Compartimos aquí un párrafo de santa Catalina de
Siena en el cual señala una profunda relación entre el conocimiento de nosotros
mismos y el conocimiento de Dios. He aquí el texto:
«En la celda de
conocimiento de sí, donde comprende su miseria, por haber visto con el
entendimiento sus defectos y que no tiene existencia por sí mismo. Lo ha visto
de verdad, cuando el hombre conoce y reconoce la bondad de Dios en sí. Si se
conociese únicamente a sí mismo, no poseería un conocimiento fundado en la
verdad y no sacaría el fruto que se debe de ese conocimiento de sí. Más bien
perdería que ganaría, pues de él sacaría sólo hastío de sí mismo y turbación,
por lo cual el alma se secaría y, siguiendo el hastío en él, llegaría a la
desesperación. Si quisiese, por el contrario, conocer a Dios sin conocerse a sí
mismo, obtendría el maloliente fruto de una gran presunción. Esta es alimentada
por la soberbia, y una alimenta a la otra. Es necesario, por tanto, que la luz
vea y conozca de veras, y que el conocimiento de sí se perfeccione con el de
Dios, y el de Dios con el conocimiento de sí mismo»
Las siguientes palabras pertenecen al profesor Eudaldo
Forment, con las cuales comenta el pasaje de santa Catalina:
“La verdad del
conocimiento de sí, por tanto, debe estar conexionada con el conocimiento de
Dios. Sí falta este último, se cae en el desaliento e incluso en la
desesperación. En cambio, el mero saber de Dios, por la dificultad que implica,
puede llevar a la soberbia”.
La idea central la resume muy bien el profesor Forment,
ambos tipos de conocimiento deben ir de la mano, porque conocer muchas cosas
acerca de Dios, sin conocimiento propio, puede llevar a la soberbia. Y mucho
conocimiento propio, sin conocimiento de Dios, puede llevar a la agonía de la
desesperación. Digamos unas palabras acerca de esto.
Es célebre la frase aquella que nos han heredado los
griegos: “conócete a ti mismo”, que en griego clásico es “γνῶθι σεαυτόν”. Con dicha frase tan famosa los griegos le decían a
cada hombre que su tarea principal consistía en dedicarse al autoconocimiento,
consagrar sus esfuerzos a penetrar en su santuario interior y escudriñar su
subjetividad de tal manera que no quedara ningún rincón sin ser debidamente
inspeccionado. Como fruto de tal tarea de autoconocimiento el hombre se haría
más señor de sí mismo, dueño de su ser y de su actuar, y alcanzaría por ello
mismo un señorío que le otorgaría una nobleza superior, viviría racionalmente,
conscientemente.
Tal actividad reflexiva conllevaba ciertos peligros,
obviamente. En primer lugar cabría la posibilidad de que el hombre se formara
de sí mismo una idea equivocada, es decir, que en ese proceso de autoconocimiento
errara el camino y terminara convirtiendo en realidades sus caprichos, como el
feo que se mira al espejo y se ve hermoso. De tal equivocación podrían
derivarse múltiples consecuencias: si la idea que de sí mismo se formara se
apartaba de lo real por verse peor de lo que en realidad es, se corría entonces
el peligro de caer en el pesimismo existencial, una especie de agonía continua
y pesadumbre por la condición humana. Se multiplicarían entonces los lamentos
sobre la humanidad y su miserable condición, se vería negro el panorama. Pero si
la idea que de sí mismo se formara se apartaba de lo real por verse mejor de lo
que en realidad es, se corría entonces el peligro de caer en un vano optimismo existencial,
una borrachera de grandeza que llevara a los hombres a percibirse a sí mismos
poco menos que como dioses, dignos de toda alabanza y gloria. Ambas posturas se
encuentran perfectamente representadas en la historia del pensamiento,
pesimismos existenciales y vanos optimismos cuasi deificantes.
Lo que le faltaba a la fórmula griega era el conocimiento
de Dios. Ya san Agustín en una de sus célebres frases (san Agustín fue el genio de las frases profundas e inteligentes), había
señalado que solo le interesaba conocerse y conocer a Dios, exclamaba con
sencillez: ¡noverim me, noverim Te!, como diciéndole a Dios ¡que me conozca y
que te conozca! A nada más aspiraba.
La grandeza de Dios viene a revelar la verdadera
naturaleza de los seres humanos: no somos tan grandes e importantes como
nuestras fantasías pudieran sugerirnos, puesto que todo lo que somos, desde la
existencia misma, nos viene dado por Dios, es un regalo de sus manos, por Él lo
tenemos y a Él cuentas rendiremos de la administración de dichos dones. Pero tampoco
somos tan poquita cosa, como han especulado los pesimistas de todas las épocas,
somos criatura de Dios, hechura de sus manos, y por revelación nos sabemos
llamados, mediante el mérito y la gracia, a participar un día de su misma vida
en la eternidad, viéndolo cara a cara y conociéndolo como Él se conoce.
De manera que el conocimiento de Dios equilibra la visión
que podamos tener de nosotros mismos, es complemento necesario para no caer ni
en la soberbia ni en la desesperación.
Y también podría decirse que lo mismo vale para todo
conocimiento, no solo para el de nosotros mismos. Ya que ha sido desde siempre
una enseñanza común en la tradición católica aquella que afirma que la mucha
ciencia, sin conocimiento de Dios, puede envanecer y volver soberbio y altivo
al corazón del hombre. Llámense ciencias de laboratorio, ciencias sociales,
ciencias ‘duras’, teología, filosofía, etc., en todas ellas el hombre que a
ellas se dedica, apartado del recto conocimiento de Dios, puede caer en la
soberbia y creerse más de lo que en realidad es. Y equivocarse en la
apreciación de uno mismo es el inicio de muchos males.
Lo vemos a diario en los ‘académicos’, ‘intelectuales’, ‘científicos’,
‘especialistas’, ‘doctores’, ‘catedráticos’, etc. Muchos de ellos enceguecidos
por la imagen que se han formado de sí mismos, ignorantes de todo conocimiento
de Dios, van por la vida hinchados de soberbia y se diría que esperan la
veneración del género humano debida a su innegable ‘grandeza’. Están inflados
de aire, y como el rey de la fábula, caminan desnudos.
El antídoto contra esa dañosa actitud está en el humilde reconocimiento
de nuestra radical dependencia de Dios, de Él todo lo hemos recibido,
comenzando por la existencia misma. De gran utilidad es en este punto la
meditación de la doctrina de la creación de todas las cosas por Dios, la cual
en santo Tomás de Aquino se encuentra entretejida con sus consideraciones
acerca del acto de ser, el ‘actus essendi’,
participación gratuita dada por Dios, el único Ser Subsistente, el ‘Ipsum esse subsistens’, único que a
nada ni a nadie debe su existencia, y a quien todo lo demás debe la propia,
incluidos nosotros los hombres.
Para terminar transcribimos aquí un bello párrafo del
libro de la ‘Imitación de Cristo’, que debiera estar en la mesita de noche de
todo hombre deseoso de mantener los pies sobre la tierra:
“Quid prodest tibi
alta de Trinitate disputare, si careas humilitate, unde displiceas Trinitati?
Vere alta verba non faciunt sanctum et iustum, sed virtuosa vita efficit Deo
carum. Opto magis sentiré compunctionem, quam scire eius definitionem. Si
scires totam Bibliam et omnium philosophorum dicta, quid totum prodest sine
caritate et gratia? Vanitas vanitatum et omnia vanitas, praeter amare Deum et
illi soli servire. Ista est summa sapientia, per contemptum mundi tendere ad
regna coelestia”.
¿Qué te aprovecha disputar altas cosas de la Trinidad, si
careces de humildad y así desagradas a la misma Trinidad? Por cierto las
palabras cultas no hacen santo ni justo, es la virtuosa vida la que hace al
hombre amable a Dios. Más deseo sentir la contrición, que saber definirla. Si
supieses la Biblia de memoria, y los dichos de todos los filósofos, ¿de qué te serviría
todo sin caridad y gracia de Dios? Vanidad de vanidades y todo vanidad, sino
amar y servir a solo Dios. Esta es la suma sabiduría, mediante el desprecio del
mundo ir a los reinos celestiales.
Leonardo Rodríguez V.
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