Encíclica "Quanta Cura"
Pues sabéis muy bien, Venerables
Hermanos, se hallan no pocos que aplicando a la sociedad civil el impío y
absurdo principio que llaman del naturalismo, se atreven a enseñar «que el
mejor orden de la sociedad pública, y el progreso civil exigen absolutamente,
que la sociedad humana se constituya y gobierne sin relación alguna a la
Religión, como si ella no existiese o al menos sin hacer alguna diferencia
entre la Religión verdadera y las falsas». Y contra la doctrina de las sagradas
letras, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan afirmar: «que es la
mejor la condición de aquella sociedad en que no se le reconoce al Imperante o
Soberano derecho ni obligación de reprimir con penas a los infractores de la
Religión católica, sino en cuanto lo pida la paz pública». Con cuya idea
totalmente falsa del gobierno social, no temen fomentar aquella errónea opinión
sumamente funesta a la Iglesia católica y a la salud de las almas llamada
delirio por Nuestro Predecesor Gregorio XVI de gloriosa memoria (en la misma
Encíclica ‘Mirari vos’), a saber: «que la libertad de conciencia y cultos es un
derecho propio de todo hombre, derecho que debe ser proclamado y asegurado por
la ley en toda sociedad bien constituida; y que los ciudadanos tienen derecho a
la libertad omnímoda de manifestar y declarar públicamente y sin rebozo sus
conceptos, sean cuales fueren, ya de palabra o por impresos, o de otro modo,
sin trabas ningunas por parte de la autoridad eclesiástica o civil». Pero
cuando esto afirman temerariamente, no piensan ni consideran que predican la
libertad de la perdición (San Agustín, Epístola 105 al. 166), y que «si se deja
a la humana persuasión entera libertad de disputar, nunca faltará quien se
oponga a la verdad, y ponga su confianza en la locuacidad de la humana
sabiduría, debiendo por el contrario conocer por la misma doctrina de Nuestro
Señor Jesucristo, cuan obligada está a evitar esta dañosísima vanidad la fe y
la sabiduría cristiana» (San León, Epístola 164 al. 133, parte 2, edición
Valí).
...
Y porque luego en el punto que es
desterrada de la sociedad civil la Religión, y repudiada la doctrina y
autoridad de la divina revelación, queda oscurecida y aun perdida hasta la
misma legítima noción de justicia y del humano derecho, y en lugar de la
verdadera justicia y derecho legítimo se sustituye la fuerza material, vese por
aquí claramente que movidos de tamaño error, algunos despreciando y dejando
totalmente a un lado los certísimos principios de la sana razón, se atreven a
proclamar «que la voluntad del pueblo manifestada por la opinión pública, que
dicen, o por de otro modo, constituye la suprema ley independiente de todo
derecho divino y humano; y que en el orden público los hechos consumados, por
la sola consideración de haber sido consumados, tienen fuerza de derecho». Mas,
¿quién no ve y siente claramente que la sociedad humana, libre de los vínculos
de la religión y de la verdadera justicia, no puede proponerse otro objeto que
adquirir y acumular riquezas, ni seguir en sus acciones otra ley que el
indómito apetito de servir a sus propios placeres y comodidades? Por estos
motivos, semejantes hombres persiguen con encarnizado odio a los instintos
religiosos, aunque sumamente beneméritos de la república cristiana, civil y
literaria, y neciamente vociferan que tales institutos no tienen razón alguna
legítima de existir, y con esto aprueban con aplauso las calumnias y ficciones
de los herejes, pues como enseñaba sapientísimamente nuestro predecesor Pío VI,
de gloriosa memoria: «La abolición de los Regulares daña al estado de la
pública profesión de los consejos evangélicos, injuria un modo de vivir
recomendado en la Iglesia como conforme a la doctrina Apostólica, y ofende
injuriosamente a los mismos insignes fundadores, a quienes veneramos sobre los
altares, los cuales, nos inspirados sino de Dios, establecieron estas
sociedades» (Epístola al Cardenal De la Rochefoucault 10 marzo 1791). Y también
dicen impíamente que debe quitarse a los ciudadanos y a la Iglesia la facultad
de dar «públicamente limosna, movidos de la caridad cristiana, y que debe
abolirse la ley que prohíbe en ciertos días las obras serviles para dar culto a
Dios», dando falacísimamente por pretexto que la mencionada facultad y ley se
oponen a los principios de la mejor economía pública. Y no contentos con
apartar la Religión de la pública sociedad, quieren quitarla aun a las mismas
familias particulares; pues enseñando y profesando el funestísimo error del
comunismo y socialismo, afirman «que la sociedad doméstica toma solamente del
derecho civil toda la razón de su existencia, y por tanto que solamente de la
ley civil dimanan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos,
y principalmente el de cuidar de su instrucción y educación». Con cuyas
opiniones y maquinaciones impías intentan principalmente estos hombres
falacísimos que sea eliminada totalmente de la instrucción y educación de la
juventud la saludable doctrina e influjo de la Iglesia católica, para que así
queden miserablemente aficionados y depravados con toda clase de errores y
vicios los tiernos y flexibles corazones de los jóvenes. Pues todos los que han
intentado perturbar la República sagrada o civil, derribar el orden de la
sociedad rectamente establecido, y destruir todos los derechos divinos y
humanos, han dirigido siempre, como lo indicamos antes, todos sus nefandos
proyectos, conatos y esfuerzos a engañar y corromper principalmente a la
incauta juventud, y toda su esperanza la han colocado en la perversión y depravación
de la misma juventud. Por lo cual jamás cesan de perseguir y calumniar por
todos los medios más abominables a uno y otro clero, del cual, como prueban los
testimonios más brillantes de la historia, han redundado tan grandes provechos
a la república cristiana, civil y literaria; y propalan «que debe ser separado
de todo cuidado y oficio de instruir y educar la juventud el mismo clero, como
enemigo del verdadero progreso de la ciencia y de la civilización».
...
Pero otros, renovando los
perversos y tantas veces condenados errores de los novadores, se atreven con
insigne imprudencia a sujetar al arbitrio de la potestad civil la suprema
autoridad de la Iglesia y de esta Sede Apostólica, concedida a ella por Cristo Señor
nuestro, y a negar todos los derechos de la misma Iglesia y Santa Sede sobre
aquellas cosas que pertenecen al orden exterior. Pues no se avergüenzan de
afirmar «que las leyes de la Iglesia no obligan en conciencia sino cuando son
promulgadas por la potestad civil; que los actos y decretos de los Romanos
pontífices pertenecientes a la Religión y a la Iglesia necesitan de la sanción
y aprobación, o al menos del ascenso de la potestad civil; que las
Constituciones Apostólicas (Clemente XII In eminenti, Benedicto XIV Próvidas
Romanorum, Pío VII Ecclesiam, León XII Quo graviora) por las que se condenan
las sociedades secretas (exíjase en ellas o no juramento de guardar secreto), y
sus secuaces y fautores son anatematizados, no tienen alguna fuerza en aquellos
países donde son toleradas por el gobierno civil semejantes sociedades; que la
excomunión fulminada por el Concilio Tridentino y por los Romanos Pontífices
contra aquellos que invaden y usurpan los derechos y posesiones de la Iglesia,
se funda en la confusión del orden espiritual con el civil y político, sólo con
el fin de conseguir los bienes mundanos: que la Iglesia nada debe decretar o
determinar que pueda ligar las conciencias de los fieles, en orden al uso de
las cosas temporales; que la Iglesia no tiene derecho a reprimir y castigar con
penas temporales a los violadores de sus leyes; que es conforme a los
principios de la sagrada teología y del derecho público atribuir y vindicar al
Gobierno civil la propiedad de los bienes que poseen las Iglesias, las órdenes
religiosas y otros lugares píos». Tampoco se ruborizan de profesar publica y
solemnemente el axioma y principio de los herejes de donde nacen tantos errores
y máximas perversas; a saber, repiten a menudo «que la potestad eclesiástica no
es por derecho divino distinta e independiente de la potestad civil, y que no
se puede conservar esta distinción e independencia sin que sean invadidos y
usurpados por la Iglesia los derechos esenciales de la potestad civil».
Asimismo no podemos pasar en silencio la audacia de los que no sufriendo la
sana doctrina sostienen, que «a aquellos juicios y decretos de la Silla
Apostólica, cuyo objeto se declara pertenecer al bien general de la Iglesia y a
sus derechos y disciplina, con tal empero que no toque a los dogmas de la Fe y
de la moral, puede negárseles el ascenso y obediencia sin cometer pecado, y sin
detrimento alguno de la profesión católica». Lo cual nadie deja de conocer y
entender clara y distintamente, cuan contrario sea al dogma católico acerca de
la plena potestad conferida divinamente al Romano Pontífice por el mismo Cristo
Señor nuestro, de apacentar, regir y gobernar la Iglesia universal.
...
Fuera de esto, sabéis muy bien,
Venerables Hermanos, que en estos tiempos los adversarios de toda verdad y
justicia, y los acérrimos enemigos de nuestra Religión, engañando a los pueblos
y mintiendo maliciosamente andan diseminando otras impías doctrinas de todo
género por medio de pestíferos libros, folletos y diarios esparcidos por todo
el orbe: y no ignoráis tampoco, que también en esta nuestra época se hallan
algunos que movidos o incitados por el espíritu de Satanás han llegado a tal
punto de impiedad, que no han temido negar a nuestro Soberano Señor Jesucristo,
y con criminal procacidad impugnar su Divinidad. Pero aquí no podemos menos de
dar las mayores y más merecidas alabanzas a vosotros, Venerables Hermanos, que
estimulados de vuestro celo no habéis omitido levantar vuestra voz episcopal
contra tamaña impiedad.
L.R.
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