Es difícil sustraerse al placer y a la comodidad de ser aceptado. Los seres humanos, siendo seres sociales por naturaleza, queremos pertenecer a distintos grupos, desde la búsqueda de la aceptación de nuestra propia familia hasta la pertenencia a las diversas colectividades, grandes y pequeñas, que vamos encontrando a lo largo de nuestra vida.
De manera especial esta tendencia se manifiesta a partir de la adolescencia con fuerza particular, y el adolescente siente entonces un deseo grande de ser recibido y aceptado dentro de su grupo de 'pares'. Incluso es tal la fuerza de esa tendencia que el adolescente puede ir en contra de las directrices de conducta recibidas en el hogar con tal de sentirse aceptado, de sentir que encaja en su grupo. Esta presión de grupo es la causa de buena parte de las problemáticas que aquejan a los jóvenes hoy, que asumen conductas de riesgo con tal de sentirse aceptados por sus 'pares'.
Pero no es ni mucho menos algo que ocurra en la adolescencia y quede atrás una vez alcanzada la edad adulta. También los adultos son muchas veces presa de esa tendencia a encajar en el grupo y modifican su comportamiento en función de ese objetivo. Aunque no solo su comportamiento, sino también sus ideas. O por decirlo de otra forma: puede el adulto asumir como propias ciertas ideas o cosmovisiones con tal de sentirse parte de un grupo, de encajar, de 'estar a la moda'.
Uno de los grupos más frecuentes a los que hoy se busca a toda costa pertenecer es el grupo de los 'modernos'. Más allá de los distintos significados que esa palabra pueda tener, lo cierto es que está rodeada de una especie de prestigio automático. De manera que el que logra ser considerado 'moderno' en su comportamiento o 'modernas' sus opiniones, tiene garantizada la aceptación social.
Todos buscan entonces la 'modernidad', el diploma de 'moderno', y huyen como de la peste de cualquier cosa que los pueda hacer ver como 'anticuados', 'antiguos', 'medievales', etc.
Esto tiene, entre otros, el efecto de debilitar el ejercicio de la inteligencia, ya que muchas ideas y juicios de valor se asumen en forma acrítica, con el solo requisito de que se trate de algo que venga adornado con la etiqueta de 'moderno'. La inteligencia no entra en juego, sino que se limita a ser un espectador pasivo, impotente ante la fuerza de esa etiqueta 'todopoderosa'. Ya no se trata de saber si algo es verdad, sino si es moderno.
Y entonces se cae en la conducta de masa, que es precisamente aquél patrón de conducta caracterizado por el hecho de que la persona se diluye en el grupo, en la masa social, y busca identificarse con sus gustos, preferencias, ideas, actitudes, odios y amores. El individuo desaparece, se adormila la inteligencia, se atonta la voluntad y el resultado es algo muy parecido a un desfile de zombis. Ni más ni menos.
Se ve a diario en toda clase de contextos. Se ve al abordar temas 'polémicos', no hay profundidad en la argumentación sino solo una profusa utilización de etiquetas con las cuales se busca apabullar al otro, no intercambiar ideas. Se ve cuando ante ciertos temas como el aborto o el mal llamado matrimonio homosexual, quien se opone a ello es de inmediato objeto de una andanada de apelativos tales como fascista, nazi, integrista, extremista, homofóbico, etc. Son etiquetas efectistas, pero no conceptos que le hablen a la inteligencia y favorezcan el diálogo socrático, ni ningún tipo de diálogo a decir verdad.
¿Qué hacer? Es todo un universo el que hay que reconstruir. La tarea es amplia y hay que empezar por nosotros mismos, que no pocas veces caemos también en el pensamiento masificado, en la etiqueta fácil y en la renuncia a la elegancia del argumento.
Es todo un universo de ideas y de hábitos el que hay que reconstruir. Falta saber si tendremos el tiempo suficiente para al menos echar las bases sobre las cuales otros más idóneos que nosotros puedan edificar lo que la revolución lleva cinco siglos destruyendo.
Leonardo Rodríguez
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