La sabiduría tampoco se opone al conocimiento vulgar ni a
la ciencia. Es una etapa más en lo que podemos llamar la profundización del
saber. Repitamos la escala: las sensaciones muestran aspectos superficiales de
las cosas; al reunirlos, la percepción descubre una cosa, un ente, propietaria
de esos aspectos; la inteligencia busca comprender lo que muestran esos
aspectos para producir el concepto. Como la primera experiencia poco muestra ha
de repetirla y experimentar, para lo cual ha de tener suficiente cautela; por
ello busca repetir la experiencia hasta tener base suficiente. Como esta labor
es propia de la ciencia, que por ello la llamamos experimental, ¿Queda lugar
para la sabiduría? Muchos lo niegan. Tanto el materialismo como el mecanicismo,
desarrollados nuevamente desde el inicio de los tiempos modernos e impuestos a
la ciencia por la filosofía positivista, nos inclinan a ello. En la antigüedad
y edad media, no se separaba la ciencia de la sabiduría; ambas estaban
incluidas en la voz filosofía. Es verdad que en la época helenista se las
distinguió, tal como se hace hoy, pero sin oponerlas.
La gran diferencia entre ellas es la superación de la
experiencia sensorial. Advirtamos que ya la percepción iniciaba esta superación
en el mismo inicio del conocimiento vulgar. Ésta se acentúa en el conocimiento
científico para hacerse máxima en la filosofía o sabiduría. Tal vez un ejemplo
nos ayude a comprenderlo. Supongamos que nuestros antepasados del neolítico
hallan una hermosa caverna cuyo ingreso hace un zigzag que impide que la
claridad del sol llegue a una enorme cavidad interior. No solo los acoge con su
calidez, ya que el frío glacial no penetra hasta ella, sino que les inspira el
deseo de pintarla. Supongamos que, como ya saben trabajar metales, pueden hacer
escudos de bronce pulidos aptos para reflejar el sol. Dispuestos en los codos
del zigzag, permiten llevar suficiente claridad al fondo de la caverna. Visto
desde el interior, el último espejo explica dicha claridad, y la de éste es
explicada por el anterior. El conocimiento vulgar se satisface con ese último
espejo; el científico sigue la cadena de espejos sin salir de la caverna; el
filósofo comprende que ninguno de ellos explica la luz por lo que, sin
necesidad de salir de la caverna, comprende la necesidad de aceptar la
existencia de un ente que inicie toda la cadena y que sea la verdadera causa de
la luz: el sol. Supongamos que jamás salió de ella, carece, por lo tanto, de
experiencia del sol; mas su inteligencia lo fuerza a comprender que existe. En
términos filosóficos decimos que los científicos se limitan a las causas
próximas, los espejos, mientras los filósofos se esfuerzan por alcanzar la última,
el sol, según nuestro ejemplo. Pero es siempre la misma inteligencia, siempre
el mismo punto de partida, la sensación. ¿Cómo es posible que la sabiduría
pueda superar toda experiencia posible? Hemos de profundizar en nuestras
facultades cognoscitivas para hallar la respuesta.
Decimos que los hechos no se discuten, se aceptan.
Llamamos hechos a lo que la experiencia nos da a conocer directamente; lo que,
por desgracia, siempre se reduce a un caso singular. ¿Con qué derecho el
científico generaliza y habla de razas, especies, géneros, familias, etc.? Ya
lo vimos: es la inteligencia que busca las esencias porque no queda satisfecha
con los aspectos exteriores que le muestran los sentidos. Toda la cultura y la
civilización prueban que la inteligencia tiene razón al no conformarse
únicamente con colores, olores, sonidos…
Demos un paso más y sostengamos que los hechos son
evidentes. Con esta palabra afirmamos nuestra absoluta seguridad. Siempre
andamos en busca de la evidencia. Pues bien, la inteligencia es capaz de hallar
ciertas evidencias al poner en contacto dos conceptos, sin necesidad de
experiencia alguna. Pongamos en contacto el concepto “todo” con el concepto
“parte”. Comprendemos, con evidencia inmediata, que “el todo es mayor que la
parte” y que “la parte es menor que el todo”. Con este juicio puedo juzgar toda
realidad en la que dos objetos aparezcan en esta relación. Siempre será mayor
el todo. Aquí no cabe la duda, no se necesita hacer experiencias nuevas para
corroborar la verdad del juicio que hemos hecho. Si le parece poco científico
el confiar en la mera relación entre dos conceptos creados por nuestra débil
inteligencia, piense un instante en las matemáticas. En ellas observamos el uso
de este modo de razonar, llamado deducción, a cada paso11. Es por eso por lo
que todas las ciencias experimentales que trabajan con cuerpos en movimiento se
someten a ellas. Y nadie reclama por la intromisión indebida de una ciencia
basada en meros conceptos. Por ello, además, estas ciencias demuestran sus
verdades de modo muy superior a como los científicos experimentales pueden
demostrar las suyas. Quien se atiene solamente a la experiencia está siempre
abierto a hallarse con una excepción. Recuerde que los chinos tienen más de mil
millones de ejemplos de que todo ser humano tiene las características que
atribuimos a una raza entre otras. La generalización llegaba hasta la raza, no
a la especie, mucho menos al género.
La sabiduría se construye con ayuda de estas verdades que
los matemáticos llaman axiomas y los filósofos principios. El usarlos también
alcanza al nivel del conocimiento científico y vulgar, ya que no se puede
pensar sin ellos, pero el uso que de él hace la sabiduría exige un tratamiento
especial que no es del caso profundizar aquí. Hay una ciencia dedicada a ello,
se llama metafísica. Nos limitaremos a un solo ejemplo para que sea más fácil
la comprensión de lo que estudiaremos más adelante. Los empiristas, al eliminar
la aportación de la inteligencia, eliminaron la ciencia de los primeros
principios de la razón, la sabiduría o metafísica. Está de moda reírse de la
cima del saber humano. Es una lástima. Porque, hasta para reírse de la
metafísica hay que hacer metafísica. Una muy mala por cierto. Mostraremos la
importancia de su trabajo con un ejemplo, con la noción de causa, de la que
brota el principio de causalidad, tan vapuleado en la mala filosofía moderna,
pero absolutamente necesario en ciencia.
Llamamos causa a aquello de lo que depende el ser del
efecto. Suele expresarse estúpidamente el principio que brota de esta noción
diciendo: todo efecto tiene causa. Como efecto es lo que tiene causa, enunciado
así, el principio sería tan solo una tautología12. Un enunciado correcto, entre
los muchos posibles, reza así: todo compuesto tiene causa. ¿Podría demostrarlo?
No, porque es evidente. Sin embargo, puedo agregar otro principio, tan evidente
como él, que ayuda a comprenderlo: lo diverso, en cuanto diverso, no hace algo
uno. Para ser unificado eso que hemos calificado de diverso, se necesita de una
fuerza unificante a la que llamamos causa. Jamás nadie vio, en el pasado, al
espermatozoide unirse al óvulo, a pesar de lo cual nadie jamás dudó de que, si
la hembra quedó preñada, intervino un macho…
Gracias a estos principios primeros de la razón podemos
sobrepasar el nivel de la experiencia y construir la sabiduría, la más difícil
de todas las ciencias y de la que dependen todas, como quedará más claro cuando
enfrentemos el subtítulo de este libro: ¿Ciencia o filosofía?
Conviene agregar que hay muchos tipos de ciencia y la
palabra se usa cada vez con más vaguedad. Es obvio que bien poco tiene que ver
la química con la paleontología en el modo de estudiar su objeto y obtener sus
conclusiones, por ejemplo. Cada ciencia ha de considerar la naturaleza de su
objeto y, en virtud de ésta, buscar el método más apropiado. Mientras un
químico puede repetir cuantas veces quiera una determinada reacción, al
paleontólogo de nada le serviría tal repetición porque busca conocer qué
ocurrió hace tantos siglos; hechos irrepetibles, obviamente. Porque si hoy
ocurriese algo parecido, nada prueba que fue eso lo que sucedió hace un millón
de años. Mientras el químico busca una constante, suele llamársela “ley”, el
paleontólogo busca un hecho único. Como no hay testigos, tampoco podría
llamarse hecho, en sentido estricto. Mientras el químico busca generalizar, el
paleontólogo se limita a buscar la secuencia de hechos pasados.
En el siglo diez y nueve, Charles Sanders Pierce13
explica ciertas peculiaridades de la ciencia en virtud de lo que él llamó la
abducción. Esta consiste en observar una base de hechos y permitir que esos
hechos sugieran una teoría. En el fondo, se limita a buscar una causa que
permita explicarnos tales hechos14. Tal causa haría que el hecho que nos
sorprende como algo insólito pase a ser natural. Todos los historiadores,
investigadores policiales y nosotros mismos a cada paso hacemos uso de este
modo de pensar. En los Estados Unidos está de moda entre los científicos y
suele calificársela como la “inferencia de la mejor explicación”. Claro está
que hay que evitar considerar que el hecho del que partimos nos sirva como
confirmación de nuestra inferencia. Esta explicación no está confirmada por la
experiencia, es una mera hipótesis; pero puede proporcionarnos una cierta
convicción. La mayoría de las teorías científicas no pasan de ser abducciones,
por lo que es un abuso cierto el presentarlas como hechos. El caso de la teoría
darwinista es paradigmático, como vamos a ver. Ya Aristóteles había hablado de
tal modo de investigar como una variante de la deducción. En su comprensión,
este modo de deducir, si parte de verdades apodícticas, es una verdadera
demostración y no una mera hipótesis. En metafísica se hace uso de la
deducción; más no así en las ciencias experimentales que se limitan a lo que
los sentidos nos muestran. Lo que ellos muestran está en continuo cambio, es
accidental y singular; carece de la universalidad que el conocimiento
intelectual busca. Sin embargo, en la base de toda investigación científica
está presente una deducción: todo hecho contingente ha sido producido por una
causa. De ahí la superioridad demostrativa de las matemáticas que se mueven en
el universo de los conceptos necesarios y universales y también se sirven de la
deducción. Del mismo modo, la metafísica llega a certezas que están fuera del
alcance de las ciencias experimentales.
Pongamos un ejemplo sencillo. Cuando observamos una
figura en la que aparecen ángulos opuestos por el vértice, una X, por ejemplo,
tenemos la impresión que dichos ángulos son idénticos en tamaño, son iguales.
¿Será verdad necesaria, casualidad o mera ilusión óptica? Un científico
experimental decide poner en práctica su método inductivo. Construye un
centenar de cuerpos en que aparezcan ángulos opuestos por el vértice, de
distintos tamaños, construidos con diversos materiales, etc., y los somete a
temperaturas y presiones variables, etc. Todo lo que se le ocurra que pueda
variar un ángulo. Al ver que no varían llega a la conclusión esperada. La
expresa como una ley; pero advierte que puede haber excepciones. El matemático,
en cambio, hace uso de la deducción. Ilumina su problema con la enseñanza que
le brinda un primer principio de la razón. Este reza así: dos cantidades
iguales a una misma tercera son iguales entre sí. En filosofía lo llamamos
principio de triple identidad. En seguida pone nombre a los ángulos opuestos
por el vértice: alfa y beta. Llamemos gamma al ángulo que los separa. En
seguida observa que alfa más gamma es un ángulo extendido, es decir, mide
ciento ochenta grados. Sumado beta con ese mismo gamma, también nos da ciento
ochenta grados por la misma razón. El principio enunciado le permite concluir
con evidencia absoluta que siempre y necesariamente los ángulos opuestos por el
vértice serán iguales. Es por esto por lo que su profesor de matemáticas en La
Flèche enseñaba a Descartes que la única ciencia que demostraba de modo
absoluto lo que estudiaba era la matemática; certeza que el discípulo exageró
hasta concluir que toda demostración ha de hacerse al modo matemático y se
dedicará a desarrollar una matemática universal que destronara a la metafísica.
Así nació el racionalismo y su desprecio de la experiencia.
(Tomado de 'Teoría de la evolución ¿Ciencia o filosofía?)
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