Hasta aquí hemos dado una visión muy breve del inicio de
nuestro conocimiento. Conocemos por los sentidos ciertos aspectos de la
realidad que, al ser reunidos por nuestro sentido interior, nos indican que hay
objetos concretos a los que les pertenecen esos aspectos. Pero no todo lo que
es un objeto es captado por los sentidos. La inteligencia no se da por
satisfecha tan fácilmente. Un niño pequeño puede identificar las cosas por su
color y le basta; no así un adulto. Más aún, hay aspectos que sólo podemos
reconocer tras ardua investigación. De modo que necesitamos advertir no sólo
que tal sensación proviene de tal objeto sino que, además, reconocer otros
aspectos a pesar de no haber sensación de ellos. Sin sentir congoja alguna, por
su cara, advertimos cuándo alguien la está sufriendo. Percibo por sensación el
color de su rostro, aunque carezco de sensación de su dolor, comprendo que él
lo está sufriendo. Por eso no dudo de su presencia en esa persona. Una cosa es
reconocer una sensación y luego unificarla con otras en la percepción; otra muy
diferente es forjar un concepto, y otra muy distinta es atribuirlos a
determinada realidad. Para ello necesitamos la experiencia. Ahora uso la misma
palabra que he usado tantas veces, pero en otro sentido. Porque también
llamamos experiencia a la acumulación de percepciones respecto de un mismo
objeto. Esta acumulación nos convierte en expertos. La labor de la
inteligencia, en este nuevo sentido de la palabra experiencia, es fundamental.
No se trata tan solo de ver, oír, etc., ni tampoco de percibir objetos, sino de
obtener conclusiones a partir de lo percibido tantas veces. Como todas las
percepciones son diferentes, interviene la inteligencia que busca las esencias:
ese fondo de las cosas que no cambia a pesar de que cambien todos sus detalles
y que es expresado en su concepto. Todo este trabajo se completa al intervenir
nuevos actos de la inteligencia: el juzgar y el razonar. Por el primero
atribuimos tal concepto a tal objeto; por el segundo, superamos toda
experiencia y hallamos nuevas características de ese mismo objeto y de otros
del mismo tipo. Así, por ejemplo, el investigador puede descubrir al criminal
sin haber sido testigo del crimen. Sin experiencia del hecho, logra completar
la experiencia que tiene con elementos de los que no tiene ninguna, Ya que no
estaba presente cuando ocurrió el delito, carece de experiencia, pero su
inteligencia le permite completarla razonando.
Cuando realizamos estas nuevas operaciones, hemos de ser
más cautelosos aún. Porque, por medio de ellas, podemos generalizar aún más lo
sabido y aplicarlo a nuevos ámbitos. Incluso, podemos superar toda experiencia
sensorial posible. Si en las operaciones que estudiamos en el apartado anterior
era posible el error y llamábamos a la cautela, en éste tal posibilidad se
acrecienta. Juzgar y razonar es tanto más difícil que hemos de ser aún más
cautos y reconocer que sabemos muy poco, aunque tengamos opinión sobre muchas
cosas. Cuando estudiaba en secundaria, nos relataban cómo se había llegado a la
conclusión de que el calor dilata los metales. Nada más fácil, aparentemente.
Calentados varios metales se observaba cuánto se habían dilatado. Por
desgracia, tal perece que el calor dilata, no solo los metales, sino todas las
cosas. Tenemos dos problemas de dificilísima solución. El primero es cuántos
casos permiten la generalización; el segundo, hasta qué nivel he de llevarla.
Sin ánimo de profundizar el tema que estudian muy bien los que se dedican a la
lógica, dejemos constancia de que no es nada fácil en la práctica. Todos los
chinos tienen la piel olivácea, los ojos rasgados, una pequeñísima nariz. Tengo
millones de casos que justifican una generalización. ¿Llega ésta hasta la
familia, hasta el género, hasta la especie, hasta la raza o sólo a la sub-raza
según la clasificación biológica? Como la especie humana suele dividirse en
tres razas, la generalización legítima llega tan sólo hasta la raza en la
actual clasificación. Este es el problema del método que usan los científicos
experimentales y que llamamos inducción. Por desgracia compruebo con cuán pocos
casos algunos científicos generalizan para, después de poco tiempo, reconocer
que se han equivocado. Se nos dice: esto está científicamente demostrado, para,
poco después, decirnos: se creía que…, pero hoy se sabe que… Para repetirnos la
frase en unos pocos años más. Tanto se ha abusado de estas generalizaciones
imprudentes y tanto se han achacado a la ciencia esas imprudencias, que estamos
perdiendo nuestra fe en ella. ¿Afecta esta pérdida a la sabiduría? Primero
habrá que distinguir ambas disciplinas.
Tomado de 'Teoría de la evolución ¿Ciencia o filosofía?)
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