El conocimiento intelectual humano,
como todo conocimiento finito, es una actividad inmanente, acoplada o ajustada
perfectamente al objeto inmediato sobre que versa. Y es precisamente ese objeto
inmediato el que marca la diferencia entre cada especie de conocimiento, y
entre cada acto individual de conocer. Por eso, la "naturaleza
específica" del conocimiento intelectual humano hay que extraerla de la
naturaleza específica de todos los objetos inmediatos de los distintos actos de
conocer de la facultad intelectiva del hombre; naturaleza específica que
constituye, sin más, el llamado "objeto propio" de dicha facultad.
Pues bien, el objeto propio del
intelecto humano está constituido, en cuanto a su contenido, por las esencias
abstraídas de las cosas corpóreas, y, en cuanto a su estatuto "objetual",
por la universalidad y la necesidad, tal como luego explicaremos. Por lo demás,
dicho objeto propio es, desde luego, una concreción del objeto común de todo
intelecto, que es, como ya se ha afirmado, la entidad misma, el ser y la
esencia de las cosas.
En efecto, lo que conoce el
intelecto humano, de manera directa e inmediata, ni son los accidentes
exteriores de las cosas corpóreas, que constituyen, en general, los objetos
propios de los distintos sentidos, ni son tampoco las esencias simples de las
sustancias incorpóreas, que sólo indirectamente podemos conocer, y con grandes
limitaciones además, sino que lo que nuestro intelecto conoce, de manera
directa e inmediata, son las esencias de las sustancias corpóreas, en tanto que
abstraídas, a partir de los datos aportados por nuestros sentidos externos e
internos.
Como escribe SANTO TOMÁS a este
respecto: "El objeto cognoscible está siempre proporcionado a la potencia
cognoscitiva. Pero tres son los grados de la potencia cognoscitiva. Existe una
que es acto de un órgano corporal, a saber, el sentido, y así el objeto de la
potencia sensitiva es la forma en cuanto existente en la materia corporal
(...). Existe otra potencia cognoscitiva que ni es acto de un órgano corporal
ni está de alguna manera unida a la materia corpórea, como el intelecto
angélico, y así el objeto de ella es la forma subsistente sin materia (...).
Existe, finalmente, el intelecto humano, que ocupa un lugar intermedio, pues no
es acto de algún órgano corporal, aunque sí es una potencia del alma que es
forma del cuerpo (...); y, por eso, lo propio de él es conocer la forma que
existe individualmente en la materia corporal, pero no en cuanto existe en tal
materia. Ahora bien, conocer aquello que existe en la materia individual, pero
no en cuanto existe en tal materia, es abstraer la forma de la materia
individual representada en alguna imagen sensible. Luego es preciso que nuestro
intelecto entienda las esencias de las cosas materiales, abstrayéndolas de las
imágenes sensibles; y, por las cosas materiales así consideradas, podemos
llegar después a cierto conocimiento de las inmateriales".
Por lo demás, el conocimiento
intelectual humano de dichas esencias de las cosas corpóreas no es, desde
luego, perfecto y exhaustivo, pues se lleva a cabo en dependencia y a partir
del conocimiento de nuestros sentidos, que no son capaces de captar las
esencias mismas de las cosas corpóreas, sino sólo los accidentes externos de
ellas. Sin embargo, nuestro intelecto aprehende, de un modo natural, las notas
esenciales más simples y sencillas de todas las cosas, y a partir de ahí, puede
llegar al conocimiento más determinado de la esencia de cada cosa. Todo lo cual
puede verse refrendado por estos otros textos de Santo Tomás:
"Como
quiera que el sentido, donde comienza nuestro conocimiento, versa sobre los
accidentes externos, que son sensibles por sí, como el color, el olor, etc.,
nuestro intelecto no puede llegar, a través de tales accidentes, a un conocimiento
perfecto de las esencias de las cosas materiales, ni siquiera de aquellas cuyos
accidentes son adecuadamente conocidos por el sentido".
"El
intelecto humano está ordenado por naturaleza a comprender la esencia de las
cosas, y por ello procede aquí de un modo natural (...). Pues están
naturalmente insertas en nuestro intelecto ciertas concepciones, conocidas por
I todos, como las de ente, de uno, de bueno, y otras semejantes, a partir de
las cuales procede el intelecto al conocimiento de la esencia de cada cosa, del
mismo modo que, a partir de los principios evidentes de suyo, procede nuestra
razón al conocimiento de las conclusiones que de ellos se derivan".
Y si este es el objeto propio de
nuestro intelecto en cuanto a su "contenido", por lo que se refiere a
su "estatuto objetual", es decir, a las condiciones de tal objeto en
tanto que objeto, dichas condiciones son, como hemos dicho, la universalidad y
la necesidad.
En efecto, todo lo que es objeto
de nuestro conocimiento intelectual se nos presenta como algo abstraído de la
singularidad más estricta, y, por consiguiente, como universal, esto es, como
repetible o multiplicable en muchos individuos dentro del mismo grado de
perfección esencial. Y esto no sólo en esencias muy generales, sino incluso en
esencias enteramente determinadas desde un punto de vista formal, cual ocurre,
por ejemplo, en la esencia de cualquier figura geométrica, como puede ser una
circunferencia de un decímetro de radio. Se trata de una esencia bien
determinada, a la que, desde el punto de vista de su forma, no se le puede
agregar ninguna nueva determinación; y, sin embargo, esa esencia puede
ciertamente repetirse o multiplicarse indefinidamente en innumerables
individuos. Esta es la razón por la que se dice que el objeto propio de nuestro
intelecto es siempre universal.
Y lo mismo ocurre con la
necesidad, es decir con la inmutabilidad que acompaña a todo objeto del
conocimiento intelectual. Dicha inmutabilidad no es positiva, sino negativa; no
se trata de una propiedad que corresponda a una realidad positivamente
inmaterial, es decir, espiritual, que, precisamente por ser espiritual, es
incorruptible, imperecedera, necesaria. Se trata, más bien, de una carencia o
privación. Esa inmutabilidad se debe a la falta de realidad. Lo que no existe
no puede moverse o cambiar, y tampoco actuar o producir algo; y el objeto
entendido y en cuanto entendido está desprovisto, no sólo de la materia, si es
que la tenía, sino también de la existencia real y de la eficiencia. Por eso,
lo entendido en cuanto entendido no cambia ni actúa, y tampoco está sometido al
tiempo, que no es posible sin el movimiento. Y por esta razón tampoco es
posible la memoria, o el reconocimiento del pasado, en relación con los objetos
del conocimiento intelectual, en tanto que objetos.
(Tomado de "Metafísica tomista", de Jesús García López)
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