Decíamos que la segunda opción era el racionalismo con su
desconfianza respecto del valor del testimonio de los sentidos. Esta actitud se
remonta a Parménides y Platón es su máximo exponente. Este último estudió a la
sombra de Sócrates que se interesaba por comprender a los hombres. Como “nada
sabía”, se limitaba a preguntar a los que presumían saber. Su interés lo
llevada, de ordinario, a temas morales y políticos. Mas quedaba disconforme con
las respuestas que recibía; por lo que, mediante ingeniosas preguntas, dejaba
en evidencia la ignorancia de su interlocutor. Platón comprendió que su maestro
andaba en busca del verdadero saber, estable y válido para todos los casos.
¿Qué es el valor?, ¿Qué es la belleza?, ¿Qué es la virtud? Preguntaba su
maestro. No bastaba con responderle con un ejemplo. Sócrates deseaba llegar a
la esencia de lo que deseaba saber. Pero los sentidos nada nos dicen sobre
tales esencias; todo lo que nos muestran son aspectos aislados y variables al
infinito.
Meditando sobre este enigma, Platón supuso que había dos
mundos muy diferentes: el intelectual, inmutable y universal, y el sensorial,
singular y en continuo cambio. Postuló la solución más simple: hay dos mundos.
Uno visto por nuestras almas antes de encarnarse: “la llanura de la verdad”; el
otro, por nuestros sentidos, mera sombra de aquél. Por eso llamó, a lo que
piensa nuestra inteligencia, “lo visto”, expresión griega que dio origen a
nuestra palabra “idea”. Una idea es una realidad que reside en el mundo
inteligible situado más allá del sol. Dado que en nuestro mundo hay cosas que
se le parecen de alguna manera, como las sombras a lo que las provoca, nuestro
intelecto es guiado por ellas a rememorar lo visto en aquel mundo. La
experiencia se refiere a este mundo cambiante; la ciencia al inmutable de la
verdadera realidad. En esta visión queda escindida la realidad en dos mundos
separados y antagónicos en cuanto a ciertas características, si bien, el
sensible, en cierto sentido, imita al inteligible; así como la sombra se parece
a lo que la crea. Gracias, pues, a un cierto parecido, nuestra inteligencia va
recreando en su interior ese otro mundo y aspira a volver a él, donde gozará de
la verdadera belleza, de la que son lejanas sombras las cosas bellas que aquí
vemos. Su discípulo Aristóteles se sorprende de que podamos nacer sabios e
ignoremos que lo somos. Urge, pues, hallar una comprensión de estos dos mundos
que los armonice en vez de separarlos y oponerlos.
Aristóteles reconoció que todo conocimiento comienza por
los datos aportados por los sentidos, por lo que nunca es lícito negar lo que
nos muestran. Más eso no basta. Ya vimos que las sensaciones tienen que ser reunidas
en todos. Esos todos son las cosas, las cuales están provistas de color, olor,
sonido, etc. Pero ellas son algo más que esos aspectos que muestran las
sensaciones. Esa puerta es blanca, pero es algo más que un mero color. La
inteligencia busca ese algo más. Cuando lo alcanza, o, al menos, cree haberlo
logrado, forma el concepto. Este concepto es universal pues vale igual para
todas las puertas, independientemente del color que tengan. La inteligencia
busca lo que realmente es eso que presenta ante nuestros ojos un color blanco.
Por ello se pregunta: ¿Qué es una puerta? Si le respondemos: “algo blanco”, no
se da por satisfecha. Quiere descubrir qué encierra ese “algo”, el sujeto de lo
que ven sus ojos. Su investigación termina en la esencia. Por desgracia, de muy
pocas cosas llegamos a captarla realmente. Por ello, a menudo, nos valemos de
una o más características que nos permitan distinguir esa cosa de otra de
diferente naturaleza. Esta dificultad, esta incapacidad de nuestra
inteligencia, alimenta todas las críticas que se le hacen, hasta el extremo de
negar que existan las esencias. Sin embargo, lo único que explica la
universalidad del conocimiento científico, es su existencia. Por ello, podemos
predecir cómo se comportarán los elementos con los que fabricamos un puente y
cuánto peso puedan resistir. Si se cae, llevamos a juicio al constructor. ¿Por
qué? Porque lo que sabemos de las esencias permite la técnica.
Esta breve excursión por el complejísimo mundo del
conocimiento humano debe dejarnos bien grabada nuestra debilidad. Lo que
realmente conocemos son los aspectos que los sentidos captan. Con ellos, al
advertir que varios provienen de una única fuente, captamos la cosa real, la
que vamos poco a poco comprendiendo. Nuestra meta es la esencia, lo que
realmente es esa cosa. Sin embargo, como no tenemos contacto directo con ella,
la comprendemos a partir de los aspectos que nos muestra en la experiencia
sensible. En una palabra, conocemos solamente “aspectos”. Por ello hemos de
estar atentos y esperar que, en cualquier momento, surja uno nuevo que nos
permita comprender mejor la esencia de lo que queremos conocer. Nunca
agotaremos la complejidad de lo real. A pesar de lo cual, lo que ya sabemos, lo
sabemos, y podemos confiar en ello. Por desgracia, confundimos constantemente
saber con conjeturar. Tomamos nuestras conjeturas, nuestras teorías, nuestras
hipótesis, por saber. Por ello hay tantas teorías muertas en el camino de la
ciencia.
(Tomado de 'Teoría de la evolución ¿Ciencia o filosofía?)
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