¡Qué difícil resulta educar hoy día! Y no que antes fuera fácil, pero había un contexto, por decirlo de alguna manera, que favorecía la labor educativa. Con contexto nos referimos a ciertos hábitos familiares y culturales que daban cabida al ejercicio de la autoridad en los ámbitos educativos por excelencia: el hogar y la escuela. De eso hoy queda más bien poco, si es que algo queda.
Todo hay que decirlo y lo cierto es que hubo abusos, y es que los humanos tendemos a abusar de todo, de lo bueno y de lo malo, es como una tendencia que tenemos a emplear negativamente incluso cosas que en sí mismas son algo bueno. La autoridad es ejemplo de ello. La autoridad es necesaria para dirigir, es esencialmente una facultad de dirección, de administración, de formación, de gobierno. Sin autoridad, sin quien dirija, todo se resolvería en el mero caos de las individualidades, entregadas cada una de ellas a la satisfacción sorda de su capricho. No habría proyecto común, ni finalidad, ni dirección, ni sentido.
Eso por un lado, pero por otro resulta que también la autoridad se corrompe, se ejerce de mala forma, se pasa de la autoridad al autoritarismo y es allí donde pierde su sentido y su razón de ser. Todo el motivo de la existencia y legitimidad de la autoridad radica en su servicio al bien del sujeto sobre quien se ejerce. Si se pierde ese norte la autoridad deja de ser tal y se transforma en cualquier otra cosa. En una caricatura. Somos grandes caricaturistas.
De manera que se está ante dos abismos, de un lado la ausencia de autoridad que genera el caos del capricho y la ausencia de norte. De otro lado la autoridad vuelta autoritarismo que se ejerce ajena al bien del subordinado y en forma tiránica y abusiva.
Y en medio de esos extremos se ubica serena la autoridad verdadera, la que sabe combinar, como dijo el poeta, el amor y el control. Se trata de un amor controlado y de un control amoroso o más bien enamorado, ya que quien ejerce la autoridad se mueve por el bien de los sujetos a su cargo y por tanto se puede decir en propiedad que los ama, siendo el amor la tendencia a buscar el bien del amado.
Pero resulta que estamos viviendo épocas de gran rechazo a la autoridad, y pareciera que no solo a la autoridad que es autoritarismo y abuso, sino incluso a la autoridad que es control amoroso y paterna vigilancia. De un tiempo a esta parte se ha instaurado por doquier todo un discurso libertino (porque no es de libertad sino de su corrupción específica) que endiosa un concepto errado de libertad, un discurso de pseudo-liberación, de pretendida autonomía, que seduce a las masas incautas y poco hábiles para las sutilezas narrativas de los hacedores de opinión. Y que termina por romper todo dique de decencia, de pudor, de sencillez, de humildad, de sacrificio, entre otras nobles virtudes que nuestros mayores tuvieron en gran estima (independientemente de que en ocasiones no fueran fieles a ello). El resultado es esa hecatombe moral que cunde hoy omnipresente a nuestro alrededor, que se ve en las familias, en las calles, en los espectáculos, en el cine, en la escuela, en la política, en las leyes, en todas partes.
De manera palpable se percibe esto en la labor formativa de las nuevas generaciones. Adolescentes contestatarios, al parecer nacidos para oponerse a todo por el mero gusto de hacerlo, sordos a toda voz de autoridad, deseosos de aparecer como atrevidos 'pensadores' de vanguardia solo por repetir con orgullo ciego los tópicos de algún discurso dominante, el que sea. Hacen difícil la labor de su educación, y aunque sabemos que en el proceso educativo el educando lleva la parte activa, no por ello es menos cierto el rol central que ejerce el formador, el padre, el docente, y sabemos también que para ejercer con eficacia dicho rol debe contar con un mínimo de condiciones "ambientales", entre las cuales ocupa un lugar de no poco valor la autoridad.
Hablamos claro está de esa autoridad que no es deseo de dominio sino convicción de servicio a una causa noble: la formación de una persona. Esa autoridad que no se ejerce con despotismo, sino con amoroso anhelo por el perfeccionamiento integral del sujeto. Esa autoridad que no ve en el subordinado el lugar de mis caprichos, sino la pieza de mármol llamada a dar lugar a una preciosa obra de arte: el hombre y la mujer plenos.
Si la sociedad actual con las narrativas instaladas en su seno continua inconsciente su labor de destrucción de la autoridad, nos tememos que el futuro de las próximas generaciones no será halagüeño y que ese caos del que arriba hablábamos y que ya se insinúa en los acontecimientos de que hoy somos testigos, será el porvenir que le espera a nuestros hijos y nietos.
Leonardo Rodríguez
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