viciosos, de los cuales uno se arroga el nombre de prudencia, y el otro raya en
temeridad. Porque algunos dicen que no conviene hacer frente al descubierto a
la impiedad fuerte y pujante, no sea que la lucha exaspere los ánimos de los
enemigos. Cuanto a quienes así hablan, no se sabe si están en favor de la
Iglesia o en contra de ella; pues, aunque dicen que son católicos, querrían que
la Iglesia dejara que se propagasen impunemente ciertas maneras de opinar, de
que ella disiente.
Llevan los tales a mal la ruina de
la fe y la corrupción de las costumbres; pero nada hacen para poner remedio,
antes con su excesiva indulgencia y disimulo perjudicial acrecientan no pocas
veces el mal. Esos mismos no quieren que nadie ponga en duda su afecto a la
Santa Sede; pero nunca les faltan pretextos para indignarse contra el Sumo
Pontífice.
La prudencia de esos tales la
califica el apóstol San Pablo de “sabiduría de la carne y muerte” del alma,
porque ni está ni puede estar sujeta a la ley de Dios (29). Y en verdad que no
hay cosa menos conducente para disminuir los males. Porque los enemigos, según
que muchos de ellos confiesan públicamente y aun se glorían de ello, se han
propuesto a todo trance destruir hasta los cimientos, si fuese posible, de la
religión católica, que es la única verdadera. Con tal intento no hay nada a que
no se atrevan, porque conocen bien que cuanto más se amedrente el valor de los
buenos tanto más desembarazado hallarán el camino para sus perversos designios.
Y así, los que tan bien hallados
están con la prudencia de la carne; los que fingen no saber que todo cristiano
está obligado a ser buen soldado de Cristo; los que pretenden llegar, por
caminos muy llanos y sin exponerse a los azares del combate, a conseguir el
premio debido a los vencedores, tan lejos están de atajar los pasos a los malos
que más bien les dejan expedito el camino.
Por lo contrario, no pocos, movidos
por un engañoso celo o, lo que sería peor, por ocultos fines, se apropian un
papel que no les pertenece.
Quisieran que todo en la Iglesia se
hiciese según su juicio y capricho, hasta el punto de que todo lo que se hace
de otro modo lo llevan a mal o lo reciben con disgusto.
Estos trabajan con vano empeño;
pero no por eso son menos dignos de reprensión que los otros. Porque eso no es
seguir la legítima autoridad, sino ir delante de ella y alzarse los particulares
con los cargos propios de los superiores, con grave trastorno del orden que
Dios mandó se guardase perpetuamente en su Iglesia, y que no permite sea
violado impunemente por nadie.
Mejor lo entienden los que no
rehúsan la batalla siempre que sea menester, con la firme persuasión de que la
fuerza injusta se irá debilitando y acabará por rendirse a la santidad del
derecho y de la religión.
Estos, ciertamente, acometen una
empresa digna del valor de nuestros mayores, cuando se esfuerzan en defender la
religión, sobre todo contra la secta audacísima, nacida para vejación del
nombre cristiano, que no deja un momento de ensañarse contra el Sumo Pontífice,
sojuzgado bajo su poder; pero guardan cuidadosamente el amor a la obediencia, y
no acostumbran emprender nada sin que les sea ordenado. Y como quiera que ese
deseo de obedecer, junto con un ánimo firme y constante, sea necesario a todos
los cristianos para que, suceda lo que sucediere, no sean “en nada hallados en
falta” (30), con todo el corazón querríamos que en el corazón de todos
arraigase profundamente lo que San Pablo llama “prudencia del espíritu” (31) .
Porque ésta modera las acciones humanas, siguiendo la regla del justo medio,
haciendo que ni desespere el hombre por tímida cobardía, ni confíe
temerariamente más de lo que debe.
Mas hay esta diferencia entre la
prudencia política que mira al bien común y la que tiene por objeto el bien
particular de cada uno; que ésta se halla en los particulares que en el
gobierno de sí mismos siguen el dictamen de la razón, y aquélla es propia de
los superiores, y más bien aun de los príncipes a, quienes toca presidir con
autoridad. De modo que la prudencia política de los particulares parece tener
únicamente por oficio el fiel cumplimiento de lo que ordena la legítima
autoridad (32). Esta disposición y orden son de tanto mayor importancia en el
pueblo cristiano, cuanto a más cosas se extiende la prudencia política del Sumo
Pontífice, al cual toca no sólo gobernar la Iglesia, sino también enderezar las
acciones de todos los cristianos en general, en la mejor forma para conseguir
la salvación eterna que esperamos. De donde se ve que, además de guardar una
grande conformidad de pareceres y acciones, es necesario ajustarse en el modo
de proceder a lo que enseña la sabiduría política de la autoridad eclesiástica.
Sumisión, obediencia, moralidad
Ahora bien: el gobierno del pueblo
cristiano, después del Papa y con dependencia de él, toca a los Obispos que, si
bien no han llegado a lo más alto de la potestad pontifical, son, empero,
verdaderos príncipes en la jerarquía eclesiástica, teniendo a su cargo cada uno
el gobierno de una Iglesia, son “como arquitectos principales... del edificio
espiritual” (33), y tienen a los demás clérigos por colaboradores de su cargo y
ejecutores de sus deliberaciones.
A este modo de ser de la Iglesia,
que ningún hombre puede alterar, debe acomodarse el tenor de la vida y las
acciones. Por lo cual, así sea como es necesaria la unión de los Obispos, en el
desempeño de su episcopado, con la Santa Sede, así conviene también que, tanto
los clérigos corno los seglares, vivan y obren muy en armonía con sus Obispos.
Podrá, ciertamente, suceder que en
las costumbres de los Prelados se halle algo menos digno de loa, y en su modo
de sentir algo menos digno de aprobación; pero ningún particular puede erigirse
en juez, cuando Jesucristo Nuestro Señor confió ese oficio a sólo aquel a quien
dio la supremacía, así de los corderos como de las ovejas.
Tengan todos muy presente en la
memoria aquella máxima sapientísima de San Gregorio Magno: “Deben ser avisados
los súbditos que no juzguen temerariamente la vida de sus superiores, si acaso
los vieren hacer algo digno de reprensión; no sea que al reprender el mal,
movidos de rectitud, empujados por el viento de la soberbia se despeñen en más
profundos males. Deben ser avisados que no cobren osadía contra sus superiores
por ver en ellos algunas faltas; antes bien, de tal manera han de juzgar las
cosas que en ellos vieren malas, que movidos por amor divino, no rehúsen llevar
el yugo de la obediencia debida. Porque las acciones de los superiores, hasta
cuando se las juzga dignas de justa reprensión, no se han de herir con la
espada de la lengua” (34).
Mas, con todo esto, de poco
provecho serán nuestros esfuerzos si no se emprende un tenor de vida conforme a
la moral cristiana.
Del pueblo judío dicen muy bien las
Sagradas Escrituras: “Mientras no enojaron a Dios con sus pecados, todo les
salió bien; porque su Dios tiene odio a la iniquidad. Pero tan luego como se
apartaron del camino que Dios les habla trazado para que anduviesen por él,
fueron exterminados en las guerras que les hicieron muchas naciones” (35).
Pues la nación de los judíos
representaba como la infancia del pueblo cristiano, y en muchos casos lo que a
ellos les acontecía no era sino figura de lo que habla de suceder en lo por
venir; con esta diferencia, que a nosotros nos colmó y enriqueció la divina
bondad con muy mayores beneficios, por lo cual la mancha de la ingratitud hace
mucho más graves las culpas de los cristianos.
Deber de la caridad
Ciertamente que Dios nunca ni por
nada abandona a su Iglesia; por lo cual nada tiene ésta que temer de la maldad
de los hombres. Pero no puede prometerse igual seguridad las naciones cuando
van degenerando de la virtud cristiana. “El pecado hace desgraciados a los
pueblos” (36) .
Y si en todo el tiempo pasado se ha
verificado rigurosamente la verdad de ese dicho, ¿por qué motivo no se ha de
experimentar también en nuestro siglo? Antes bien, que ya está cerca el día del
merecido castigo, lo hace pensar, entre otros indicios, la condición misma de
los Estados modernos, a muchos de los cuales vemos consumidos por disensiones y
a ninguno que goce de completa y tranquila seguridad. Y si los malos con sus
insidias continúan audaces por el camino emprendido, si llegan a hacerse
fuertes en riquezas y en poder, como lo son en malas artes y peores intentos,
razón habría para temer que acabasen por demoler, desde los cimientos, puestos
por la naturaleza, todo el edificio social. Ni ese tan grave riesgo se puede
alejar sólo con medios humanos, cuando vemos ser tantos los hombres que,
abandonada la fe cristiana, pagan el justo castigo de su soberbia con que,
obcecados por las pasiones, buscan inútilmente la verdad, abrazando lo falso
por lo verdadero, y se tienen a sí mismos por sabios, cuando llaman “bien al
mal y al mal bien, como luz a las tinieblas y tinieblas a la luz” (37).
Es, pues, necesario que Dios ponga
en este negocio su mano, y que, acordándose de su benignidad, se digne volver
los ojos a la sociedad civil de los hombres.
Para lo cual, según otras veces os
hemos exhortado, se debe procurar con singular empeño y constancia aplacar con
humildes oraciones la divina clemencia, y hacer que florezcan de nuevo las
virtudes que forman la esencia de la vida cristiana.
Ante todo se debe fomentar y
mantener la caridad, fundamento el más firme de la vida cristiana, y sin la
cual, o no hay virtud alguna, o sólo virtudes estériles y sin fruto.
Por eso San Pablo, exhortando a los
Colosenses a que se guardasen de todo vicio y se hiciesen recomendables con la
práctica de las virtudes, añade: “Sobre todo esto, esmeraos en la guarda de la
caridad porque es el lazo de la perfección” (38).
Y en verdad que la caridad es un
lazo de perfección, porque une con Dios estrechamente a aquellos entre quienes
reina, y hace que los tales reciban de Dios la vida del alma y vivan con El y
para El.
Y con la caridad y amor de Dios ha
de ir unido el amor. del prójimo, pues los hombres participan de la bondad
infinita de Dios, de quien son imagen y semejanza. “Este mandamiento nos ha
dado Dios, que quien le ama a El, ame también a su hermano” (39). “Si alguno
dijere ‘amo a Dios’ y aborreciere a su hermano, miente” (40). Y este
mandamiento de la caridad lo llamó nuevo el divino Legislador, no porque hasta
entonces no hubiese ley alguna divina o natural, que mandara se amasen los
hombres unos a otros, sino porque el modo de amarse que habían de tener los
cristianos era nuevo y hasta entonces nunca oído. Porque la caridad con que
Jesucristo es amado por su Padre, y con la que El ama a los hombres, ésa la
consiguió El para sus discípulos y seguidores, a fin de que sean en El un
corazón y una sola alma, así como El y el Padre son una sola cosa por
naturaleza. Muy sabido es cuán hondas raíces echó la virtud de este precepto en
los pechos de los primeros cristianos, y cuán copiosos y excelentes frutos dio
de concordia, mutua benevolencia, piedad, paciencia y fortaleza.
¿Por qué no hemos de esforzarnos en
imitar los ejemplos de nuestros mayores? Lo calamitoso de los tiempos es un
buen estímulo para movernos a guardar la caridad. Pues tanto crece el odio de los
impíos contra Jesucristo, muy puesto en razón es que los cristianos vigoricen
la piedad y enciendan la caridad, fecunda madre de las más grandes empresas.
Acábense, pues, las diferencias, si
alguna hubiere. Dése fin a aquellos debates que, acabando con las fuerzas de
los combatientes, no son de provecho alguno a la religión.
Unidas las inteligencias por la fe
y con la caridad las voluntades, vivamos, corno es nuestro deber en el amor de
Dios y del prójimo.
derechos de los padres
54. Oportuna ocasión es ésta para
exhortar en especial a los padres de familia para que traten, no sólo de
gobernar sus casas, sino también de educar a tiempo a sus hijos según estas
máximas.
Fundamento de la sociedad civil es
la familia, y, en gran parte, es en el hogar doméstico donde se prepara el
porvenir de los Estados. Por eso los que desean poner divorcio entre la
sociedad y el Cristianismo, poniendo la segur en la raíz, se apresuran a
corrompe la sociedad doméstica: ni les arredran en tan malvado intento el
pensar que lo podrán llevar a cabo sin grave injuria de los padres a quienes la
misma naturaleza da el derecho de educar a sus hijos, imponiéndoles al mismo
tiempo el deber de que la educación y enseñanza de la niñez corresponda y diga
bien con el fin para el cual el Cielo les dio los hijos. A los padres toca, por
lo tanto, tratar con todas sus fuerzas de rechazar todo atentado en este
particular, y de conseguir a toda costa que en su mano quede el educar
cristianamente, cual conviene, a sus hijos, y apartarlos cuanto más lejos
puedan de las escuelas donde corren peligro de que se les propine el veneno de
la impiedad. Cuando se trata de amoldar al bien el corazón de los jóvenes, todo
cuidado y trabajo que se tome será poco para lo que la cosa se merece. En lo
cual son, por cierto, dignos de la admiración de todos, los católicos de varios
países, que con grandes gastos y mayor constancia han abierto escuelas para la
educación de la niñez.
Conveniente es emular ejemplo tan
saludable dondequiera que lo exijan los tiempos que corren; pero téngase ante
todo por indudable que es mucho lo que puede en los ánimos de los niños la
educación doméstica Si los jóvenes encontraren en sus casas una moralidad en el
vivir y una corno palestra de las virtudes cristianas, quedará en parte
asegurada la salvación de las naciones.
Nos parece haber tocado ya las
principales cosas que en estos tiempos han de hacer los católicos, así como las
que han de rehuir.
Sólo resta, y esto es de vuestra
incumbencia, Venerables Hermanos, que procuréis sea oída Nuestra voz en todas
partes, y que todos entiendan de cuánta importancia es que se lleve a cabo lo
que en esta Carta hemos declarado. No puede ser molesto y pesado el
cumplimiento de estos deberes, ya que el yugo de Jesucristo es suave y ligera
su carga. Mas si algo les parece difícil de hacer, procurad con vuestro ejemplo
y autoridad despertar alientos generosos en todos para que no se dejen vencer
por ninguna dificultad. Hacedles ver, como Nos hemos dicho muchas veces, que corren
grave riesgo bienes gran y sobremanera dignos de ser codiciados; para conservar
los cuales, todos los trabajos se deben tener por llevaderos, siendo tan
excelente el galardón con que se remunera esos trabajos, como es grande el
premio que corona la vida de quien vive cristianamente. Fuera de que no querer
defender a Cristo peleando, es militar en las filas de sus enemigos; y El nos
asegura (41) que no reconocerá por suyos delante de su Padre en los cielos a
cuantos rehusaron confesarle delante de los hombres de este mundo.
Por lo que hace a Nos y a todos
vosotros, nunca, de seguro, consentiremos el que, mientras Nos quede un soplo
de vida, falte - a quienes pelean- Nuestra autoridad, consejo y ayuda. Y no hay
duda que así al rebaño como a los pastores dará Dios sus auxilios hasta
conseguir completa victoria.
Reanimados por esta esperanza, del
fondo de Nuestro corazón, Nos os darnos en el Señor a vosotros, Venerables
Hermanos, y a todo vuestro Clero y pueblo, la Bendición Apostólica como anuncio
de los dones celestiales y prenda de Nuestra benevolencia.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el
10 de enero de 1890, año duodécimo de Nuestro Pontificado.
(visto www.statveritas.com.ar)
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