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lunes, 29 de enero de 2018

(3) El liberalismo en los escritos de los papas

Pío IX - Papa de 1846 a 1878


Encíclica "Quanta Cura"



Pues sabéis muy bien, Venerables Hermanos, se hallan no pocos que aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio que llaman del naturalismo, se atreven a enseñar «que el mejor orden de la sociedad pública, y el progreso civil exigen absolutamente, que la sociedad humana se constituya y gobierne sin relación alguna a la Religión, como si ella no existiese o al menos sin hacer alguna diferencia entre la Religión verdadera y las falsas». Y contra la doctrina de las sagradas letras, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan afirmar: «que es la mejor la condición de aquella sociedad en que no se le reconoce al Imperante o Soberano derecho ni obligación de reprimir con penas a los infractores de la Religión católica, sino en cuanto lo pida la paz pública». Con cuya idea totalmente falsa del gobierno social, no temen fomentar aquella errónea opinión sumamente funesta a la Iglesia católica y a la salud de las almas llamada delirio por Nuestro Predecesor Gregorio XVI de gloriosa memoria (en la misma Encíclica ‘Mirari vos’), a saber: «que la libertad de conciencia y cultos es un derecho propio de todo hombre, derecho que debe ser proclamado y asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida; y que los ciudadanos tienen derecho a la libertad omnímoda de manifestar y declarar públicamente y sin rebozo sus conceptos, sean cuales fueren, ya de palabra o por impresos, o de otro modo, sin trabas ningunas por parte de la autoridad eclesiástica o civil». Pero cuando esto afirman temerariamente, no piensan ni consideran que predican la libertad de la perdición (San Agustín, Epístola 105 al. 166), y que «si se deja a la humana persuasión entera libertad de disputar, nunca faltará quien se oponga a la verdad, y ponga su confianza en la locuacidad de la humana sabiduría, debiendo por el contrario conocer por la misma doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, cuan obligada está a evitar esta dañosísima vanidad la fe y la sabiduría cristiana» (San León, Epístola 164 al. 133, parte 2, edición Valí).

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Y porque luego en el punto que es desterrada de la sociedad civil la Religión, y repudiada la doctrina y autoridad de la divina revelación, queda oscurecida y aun perdida hasta la misma legítima noción de justicia y del humano derecho, y en lugar de la verdadera justicia y derecho legítimo se sustituye la fuerza material, vese por aquí claramente que movidos de tamaño error, algunos despreciando y dejando totalmente a un lado los certísimos principios de la sana razón, se atreven a proclamar «que la voluntad del pueblo manifestada por la opinión pública, que dicen, o por de otro modo, constituye la suprema ley independiente de todo derecho divino y humano; y que en el orden público los hechos consumados, por la sola consideración de haber sido consumados, tienen fuerza de derecho». Mas, ¿quién no ve y siente claramente que la sociedad humana, libre de los vínculos de la religión y de la verdadera justicia, no puede proponerse otro objeto que adquirir y acumular riquezas, ni seguir en sus acciones otra ley que el indómito apetito de servir a sus propios placeres y comodidades? Por estos motivos, semejantes hombres persiguen con encarnizado odio a los instintos religiosos, aunque sumamente beneméritos de la república cristiana, civil y literaria, y neciamente vociferan que tales institutos no tienen razón alguna legítima de existir, y con esto aprueban con aplauso las calumnias y ficciones de los herejes, pues como enseñaba sapientísimamente nuestro predecesor Pío VI, de gloriosa memoria: «La abolición de los Regulares daña al estado de la pública profesión de los consejos evangélicos, injuria un modo de vivir recomendado en la Iglesia como conforme a la doctrina Apostólica, y ofende injuriosamente a los mismos insignes fundadores, a quienes veneramos sobre los altares, los cuales, nos inspirados sino de Dios, establecieron estas sociedades» (Epístola al Cardenal De la Rochefoucault 10 marzo 1791). Y también dicen impíamente que debe quitarse a los ciudadanos y a la Iglesia la facultad de dar «públicamente limosna, movidos de la caridad cristiana, y que debe abolirse la ley que prohíbe en ciertos días las obras serviles para dar culto a Dios», dando falacísimamente por pretexto que la mencionada facultad y ley se oponen a los principios de la mejor economía pública. Y no contentos con apartar la Religión de la pública sociedad, quieren quitarla aun a las mismas familias particulares; pues enseñando y profesando el funestísimo error del comunismo y socialismo, afirman «que la sociedad doméstica toma solamente del derecho civil toda la razón de su existencia, y por tanto que solamente de la ley civil dimanan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos, y principalmente el de cuidar de su instrucción y educación». Con cuyas opiniones y maquinaciones impías intentan principalmente estos hombres falacísimos que sea eliminada totalmente de la instrucción y educación de la juventud la saludable doctrina e influjo de la Iglesia católica, para que así queden miserablemente aficionados y depravados con toda clase de errores y vicios los tiernos y flexibles corazones de los jóvenes. Pues todos los que han intentado perturbar la República sagrada o civil, derribar el orden de la sociedad rectamente establecido, y destruir todos los derechos divinos y humanos, han dirigido siempre, como lo indicamos antes, todos sus nefandos proyectos, conatos y esfuerzos a engañar y corromper principalmente a la incauta juventud, y toda su esperanza la han colocado en la perversión y depravación de la misma juventud. Por lo cual jamás cesan de perseguir y calumniar por todos los medios más abominables a uno y otro clero, del cual, como prueban los testimonios más brillantes de la historia, han redundado tan grandes provechos a la república cristiana, civil y literaria; y propalan «que debe ser separado de todo cuidado y oficio de instruir y educar la juventud el mismo clero, como enemigo del verdadero progreso de la ciencia y de la civilización».


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Pero otros, renovando los perversos y tantas veces condenados errores de los novadores, se atreven con insigne imprudencia a sujetar al arbitrio de la potestad civil la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Sede Apostólica, concedida a ella por Cristo Señor nuestro, y a negar todos los derechos de la misma Iglesia y Santa Sede sobre aquellas cosas que pertenecen al orden exterior. Pues no se avergüenzan de afirmar «que las leyes de la Iglesia no obligan en conciencia sino cuando son promulgadas por la potestad civil; que los actos y decretos de los Romanos pontífices pertenecientes a la Religión y a la Iglesia necesitan de la sanción y aprobación, o al menos del ascenso de la potestad civil; que las Constituciones Apostólicas (Clemente XII In eminenti, Benedicto XIV Próvidas Romanorum, Pío VII Ecclesiam, León XII Quo graviora) por las que se condenan las sociedades secretas (exíjase en ellas o no juramento de guardar secreto), y sus secuaces y fautores son anatematizados, no tienen alguna fuerza en aquellos países donde son toleradas por el gobierno civil semejantes sociedades; que la excomunión fulminada por el Concilio Tridentino y por los Romanos Pontífices contra aquellos que invaden y usurpan los derechos y posesiones de la Iglesia, se funda en la confusión del orden espiritual con el civil y político, sólo con el fin de conseguir los bienes mundanos: que la Iglesia nada debe decretar o determinar que pueda ligar las conciencias de los fieles, en orden al uso de las cosas temporales; que la Iglesia no tiene derecho a reprimir y castigar con penas temporales a los violadores de sus leyes; que es conforme a los principios de la sagrada teología y del derecho público atribuir y vindicar al Gobierno civil la propiedad de los bienes que poseen las Iglesias, las órdenes religiosas y otros lugares píos». Tampoco se ruborizan de profesar publica y solemnemente el axioma y principio de los herejes de donde nacen tantos errores y máximas perversas; a saber, repiten a menudo «que la potestad eclesiástica no es por derecho divino distinta e independiente de la potestad civil, y que no se puede conservar esta distinción e independencia sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia los derechos esenciales de la potestad civil». Asimismo no podemos pasar en silencio la audacia de los que no sufriendo la sana doctrina sostienen, que «a aquellos juicios y decretos de la Silla Apostólica, cuyo objeto se declara pertenecer al bien general de la Iglesia y a sus derechos y disciplina, con tal empero que no toque a los dogmas de la Fe y de la moral, puede negárseles el ascenso y obediencia sin cometer pecado, y sin detrimento alguno de la profesión católica». Lo cual nadie deja de conocer y entender clara y distintamente, cuan contrario sea al dogma católico acerca de la plena potestad conferida divinamente al Romano Pontífice por el mismo Cristo Señor nuestro, de apacentar, regir y gobernar la Iglesia universal.

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Fuera de esto, sabéis muy bien, Venerables Hermanos, que en estos tiempos los adversarios de toda verdad y justicia, y los acérrimos enemigos de nuestra Religión, engañando a los pueblos y mintiendo maliciosamente andan diseminando otras impías doctrinas de todo género por medio de pestíferos libros, folletos y diarios esparcidos por todo el orbe: y no ignoráis tampoco, que también en esta nuestra época se hallan algunos que movidos o incitados por el espíritu de Satanás han llegado a tal punto de impiedad, que no han temido negar a nuestro Soberano Señor Jesucristo, y con criminal procacidad impugnar su Divinidad. Pero aquí no podemos menos de dar las mayores y más merecidas alabanzas a vosotros, Venerables Hermanos, que estimulados de vuestro celo no habéis omitido levantar vuestra voz episcopal contra tamaña impiedad.



L.R.




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