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lunes, 28 de noviembre de 2016

La verdad (Juan Carlos Ossandón Valdés)

Solemos iniciar una frase diciendo: Yo pienso que… A menudo quisiera, a mi vez, decir: Ya sé que piensa. Me gustaría saber si sabe. Porque es algo muy distinto pensar que saber, o sea, conocer. El conocer implica referir nuestras facultades a la realidad y adecuarlas a ella. Toda la ciencia se dedica a eso; no así la literatura que tiene la libertad de desarrollar fantasías que pueden estar reñidas con la realidad. Como el tema que nos ocupa es científico, hemos de limitarnos a la verdad. Porque en eso consiste la diferencia entre pensar y saber; sólo este último se limita a lo verdadero y evita toda fantasía, por bella que nos parezca.

Un filósofo judío, Isahaq Israeli, la definió: Adecuación entre la cosa y el intelecto. Definición aceptada por los pensadores medievales, los que distinguieron dos tipos: A) Si la cosa se adecúa al intelecto, la llamamos “verdad ontológica”. B) Si el intelecto se adecúa a la cosa, “verdad lógica”. La primera es la propia del creador que imprime su concepción a una materia; la segunda es la propia de los científicos y filósofos que buscan comprender la realidad, que no ha sido creada por ellos, sin falsificarla. Aunque hay otras definiciones de verdad, nos limitaremos a usar ésta que, aunque casi nadie la conoce, de hecho todos la usan en la práctica. Precisamente, cuando el que piensa no se adecúa a la realidad, decimos que se ha equivocado. La noción de error se funda en esta concepción de verdad.

Hoy está de moda sostener que se busca la verdad. Pero, ¡ay de Ud. si sostiene que la ha hallado! Todos le negarán tal pretensión. No puede haber actitud más tonta que ésta. Si se busca algo es para hallarlo. Si nos negamos a aceptar su hallazgo, renunciemos a buscarla. Eso sería inteligente. Esta actitud se ha puesto de moda por influencia del pensar liberal que es escéptico en todo lo que no sea la mera experiencia material. Hay en la actualidad una actitud que me atrevo a calificar de romántica. Es notable observar cómo, a comienzos del siglo diez y nueve, se era tan aficionado a hacer afirmaciones grandiosas, rimbombantes, imposibles de realizar. Así se justificaba cualquier cosa con la palabra libertad, pésimamente comprendida, por lo demás; otro tanto ha ocurrido con la voz verdad.

Se busca la verdad, como si fuera una cosa que existiera en alguna parte donde habría que ir a recogerla. Incluso se la escribe con mayúscula. En el libro citado más arriba, san Agustín nos muestra cuán fácil es conocer verdades; así, claro está, con minúscula. Porque la verdad es eso que hace que un mero pensamiento sea reconocido como adecuado a una determinada realidad. Nada más y nada menos. Pero importa mucho determinar qué se desea conocer para poder calificarlo de verdadero. Si deseo saber qué altura tiene un monte, me basta con determinar cuánto se alza sobre el nivel del mar. No importa que desconozca los elementos químicos que lo componen, cuántas moléculas forman parte de él, etc. Digo que se alza 6.518 metros y basta. Se mide y se comprueba que he dicho verdad.

El escepticismo es una filosofía que se populariza en los momentos de crisis y desengaño. Así sucedió en la antigüedad, así sucede en Europa en la era contemporánea. Consiste en negar la capacidad de la razón para alcanzar la verdad. A ellos responde san Agustín en el libro citado más arriba.

Toda verdad se expresa en un juicio. El concepto, en sí, ni es verdadero ni falso. Si pienso en una sirena, como las que se dice vio Odiseo, y me limito a eso, sin afirmar su existencia, nadie me puede decir que me equivoco. La pienso y punto. Tengo la misma libertad que el literato que escribió la Odisea. Pero si afirmo su existencia en el Mediterráneo, tendré que probarla. El científico no tiene la libertad del literato. De modo que es tan fácil conocer verdades, como lo demuestra san Agustín en ese libro apoyándose en las proposiciones disyuntivas, que resulta sorprendente que alguien piense que es imposible conocerlas. Porque la presencia de la verdad es lo que distingue al pensar del conocer. Si Ud. piensa que las ranas son mamíferos, quiere decir que no conoce bien a las ranas o a los mamíferos… Algo más tiene que haber para que el escepticismo se haya extendido tanto. Por eso decía más arriba cuán importante es determinar qué deseo saber. Como la inteligencia humana se abre al infinito, desea un conocimiento exhaustivo de la realidad. Como esto le está vedado, dadas sus limitaciones, hay personas que se desaniman y exageran la debilidad de nuestra mente. Así, después de decir que nada se sabe, un escéptico desciende por la escalera en vez de arrojarse por la ventana desde el octavo piso del edificio donde sienta tan peregrina afirmación. Con su actitud me muestra que conoce una verdad y actúa en consecuencia. El sólo hecho de que salga por la puerta y no por la ventana confirma que sabe algo. Hay que tener la humildad de reconocer nuestros límites.


Los escolásticos suelen llamar la atención de que esta definición usa la palabra “adaequare” (adecuar, en latín), en circunstancias de que bien podría haber empleado “aequare” o “exaequare”. El verbo original es “aequare” que significa allanar, igualar, nivelar. Al agregarle esas preposiciones se produce un matiz diferenciador del que muchas veces los autores prescinden; en filosofía, empero, deben ser valorados. La preposición “ex” implica un refuerzo del sentido, por lo que se usa sobre todo para expresar “llegar a ser igual a”, “poner a la misma altura de”; y la preposición “ad” indica finalidad y, por lo tanto, un aproximarse a la igualdad, en nuestro caso. Ignoro qué término usó Israeli que escribió todo en árabe; tampoco sé si el traductor medieval tenía conciencia de la diferencia entre las tres voces, ni si los que la citan lo advierten. Sea de esto lo que fuere, hallo muy atinada la palabra empleada. Nuestro conocimiento nos aproxima a la igualdad, pero no la consuma. En otras palabras, no logramos un conocimiento exhaustivo que nos revele todos los aspectos de un objeto, sino uno aproximado que me revela éste o aquél, suficientes para lo que deseo saber. Mas, como mi sed de saber no se extingue, nunca quedo satisfecho. Por mucho que me duela mi ignorancia, no puedo negar lo poco que logro captar de un objeto tan complejo como es un ser vivo. Y, como tantas veces hemos de repetirlo, la civilización y la cultura nos muestran cuán poderoso es el conocimiento humano, por mucho que tarde milenios en aumentar su saber y lo haga a través de muchos errores. Por eso es tan importante la historia y la tradición de las doctrinas en filosofía. Porque los errores pasan pronto, las verdades quedan. Por eso es también necesario distinguir cuidadosamente lo que se sabe de lo que se conjetura. Por desgracia, a menudo se nos presenta una mera conjetura como si fuera un hecho. Esta limitación comienza en los mismos sentidos. La vista capta ciertas radiaciones y no otras que son asequibles a la lechuza; el oído capta ciertas vibraciones y no otras que son asequibles al perro. ¿Qué de raro tiene el que la inteligencia humana también sea limitada? A pesar de lo cual, el policía captura al ladrón y el fiscal prueba su culpabilidad ante el juez. Los científicos van desentrañando muchos aspectos de la realidad que están fuera de nuestro alcance gracias a la ayuda que le presta un instrumental que ellos mismos fabricaron. Sin embargo, hemos de insistir en la cautela y en la necesidad de distinguir los hechos de las hipótesis. Por desgracia, muchos se enamoran de éstas hasta el extremo de confundirlas con aquéllos. La hipótesis evolucionista es un buen ejemplo de esta actitud ilícita en ciencia rigurosa como veremos más adelante.

(Tomado de 'Teoría de la evolución ¿Ciencia o filosofía?)

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